El sufrimiento humano, la competición y el combate cuerpo a cuerpo no son aficiones nuevas, pero acaban de salir a la luz como tales gracias a El juego del calamar. Existe un regusto antiguo que recuerda a los circos romanos en la nueva serie de Netflix, que se ha convertido en una de más vistas de la historia de la plataforma. Son demasiados países, culturas y gente distinta como para que este éxito sea una casualidad.
La inspiración de la que bebe El juego del calamar es un misterio, puesto que su creador no ha hecho ninguna mención, pero las referencias son libres y al menos han surgido una veintena con el visionado de la primera temporada.
Juegos truculentos
Battle Royale, Cube, Saw, Alien vs Predator y Alice in Borderland
El pollito inglés, la soga, recortar figuras… Uno de los principales temas de la serie son los juegos infantiles. Y, aunque es precisamente esa unión de actividades para niños con trampas asesinas la que le da un toque perverso, no es la primera vez que vemos cómo un sencillo juego pone sobre la mesa algo más que vencer al rival.
Quizá el ejemplo más recurrente sea Saw (2004), insignia de la narrativa basada en convertir juegos en macabros experimentos donde los personajes son los principales peones. Pero no es la única. Sucede algo muy similar en Cube (1997), en la que los cuatro protagonistas son drogados y despiertan en un cubículo del que tienen que escapar a través de escotillas. Con pruebas y cuchillas de por medio, por supuesto. La serie Alice in Borderland es la versión reciente de esta filosofía, pero el escenario pasa de ser un cubo a un Tokio abandonado convertido en un siniestro patio de recreo.
Otra característica de la serie de moda es la falta de solidaridad en pos de una competitividad individual sin parangón. Y esa es precisamente la sinopsis de Battle Royale (1999), la novela escrita por el japonés Koushun Takami: cada año unos 2.000 participantes son soltados en una isla donde impera la ley del más fuerte. El libro ha tenido una adaptación cinematográfica, ha inspirado otras como Alien vs. Predator (2004), e incluso ha calado en el mundo del videojuego con Fornite, que bebe justo de este concepto.
Crítica al capitalismo y la superioridad de clase
El hoyo, Parásitos, Snowpiercer, Un asunto de familia y Los juegos del hambre
Los macabros deseos de un grupo de millonarios dan origen al sangriento juego que ha atrapado a los espectadores de todo mundo. La supuesta caridad que ostentan dándoles una oportunidad a personas cubiertas de deudas y sin blanca es síntoma de una superioridad de clase que la serie pretende derribar. En este caso encontramos varias referencias actuales. La primera y más evidente son las novelas de Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, donde un número de elegidos de los distritos más pobres del país participan en un reality televisado en el que solo queda uno. Además de luchar por la supervivencia, lo que obtiene el ganador es el pasaje a una clase económica y social superior a cambio de acabar con la vida de todos sus rivales.
Durante El juego del calamar, los participantes duermen hacinados en un pabellón mientras arriba les vigilan por cámaras de seguridad y sensores de temperatura. La comida que les proporcionan los captores es escasa para alentar revueltas en las que mueran buena parte de ellos. Una división que recuerda a los vagones del Snowpiercer (2013), la película del surcoreano Bong Joon-ho donde la “escoria” habita la parte trasera del tren y come barras de gelatina mientras que las élites copan todos los recursos cerca de la locomotora. Algo parecido a la película El Hoyo (2019), la prisión en forma de torre vertical donde la comida se va repartiendo injustamente según el nivel. De nuevo, la rebelión es solo cuestión de tiempo.
No se puede terminar el repaso de películas críticas con el sistema sin mencionar Parásitos (2019) y Un asunto de familia (2018). La primera, como El juego del calamar, capta a la perfección la trampa capitalista, el caramelo que los pobres más ansían cuanto más lejos lo tienen. Son dos visiones ácidas y brillantes de la misma cuestión. Pero las similitudes con la película Hirokazu Koreeda son incluso mejores. En un mundo donde los poderosos observan con pena a los que menos tienen, estos últimos demuestran que la solidaridad no es cuestión de caridad, sino de calidad humana.
Encerrados y vigilados
Langosta, Perdidos, El show de Truman, el videojuego Portal y Caché
Es similar al primer punto, ya que para proponer un juego truculento normalmente hace falta tener rehenes, pero hay algunos matices. En Langosta (2015), del director griego Yorgos Lanthimos, los personajes están encerrados pero lo que proponen no son precisamente pruebas. Está ambientada en un mundo distópico en el que los solteros son arrestados y llevados a un hotel gigantesco para encontrar pareja. Tienen 45 días para hacerlo o, de lo contrario, morirán solos. Al igual que en la serie de Netflix, el “retiro” es una funesta vía de escape para los asuntos sin resolver en el mundo real.
Pero a veces la prisión puede ser nuestra propia casa, tal y como ocurre en Caché (2005). Haneke, como es habitual en su filmografía, plantea un drama donde la incomodidad llega con la ruptura de lo cotidiano. Cuenta la historia de una familia que, al igual que ocurre con los participantes de la serie de Netflix, sienten estar continuamente vigilados. La sensación de violación de la intimidad es algo que comparten ambos productos, y es precisamente esa incomodidad la que causa que los personajes vayan perturbándose a medida que avanza la historia.
En el caso de El juego del calamar es el líder de la máscara negra quien controla cada movimiento de los jugadores, como una especie de Gran Hermano, y esa es la premisa del videojuego Portal. Consiste en despertar en una instalación controlada por una inteligencia artificial llamada GLaDOS que, como suele ocurrir en la ciencia ficción, acaba mostrando sus más oscuras intenciones.
Muchas de estas obras al final están basadas en una narrativa clásica: la de la alegoría de la caverna de Platón. Los personajes contemplan un entorno que conciben como real pero que, al final se desvela como una proyección del mundo que hay fuera. Es lo que sucede en Matrix o El show de Truman, dos de los ejemplos más habituales a la hora de ejemplificar el mito.
El filósofo griego también ha servido de inspiración para series como Perdidos. De hecho, al comienzo de El juego del calamar vemos que en realidad están en una isla en medio del océano, aunque está claro que no llegan allí por las mismas razones que los tripulantes del vuelo 815 de Oceanic. A los personajes de ambas series les une la atracción por el lugar: vuelven a él después de haber escapado anteponiéndolo al “infierno” de la realidad. Eso sí, en un caso es por una “atracción” extraña y en el de la serie que nos atañe, la razón es puramente económica.
El universo y la estética
La casa de papel, el videojuego Monument Valley, Humor amarillo, Old y 1984
Los monos rojos de La casa de papel son la referencia más visual que encontramos en esta serie. Quizá porque se aloja en la misma casa y porque toda la acción ocurre en un universo de cuatro paredes, ya sean las de un banco o las de un calabozo de colorines. Pero si nos fijamos un poco más en la paleta, las formas y la arquitectura, es imposible no acordarse de Monument Valley. Este hermoso videojuego inspirado en las obras de M.C Escher consiste en conducir a una princesa a través de laberintos de ilusiones ópticas y objetos imposibles. Es el mismo que impide a los jugadores de El juego del calamar huir en el camino de ida o de regreso de las pruebas.
También tiene algo de Humor amarillo, mítico programa de la televisión, no menos macabro, donde centenares de adultos se sometían a pruebas ridículas bajo la mirada de los espectadores occidentales. Respecto a la isla perdida en algún punto del Pacífico, no hace falta remontarse demasiado para evocar los acantilados de Tiempo (Old). En la película de Shyamalan unos individuos también son especialmente seleccionados para ser observados a sus espaldas y llevar a cabo un experimento con ellos.
Pero sin duda, no hay estética más evidente y universo más repetido que el de la obra de George Orwell: 1984. Pantallas, voces que suenan a través de micrófonos, líderes sin rostro, dictadura escondida en papel de colores y palabras amables. El gran hermano ha dejado de ser una ficción de 1947 para colarse en nuestras vidas y hogares. Y ahora lo hace también a través de El juego del calamar.