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Recordando a la mujer multitud

Shirley Jackson

Rubén Lardín

Shirley Jackson tenía un don. Una mirada. En principio esto sería un rasgo inherente a cualquier escritor, pero, como ocurre en algunos autores adscritos al género fantástico, cabe decir que en ella fue un atributo próximo a lo sobrenatural. Shirley Jackson veía más allá. Tenía poderes. Al menos los que al resto le faltaban. Había fundado su visión en la ceguera del mundo.

Shirley Jackson nació en San Francisco en 1916, aunque ella solía decir que lo había hecho en 1919 para darle ventaja a su marido Stanley Edgar Hyman, un judío intelectual que desarrolló carrera como crítico y académico al que permaneció unida toda su vida. Hyman se acercó a ella subyugado por su primer cuento, Janice, apenas una página dialogada sobre una tentativa de suicidio que se publicó en 1938, en una recopilación de la clase de escritura creativa de la universidad de Syracuse.

Su primera novela, The Road Through the Wall, vería la luz diez años después, y era una historia coral donde nadie, como en las mejores historias, era de fiar. La había escrito preñada de su favorita Sally, tercera de sus cuatro hijos, en una casa a rebosar de libros, risas y gatos, un hogar frecuentado por amigos y partidas de bridge de las que Shirley, experta jugadora, se ausentaba alguna vez para sentarse a la máquina de escribir y volver al rato con un relato entre manos.

Así se gestó El embriagado, por ejemplo, un cuento en torno a la conversación sobre el futuro del mundo que un borracho y una jovencita mantienen en el aparte de una fiesta. El personaje de la chica, a decir de todos los allegados de la familia, era un trasunto preciso y exacto de Sally, solo que por entonces Sally todavía estaba por nacer.

Shirley manejaba unas informaciones a las que sus contemporáneos no tenían acceso. Entendió la escritura como “la extensión lógica de la ensoñación adolescente, una manera de transformar la rutina diaria en algo magnífico y extraordinario”, y en su cultivo de un realismo esotérico, de lo que está oculto, se distinguió de la caterva de psicologistas y costumbristas místicos que rondaban las páginas de revistas como The New Yorker.

Su método era explorar la normalidad y detectarle la anomalía, manifestar los secretos, incorporarle a la plácida realidad el elemento antitético que nos haría llevarnos la mano a la boca, arrojaría luz y nos ayudaría a ver.

Con ella llegó el escándalo

El 26 de junio de 1948, los suscriptores de The New Yorker abrieron su semanario favorito y desarrollaron una úlcera. El relato causante sucedía -a petición del editor- en la mañana clara y soleada del día siguiente, un 27 de junio en que Shirley Jackson localizaba una escalofriante perversión de la democracia cuya mecánica no desvelaremos aquí por respeto a quienes todavía no la hayan leído.

Aquella narración folclórica que Shirley había escrito en un par de horas suscitó cientos de cartas cursando baja de fidelidad a la publicación, mensajes de lectores eventuales que mostraban su desamparo o ponían el grito en el cielo y un aluvión de opinadores que exigían poco menos que el cese de aquella juntaletras que había osado turbar su inercia intelectual. La publicación de La lotería supuso un alboroto nacional que acreditaba el talento para la subversión de una autora a quien la realidad no le gustaba demasiado, precisamente porque la comprendía en su plenitud.

En su día Shirley fue una escritora respetada pero muy cuidadosa de su privacidad. La idea de que su trabajo estuviera expuesto a la crítica y el juicio le causaba molestia, detestaba las entrevistas y rechazó siempre la llamada de la universidad cuando esta se interesó en tenerla en sus filas. Apenas impartió un par de cursos de tres semanas a finales de los 40, cubriendo una baja, y cedió a alguna lectura ocasional. En otra ocasión declinó participar en un debate en torno a la tragedia del alcoholismo aduciendo que tenía más argumentos a favor que en contra.

Bruja, más que bruja

En la única antología de sus cuentos que vio publicada en vida, La lotería. Aventuras del amante diablo, Shirley citaba varias veces el Saducismus triumphatus, un tratado del siglo XVII donde Joseph Glanvill predicaba la existencia de las brujas y el poder de lo sobrenatural. Para Shirley la magia fue un método de pensamiento que podía explicar y en parte enmendar nuestro fracaso como especie, promoviendo razonamientos más estimulantes que los científicos donde dos y dos no tenían por qué ser necesariamente cuatro.

Iniciada en sistemas de conocimiento como el tarot, del que se cuenta fue una buena intérprete, vivió rodeada de amuletos y talismanes y acumuló medio millar de libros de ocultismo, algunos en lenguas que no podía descifrar. Son intereses que incluso cuando no emergen laten en toda su obra, una bibliografía de personajes expósitos y afligidos pero exultantes de vida, íncubos y dulces lunáticos que se abren paso, con herramientas de romance gótico, hacia los rincones ocultos de la realidad, donde las identidades zozobran y las relaciones humanas dan lugar a la inquietud. Leyendo a Shirley Jackson, llevados por su prosa diáfana y presciente, puede escucharse el murmullo de un cauce subterráneo entre líneas, un sistema alegórico que en su fluir nos recuerda que también las alondras y las chicharras sueñan.

Cosas de casa

Pese a que todos sus protagonistas son invariablemente mujeres incómodas y activas en un mundo que no aceptan, Shirley pudo ser un poco bruja pero no llegó a ser una mujer feminista. No al menos abanderada. Tal vez sí lo fue de una manera seria, interior, ajena al runrún que se expandía en los 60 y nunca cayendo en la murga ni en la ligereza con que se propaga hoy el término. En opinión de su biógrafa Judy Oppenheimer su visión fue personal, nunca política, y aunque hubiera sobrevivido a una época en que lo personal y lo político se fundían en una sola cosa, se habría resistido a que su trabajo fuera leído bajo esos códigos. Primero porque a su yo convencional le habría espantado, segundo porque podría haberse sentido herida en la singularidad que la definía.

Shirley alternó su literatura más siniestra con relatos alegres y mundanos, piezas de no-ficción basadas en su propia vida doméstica para publicaciones como The Ladies' Home Journal, Mademoiselle, Good Housekeeping o Woman's Home Companion, con la que llegó a mantener un contrato anual de colaboración.

En aquellos relatos da testimonio del júbilo pero también de la dificultad de ser madre de cuatro y ama de casa, retrata el entorno caótico que era su hogar y practica una prosa cálida y ligera, sin sentimentalismos, que entronca con su obra más seria en crónicas como Charles, donde explica cómo su hijo Laurence le narra todos los días, a la vuelta de la guardería, las travesuras de un compañero llamado Charles, un perla que dice palabrotas, pega a los compañeros y responde al profesor. Cuando durante una reunión de padres Shirley se interesa por el compañero de su hijo, la respuesta del maestro entrará de lleno en la dimensión desconocida: “¿Charles? No hay ningún Charles en esta guardería”.

Alfombras rojas raídas

Pese a que La lotería aparece hoy en todas la antologías de prosa breve que se publican en EEUU, forma parte del acervo cultural del país y ha afectado a varias generaciones que en buena parte conocieron el relato a través del ya clásico cortometraje de Larry Yust para la Enciclopedia Británica The Lottery (1969), la obra de Shirley Jackson sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de aquella literatura.

El reconocimiento que alcanzó en vida con novelas como La maldición de Hill House (1959), un éxito de crítica y público que Robert Wise llevó al cine en 1963 en La casa encantada, se atenuó a su muerte y solo colegas como Ralph Ellison, Kurt Vonnegut, Norman Mailer, Roald Dahl, Richard Matheson, Joyce Carol Oates o Stephen King, quien le dedicó su novela Ojos de fuego, mantendrían radiante su recuerdo, lustrado en las últimas décadas gracias a las ediciones de Penguin, a la instauración de un premio que lleva su nombre y a la reivindicación propuesta por autores jóvenes como Jonathan Lethem o Ruth Franklin, quien a lo largo de 2016 presentará una nueva biografía de la escritora.

El cine, entretanto, ha seguido interesado en su obra sin demasiada fortuna. En los últimos tiempos Michael Douglas ha intentado promover una adaptación de su última y magnética novela Siempre hemos vivido en el castillo, la historia de las hermanas Blackwood, aisladas junto a su anciano tío y un gato en el caserón donde el resto de su familia murió por envenenamiento.

El nombre del actor y productor nos remite al de su padre, Kirk Douglas, que a finales de los 50 amparó con su productora una serie B hoy olvidada, Lizzie, donde Eleanor Parker ofrecía un recital de interpretación en la piel de una mujer con tres personalidades distintas. Aquella adaptación de su novela The Bird's Nest (1954) no satisfizo a Shirley como tal vez lo habría hecho la más que apreciable producción magiar Long Twilight (1997), basada en su alucinado relato The Bus, pero si hablamos de decepciones solo podemos dar gracias porque nunca llegase a ver La guarida (1999), donde Jan de Bont, Liam Neeson y Catherine Zeta-Jones retomaban La maldición de Hill House para mancillarla hasta el ultraje.

Queremos tanto a Shirley

Shirley, que bajo su cama guardaba un cuaderno de papel amarillo (escribió siempre en papel amarillo) al que en alguna ocasión llegó a acudir en estado de sonambulismo, murió de un ataque al corazón con 48 años. Fue una tarde de agosto de 1965, mientras hacía la siesta y tras una penosa etapa de ansiedad y psicosis complicada por sus rutinas de tranquilizantes, anfetaminas, alcohol y dos o tres paquetes diarios de Pall Mall sin filtro. La obesidad, la colitis, los ataques de asma y la artritis le proporcionaron un penoso declive durante el que se habló de claustrofobia, de agorafobia y de ansiedad extrema. Como fuera, Shirley Jackson moría de miedo, víctima de un tumulto mental que, según escribía poco antes a sus padres, le impedía “confiar en mis propias reacciones y opiniones; todo cambia de un día para otro sin ningún sentido de la proporción...”.

En Coloquio, un relato que había escrito veinte años atrás, la protagonista visitaba a un psiquiatra para que le aclarase cómo saber cuándo está uno volviéndose loco: “Verá, doctor... No entiendo cómo vive la gente. Antes era todo muy sencillo. Cuando era niña..., ¿había entonces términos como 'medicina psicosomática', 'cárteles internacionales' o 'centralización burocrática'? ¿De veras todo el mundo menos yo se ha vuelto loco?”.

Shirley, que en 2016 cumpliría cien años, moría dejando atrás seis novelas conmovedoras de las que solo dos se han traducido al castellano, un centenar de cuentos crueles, dos libros de crónicas domésticas (Life Among the Savages y Raising Demons) y otro infantil (Nine Magic Wishes), un musical en un acto, The Bad Children, donde Hansel y Gretel eran entregados por sus padres a la bruja, y una treintena de artículos, reseñas y pequeños ensayos sobre la creación literaria tan vivaces, generosos e inspiradores como lo es toda su obra.

La gran dama de la literatura gótica se iba hace medio siglo dejando inacabada una novela, Come Along With Me, donde una cuarentona trasunto literal de la autora se deshacía de todos sus bienes, desechaba su nombre y partía rumbo a lo desconocido. Apenas un puñado de páginas donde quedaba claro que, como toda persona en su sano juicio, Shirley Jackson nunca se sintió cómoda siendo ella, lo que no implica que estuviera dispuesta a ser ninguna otra.

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