Las abuelas, los cuidados y la muerte digna: “A veces acompañar obliga a transgredir”

“Entonces, se puede matar de a poco, pero no de una”, le reprocha Ariana, desesperada, al médico de su abuela. Mala carne, la primera novela de la periodista bonaerense Sofía Almiroty, hace constantes referencias a la muerte digna sin mencionar directamente la palabra eutanasia. 

“Me parece que no hace falta nombrarla. La idea era abrir una suerte de reflexión sobre cómo hay tantas muertes como personas, cómo nos hacemos cargo culturalmente de ese momento, el momento de la muerte, que lo tenemos tan lejano y tan poco visibilizado”, cuenta la autora a elDiario.es tras presentar su novela, publicada por La niña azul, en la librería Lata Peinada de Madrid. El próximo mes lo hará en la de Barcelona.

“En Argentina no es legal la eutanasia y, sinceramente, creo que es un debate que se tiene que dar, por lo menos reflexionar sobre cómo acompañar en estas instancias finales para poder hacerlo con más información y no con tanto miedo y en tanta, de alguna manera, clandestinidad”, opina Almiroty.

Sin embargo, la eutanasia parece quedar lejos actualmente del debate político y social de su país natal. “Ahora mismo en Argentina hay un candidato de ultraderecha que está amenazando con retroceder en muchos derechos sociales como la interrupción voluntaria del embarazo, que fue algo que se luchó mucho a partir del activismo y los movimientos sociales. Es lo que hacen las derechas. Me llena de frustración”, expresa.

En España, el Tribunal Constitucional rechazó el recurso del Partido Popular contra la ley de eutanasia, desestimando que la norma, que ya lleva dos años en vigor, atente contra el derecho a la vida. Lo mismo sucedió hace unos meses con el recurso presentado por Vox.

“Mi abuela era una buena mujer y no le tocó una buena muerte. Hay muertes mejores que otras”, reflexiona la protagonista en la novela. ¿Cuánta gente puede empatizar con ese pensamiento? Entre junio de 2021 y diciembre de 2022 recurrieron a la eutanasia unas 370 personas en España, según la asociación Derecho a Morir Dignamente, a pesar de que estiman que fueron más de mil quienes la solicitaron.

“El aire acondicionado del hospital nos enfermaba tanto como la espera. La espera de los enfermos a que los atienda un médico que quizás nunca antes vieron. Que les haga las mismas preguntas incontables veces. Perdidos, médico y paciente, en la inmensidad de un anonimato insólito”. Almiroty utiliza la voz de Ariana, que acompaña a su abuela en la recta final de su enfermedad, un doloroso y raro caso de cáncer de piel, para reflejar la frialdad del sistema con los más vulnerables, quienes solo buscan aliviar su dolor. 

Ni los moribundos están exentos de la burocracia de la espera. No hay piedad

“Ni los moribundos están exentos de la burocracia de la espera. No hay piedad”, plasma en Mala carne. Fue esa rabia la que la motivó a escribir para buscar un final alternativo, una verdad paralela, que vengara la muerte de su abuela Rosa. “Me hubiera gustado que mi abuela se muriera de otra manera, entonces tomé la literatura como un artefacto para la revancha”, confiesa.

La novela narra con detalle el inmenso dolor de una enfermedad cruel en su estado terminal, a la vez que señala un sistema de cuidados incómodo y hostil fuera del núcleo familiar. “Hay hospitales en los que no hay una ventana, no se puede ventilar, no hay un jardín, prenden los televisores todo el día… Creo que en general, al tener esta mirada desde un sistema fordista, en donde todo tiene que estar sistematizado, protocolizado, es muy difícil pensar en las personas singularmente. Hay cierto trato, por supuesto, cordial, pero más que nada es un sistema que todo el tiempo apura, que todo el tiempo presiona, en el que todo es rápido, todo tiene que generar el menor gasto posible”, valora Almiroty.

Esta realidad es, en parte, la que lleva a la protagonista a verse en la necesidad de buscar alternativas para aliviar la piel de su abuela, primero en pequeños detalles que mejoran su día a día, como un plato de comida casera o un aroma reconocido, y más tarde lanzándose al robo de morfina. “A veces los cuidados en las instituciones obligan a un montón de transgresiones para cuidar un poco más, de manera personalizada, amorosa y cálida a esa persona que está padeciendo”, afirma la escritora.

¿Dónde aprendemos a cuidar?

Mala carne también reclama en los cuidados la necesidad de cierta creatividad, algo que, es consciente, el sistema de salud es incapaz de asumir. “En un mundo más sensible quizás se cambiarían los televisores por radios, es mucho más amistosa la radio en mi opinión. ¿Y si pasaran músicos a acompañar desde un lugar más sensible a las personas? ¿Qué pasa si los hospitales tuvieran una dieta o un menú saludable? Yo creo que tiene que ver con un cambio de paradigma, no es una cuestión económica”, plantea Sofía Almiroty.

En el libro se percibe “un universo inaccesible” en el que los médicos evitan el contacto visual y se distancian con el uso de un lenguaje especializado, encriptado para los pacientes y familias. “Por supuesto que también hay personas que hacen cosas maravillosas, con mucha vocación, enfermeras, enfermeros, médicos y enhorabuena a la ciencia. Pero qué ser humano que cumple una guardia de 48 horas está apto para cuidar correctamente”, pone la autora sobre la mesa.

¿Qué ser humano que cumple una guardia de 48 horas está apto para cuidar?

La dedicación que exige el trabajo de cuidar conlleva a menudo situaciones de precariedad, de pérdida de privilegios. Las personas que cuidan, muchas veces de manera no remunerada, no obtienen un reconocimiento social, al contrario, se encuentran con la dificultad de la conciliación y la carga mental, la razón de que se trate de una tarea tan feminizada.

Almiroty es partidaria de una revalorización de los cuidados sin caer en su sacralización. La novela los visibiliza de forma descriptiva, el lector es testigo de esos momentos íntimos de curas y lavados llenos de cariño y dedicación de Ariana a su abuela, pero también presencia la frustración y el hartazgo. “La narradora no es una cuidadora profesional, de hecho es torpe, se equivoca, hace cosas que no tiene que hacer”, remarca la autora. “Visibilizar esas instancias me parece que puede ser un apoyo”.

Otras veces es la propia enferma, la abuela, la que ayuda a la protagonista a saber cómo proceder. Una abuela que también ejerció cuidados y ahora se ve en la situación inversa de tener que recibirlos. Sofía Almiroty dedica el libro a sus abuelas, pero en él homenajea a las de todas.

Cuidar a quien nos cuidó

“Hoy como mujer reconfiguro mi vínculo con ellas, quise homenajearlas también como un acto político. Pensar a esas mujeres del siglo XX que fueron en muchos casos amas de casas, que no se reconoció del todo su tarea, que se ocuparon de los cuidados, sin derechos y en contextos supercomplejos. Hoy la época nos obliga, por suerte, a otras reflexiones y nos propone repensar mucho el rol de estas mujeres, de las mujeres”, explica Almiroty.

En el libro, Ariana trata de reconstruir la vida de su abuela, obsesionada por entender la razón de la enfermedad, en busca de una explicación para el dolor: “Descubrir el pasado de las personas que amamos es como encontrar plata que olvidamos en un bolsillo: puede ser insignificante pero siempre puede llenar algún hueco”. 

Así, va surgiendo un personaje complejo, a veces contradictorio y con muchas facetas, a la vez que un gran vínculo de complicidad transgeneracional. La conservadora abuela Rosa se imagina con gracia en otros escenarios y juega con cómo hubiera sido su vida si le hubiesen tocado los tiempos de su nieta. “En un momento la narradora le dice ‘Fuiste una feminista sin marco teórico, sin estudios, sin grupos en los que pensar en estas cuestiones'”, recuerda la autora.

La reconstrucción de ese pasado por parte de la nieta es también, de alguna manera, una forma de cuidado. “A veces cuando alguien está enfermo se le empieza a preguntar permanentemente sobre su enfermedad, de cómo está, de qué dijo el médico, de cuándo toca la siguiente intervención. Eso es muy agotador para la persona que lo está sufriendo”, cuenta Almiroty. 

Ella empezó a grabar a su abuela y a preguntarle por su vida como una forma de terapia, que resultó ser bidireccional. “Ella se sentía importante en esas sesiones”, recuerda Almiroty. “A mí, me aterraba olvidarme de su voz, de su manera de hablar, de lo que decía, pero también del modo, sus palabras y su forma de ver el mundo”.