La escritora minuciosa de las cosas cotidianas: Gabriela Wiener y sus 'Nueve lunas'
No es un manual para embarazadas. No es un manual para periodistas. No es un manual para escritoras. Ni tampoco es un manual para trabajadoras precarias. No es nada de eso y lo es todo al mismo tiempo. Nueve lunas (reeditado en 2021 por Radom House con recién estrenada segunda edición) es la crónica del lado más crudo de un embarazo narrado por la escritora y periodista Gabriela Wiener tras una revisión hecha por la autora diez años después. Muchas cosas han cambiado en este tiempo para esta creadora peruana, según explica a sus 'hijes' en una bonita introducción.
Lejos de contarle al lector las delicias de una mujer joven que está a punto de ser madre, el libro se centra en los detalles menos amables de un embarazo. Los dolores, la transformación de un cuerpo que a veces parece no pertenecer a una misma, las obsesiones más oscuras que se te pueden ocurrir una tarde comiendo unas pipas o el miedo a no encontrar trabajo y no tener con qué comprar todas las cosas que necesitará la nueva criatura. Wiener habla sin tapujos del sudor, las contracciones y los extraños pensamientos durante los meses de embarazo.
Los cuerpos, las prioridades, los deseos, las oportunidades para conseguir un empleo o publicar en una revista. Todo muta. Es en esa parte más realista en la que se detiene la autora que, con descripciones precisas y que no caducan, arma un libro dividido en nueve meses lleno de ironía y altas dosis de angustia.
Wiener llega a lugares que pueden resultar familiares para cualquier lector, aun sin haber experimentado un embarazo. Llega a lo común por otros derroteros y lo hace hablando de las cosas cotidianas: un cuarto adolescente, el armario en el que juegan los niños, la casa de la abuela que permanece en la memoria por mucho que pasen los años y las vivencias. Resuenan las puertas de la casa de la madre de tu madre, se ubique en Lima o en el mismo centro de Teruel.
“En la casa de mi abuela había uno muy grande [un armario] con una puerta corrediza. El olor a naftalina, la ropa colgada rozándome la cara, estar inmóvil, escuchando los ruidos de fuera y esperando que alguien me encuentre o al menos me busque. Aquí viene papá. Nos agazapamos. Estamos preparadas para asustarlo”.
El cuarto oscuro del fondo. El armario lleno de chaquetas de punto y partes de arriba de bonitos trajes. Los tapices, el polvo, la luz. Regresa el regusto de todas las estancias a través de sus páginas. También hay espacio para hablar de cuidados, progenitores y amigas del colegio.
“¿Qué haríamos con un hijo fuera del Perú? ¿Lo vestiríamos con ropa del contenedor, lo haríamos vivir con cinco estudiantes borrachos, le sacaríamos su carné del Barça? […] Lo llevaríamos a hacer las compras de la semana al Día, ese supermercado decadente en el que chocan sus carritos en el mismo pasillo indigentes, ocupas y jubilados desatendidos”.
Nueve lunas describe el problema de la vivienda y de la precariedad laboral en general, y los obstáculos añadidos para las personas migrantes. Wiener habla de Barcelona y del calor extremo (aterrador para una embarazada) que experimenta al ir y venir del trabajo a las dos de la tarde. Trazas de Marsé en una tarde de verano: “Subiendo y bajando con mi pesada barriga endurecida a cuestas bajo el sol hiriente, contrayendo y relajando el perineo, iba cada mañana en metro hasta la estación de Guinardó. […] Despertaba, seguía andando por Passeig de Maragall. Me había convertido en la Boa Constrictor Nebulosus que da a luz a sesenta crías vivas de diez centímetros sobre el pavimento. El policía detenía el tráfico, pero me ponía una multa. Al lado del metro estaba la churrera rumana, sumergiendo con sus dedos la masa en el aceite hirviente, escuchando Brindaremos por ti de Massiel”.
La transgresión de las cosas cotidianas
El mundo que Wiener narra, plagado de comparaciones y visiones acertadísimas de la realidad más común que nos rodea, sirve para hacerse una idea de lo cotidiano de nuestro tiempo y para transgredirlo. La escritora escoge las palabras precisas para describir un mundo que nos resulta familiar, pero en el que añade condimentos de todo tipo sin que la vergüenza se ponga de por medio, que se contraponen a la idea de la maternidad hegemónica. La maternidad no es un viaje de placer y su relato resulta atractivo por lo diferente.
Los toques soviéticos de algunos supermercados, los diálogos internos que nos inundan al regresar a la casa de los padres, a la habitación de la infancia o ese trabajo precario a la espera de algo mejor, que nunca llega, después de años de crisis financieras encadenadas.
Gabriela Wiener tiene la facilidad de detenerse en las pequeñas cosas y crear todo un mundo a través de un solo detalle. Páginas enteras de lo que todos hemos pensado alguna vez, pero en lo que no nos hemos detenido, al menos no como ella. El mundo en una estancia, en ocho metros cuadrados.
“Despertar en tu cama de niña al lado de tu marido es una extraña manera de cerrar el círculo o de morderse la cola. Dormir aquí ha sido como hacerlo en una especie de santuario, algo a medio camino entre el museo de historia natural y el museo de arqueología. Iluminado por el vidrio ámbar de mi ventana estaba el museo de mi infancia: pósters, cartas devueltas a su ansiosa remitente, muñecos. Una colección de piezas de la que colgaba el cartelito de 'no tocar'”.
La materia prima de sus textos es su propia vida y todo está regado de perspectiva política. Esta manera de describir el mundo es una forma de valentía. La escritora le abre la puerta al lector para que reviva en el salón de su casa uno de los momentos más intensos y privados de su vida hasta llegar al mismo parto.
“Está completa”, dice hacia el final del libro. Evocando a esas ancianas que cuentan los dedos de los pies y de las manos de la nueva criatura para cerciorarse de que todo está bien, de que todo está en su sitio. Diez dedos en las manos y diez dedos en los pies. “Solo tiene una marca en un ojo. Está herida de guerra. Huele a algo muy limpio. Es muy pequeña, delgada y pálida. Sus manos son larguísimas y translúcidas como las de un vampiro […] Mirar a tu bebé recién nacido se parece a tomar éxtasis. Una mezcla de extrema suavidad, aprensión y ganas de bailar”.
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