Puede que, a título individual, guionistas, directores y actores de Hollywood mostraran su adhesión sin fisuras a la causa republicana durante la Guerra Civil, y así lo demuestran las más de 50 películas producidas con referencias más o menos explícitas a la fraticida contienda. Pero los negocios son los negocios y, una vez apagado el fragor de las armas, Hollywood se dejó querer por el régimen franquista durante casi dos décadas, olvidando como por encanto las notables diferencias ideológicas, cuando no plegándose directamente a las imposiciones de la dictadura. El director argentino Hugo Fregonese marcó el rumbo a seguir en 1953 con Tres historias de amor. Finalizado el rodaje, proclamó a los cuatros vientos la dócil cooperación de las autoridades y los “liberales” incentivos que se ofrecían en España a los norteamericanos que quisieran rodar en el país. La semilla estaba plantada, y en sus viajes a Estados Unidos productores como Vicente Salgado no se cansaron de repetir a quien quisiera escucharles que las condiciones 'económicas y políticas' en España eran idóneas para el rodaje de producciones norteamericanas.
Este idilio se prolongaría durante toda la década de los 60. Después de todo, si la meca del cine pactó contenidos con las autoridades nazis en los 30 para no perder terreno en el mercado alemán, para qué preocuparse por la insignificante amenaza internacional del nacionalcatolicismo español. En el fondo, Hollywood no hacía sino abundar en la doble moral que caracterizó a los inquilinos de la Casa Blanca durante el periodo. Puede que el presidente Truman asegurara públicamente en 1952 que “no había sentido nunca mucha simpatía hacia España”, pero en secreto se negociaba la instalación de bases navales y aéreas en el país, en virtud de los muy publicitados pactos económicos-militares con Estados Unidos.
Hollywood nunca mostró su apoyo explícito al franquismo, ni mucho menos, pero cultivó con esmero unas relaciones que convenían a ambas partes. Las productoras independientes surgidas al amparo de la legislación antimonopolio encontraron en suelo español buenos y baratos profesionales, figurantes dispuestos a aparecer en pantalla por sueldos irrisorios, un notable ahorro en los costos de rodaje y unas localizaciones extraordinarias. A cambio, el Régimen se llevaba un buen pellizco económico, fomentaba el turismo y cultivaba una imagen de modernidad en el exterior, justo cuando más necesitaba un lavado de cara que le ayudara a entrar en los organismos internacionales. Además, las películas rodadas en modalidad de coproducción gozaban de numerosos beneficios fiscales. Verbigracia: la Ley de Industrias de preferente interés nacional del 2 de diciembre de 1963 concedía libertad de amortización durante los primeros cinco años de explotación y eximía de determinados impuestos. Desde el punto de vista cuantitativo, no fueron particularmente numerosas las producciones de Hollywood rodadas en España (algo más de ochenta), pero el impacto económico y publicitario resultaba tan inmediato como eficaz.
Conste en acta que el aparato franquista nunca perdonó el peaje ideológico, enfermo de paranoia como estaba por los constantes informes internos que alertaban de la peligrosa influencia hollywoodiense en la férrea moral patria. Son conocidas las enérgicas protestas del régimen franquista por la adaptación cinematográfica (Sam Wood, 1943) de Por quién doblan las campanas, basada en la novela de uno de los escritores más repudiados por las autoridades, Ernest Hemingway. Las presiones del Departamento de Estado de EEUU a Paramount llevaron a los guionistas de Orgullo y pasión a rebajar el tono político, eliminando todas las referencias a Franco y a falangistas y fascistas, que pasaron a denominarse “nacionalistas”. Y es que, apenas sin excepciones, productores, directores y guionistas pasaron por el aro con tal de ahorrarse unos cuantos miles de dólares.
La bandera de Sinatra
United Artists fue la primera gran productora que se introdujo a lo grande en el mercado español. Su representante en el territorio, George Ornstein, siempre estuvo bien considerado por las autoridades franquistas; tanto que, en 1968, ingresó en la Orden de Isabel la Católica a propuesta del Ministerio de Asuntos Exteriores. Ornstein ejerció de propagandista extraoficial de las gangas del Régimen para Hollywood, siempre con las cifras en la mano para tentar a posibles interesados. Según las estimaciones que nunca se cansó de airear, la producción de películas en España resultaba entre un 30 y un 50% más barata que en Hollywood, e incluso un 30% más barata que en la Cinecittá romana. Ornstein en persona viajó al aeropuerto de Barajas para recibir a Robert Rossen, cineasta elegido para dirigir la primera de las grandes superproducciones que se rodarían en suelo español durante los siguientes años, Alejandro Magno (1956). A pesar de las reticencias iniciales, el régimen acabó colaborando con los productores, llegando a prestar efectivos de la Policía Nacional y el Ejército para las escenas más épicas. No fue una inversión a fondo perdido. A los pocos días revistas tan poderosas como Variety informaban con todo lujo de detalle, despliegue gráfico incluido, de la buena marcha del rodaje en España.
A Stanley Kramer se le consideró durante muchos años como “la conciencia de Hollywood”. Denunció los peligros de los totalitarismos y los fundamentalismos religiosos en películas como Heredarás el viento (1960) y ¿Vencedores o Vencidos? (1961). Eso sí, no tuvo mayores problemas de conciencia a la hora de negociar con las autoridades franquistas las mejores condiciones para el rodaje de Orgullo y pasión (1957). En octubre de 1955 convenció a Arias Salgado, ministro de Información y Turismo, dela idoneidad de rodar una producción “basada en la heroica resistencia del pueblo español a la invasión napoleónica durante la Guerra de Independencia”. El siguiente paso fue reunirse con el mismo dictador para brindarle todo tipo de detalles sobre la producción y, de paso, facilitarle una lista de necesidades logísticas para que la película llevara a buen puerto. Pero Kramer no se libró de transigir con algunas imposiciones. Los guerrilleros españoles tenían que aparecer en pantalla como un compendio de virtudes marciales y nobleza, y en ningún caso se debía dar la impresión de que el oficial de marina británico al que interpretó Cary Grant se movía entre semisalvajes sin ilustrar. Para que no quedaran dudas sobre el recio carácter patrio, el líder de la guerrilla al que dio vida Frank Sinatra debía regirse por sus mismos elevados valores. Sinatra, que nunca se sintió demasiado a gusto ni el rodaje ni en España, estuvo a punto de causar un incidente diplomático cuando se asomó a la habitación de su hotel ondeando una bandera en la que podía leerse claramente: “Franco es un chivato”.
El ejército está rodando con Don Samuel
El megalómano productor Samuel Bronston fue aún un paso más allá que el resto de competidores. ¿Para qué limitarse a viajar a España para rodar grandes producciones épicas si podía establecer su propio estudio en Madrid? De esa ambiciosa idea, que se materializó en los estudios conocidos como “mini Hollywood” situados en Las Rozas, nacieron títulos como 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963) o La caída del imperio romano (Anthony Mann, 1964). Bronston le regalaba los oídos constantemente al Régimen. “En España se respira una atmósfera de paz sin histerismo, muy adecuada para las obras de creación”, confesaba sin que le creciera la nariz a Variety en 1962. Además de sus siempre balsámicas declaraciones, incluso llegó a poner dinero de su bolsillo para financiar El valle de la paz (1961), un documental propagandístico basado en una obra de Jim Bishop cuyos beneficios se destinaron al mantenimiento de la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Don Samuel, como se le conocía popularmente, gozó de la simpatía y la protección del aparato político, que no dudó en concederle moratorias para pagar sus deudas cuando su mastodóntico imperio comenzó a hacer aguas.
La sinergia entre los intereses de Hollywood y Franco llegó a ser total cuando Bronston anunció que iba a rodar una superproducción basada en la vida y gestas de Rodrigo Díaz de Vivar. La figura de El Cid reunía muchas de las características con las que apologetas del Régimen como Francisco Javier Conde armaron el sustento ideológico del caudillismo: a saber, el concepto de líder llamado a cumplir una responsabilidad histórica y la idea de cruzada como elemento de exterminio purificador. El Cid (Anthony Mann, 1961) fue declarada de inmediato “película de interés nacional”, un reconocimiento hasta entonces inédito para una producción extranjera. A efectos prácticos, a Bronston se le concedió libre acceso de rodaje a todos los castillos y ciudades amuralladas de España. Como quiera que había que dar credibilidad a las multitudinarias batallas contra los musulmanes, qué mejor que recurrir a miles de efectivos del Ejército, caballos incluidos, como figurantes. El exceso dio lugar a sabrosas anécdotas: Franco, aquejado de morriña por el fervor bélico del pasado, pidió reunir a las tropas para llevar a cabo una inspección. Su sorpresa fue mayúscula cuando obtuvo como toda respuesta del ministro del ramo: “Lo siento Generalísimo, no puede ser. El ejército está haciendo una película para Samuel Bronston”. Las noticias del dispendio traspasaron fronteras y acabaron llegando a la oposición antifranquista en el exilio, que puso el grito en el cielo: “No le ha bastado a Franco con vender trozos del suelo español para instalar bases militares extranjeras: ha tenido que llegar por añadidura al sonrojante extremo de alquilar el Ejército mismo para hacer películas (...) ¡Aprovechen la ocasión, peliculeros! ¡Baratísimo! ¡Se alquila un ejército en buen uso!”
El cambio de década puso fin a la fecunda relación de amor interesado de casi veinte años entre Hollywood y el régimen franquista. La mejora económica del país derivada de la política desarrollista se tradujo en un aumento de los costes de rodaje en suelo español, un elemento al que hay que añadir la progresiva aparición en el Este de Europa de nuevos centros de producción más baratos.