Irvine Welsh regresa en su nuevo libro al mundo de 'Trainspotting': ¿es posible escapar del pasado?

Alberto Corona

5 de julio de 2021 23:01 h

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“No se decían gran cosa, pero daban la impresión de estar muy unidos”. Es una de las últimas frases de Cola, la novela que quizá exprese mejor los intereses de Irvine Welsh (Edimburgo, 1958). Publicada en 2001, aún tratando de asimilar el éxito de Trainspotting en combinación con el filme de Danny Boyle, el escritor escocés narraba las desventuras de un grupo de amigos a través de varias décadas, sirviendo su título como una metáfora simple pero efectiva a la hora de explicar por qué eran incapaces de separarse por muchas vueltas que diera la vida. 

Se trataba de amistad, claro, pero también de inmadurez, dependencia y falta de posibilidades socioeconómicas. Esta ambivalencia siempre ha cimentado su obra. La amistad masculina, frente al deseo desesperado de escapar. Es por ello que Welsh, uno de tantos jóvenes conflictivos de Leith que se marchó de este barrio de Edimburgo en cuanto pudo, tiene tanta fijación por Mark Renton, el heroinómano que interpretó Ewan McGregor y que al final de Trainspotting “elegía la vida” y dejaba colgados a sus colegas.

En su última novela publicada en España, El artista de la cuchilla (Anagrama), Welsh elige sin embargo a otro personaje de Trainspotting como alter ego. 

¿Para qué sirve el arte?

Es fácil recordar a Francis Begbie. En el film de Boyle fue interpretado por Robert Carlyle, y a lo largo de su trayectoria literaria Welsh ha vuelto cada cierto tiempo a él. Normalmente, como divertimento. Begbie era el único de los miembros de la pandilla de Leith que no se drogaba, y también el más peligroso de todos. Un completo lunático, con multitud de hijos que se ha negado a atender y un historial delictivo que le ha hecho pasar varios años en prisión. Ahora es el protagonista de El artista de la cuchilla. Parece haberse reformado.

Nadie se sentiría cómodo eligiendo a Begbie como alter ego. Nadie salvo Welsh colocándolo dentro de esta novela en una tesitura bastante similar a la que él disfruta en la actualidad. Como Welsh mudándose a Miami hace décadas, Begbie ha dejado atrás su juventud rebelde —esperemos, bastante más violenta que la que el autor experimentó en la escena punk de Londres de finales de los 70— para reciclarse como un artista respetado, viviendo en California, casándose con una terapeuta estadounidense y disfrutando del amor de dos hijas. 

Es un tipo calmado, sociable, de amistades sofisticadas. Ha cambiado su nombre a Jim Francis y la única pista de su turbulento pasado la encontramos en su producción artística: se dedica a mutilar fotografías y bustos de celebridades, canalizando los restos de su ira en exposiciones que fascinan a un público selecto por su visceralidad y una potencia conceptual a la que, por supuesto, Begbie se muestra ajeno. Él se limita a dar cuchilladas, y por lo que sea a la gente de su alrededor le parece un ejercicio creativo de primer orden.

En sus entrevistas, Welsh suele hacer hincapié en lo desubicado que se siente entre dos mundos: el de la cultura, y el barrio escocés cuando regresa para ponerse al día. No es diferente a lo que le ocurría en la juventud —alternando batallas campales entre hooligans con pacientes jornadas de lectura en su casa—, pero en su madurez prefiere despojar su producción literaria de cualquier pretensión. Se aprecia en la prosa que practica —directa, sencilla y doblegada al argot de sus personajes extremos—, y en este sentido El artista de la cuchilla se revela como un posible vistazo directo a qué significa ser artista para él.

Desde una perspectiva militantemente anti-intelectual, el arte de Welsh y el de Begbie ofrecerían una vía de escape a sus seguidores, ya fuera con una literatura que nos transporta a un mundo brutal regido por impulsos primarios o con el rostro de una celebridad a la que queremos parecernos y que, gracias a su oportuna mutilación, de pronto tranquiliza nuestras fantasías aspiracionales. ¿Quién hace el arte?, nos pregunta El artista de la cuchilla. Gente como Begbie, responde. ¿Qué buscamos en el arte?, pregunta después. Satisfacción egoísta.

Welsh examina estas nociones incorporando un levísimo pero entonado vistazo a la hipócrita consideración del arte como garante de la distinción social cuando, según él y con Begbie como despiadado agente de la verdad, este debería limitarse a despertar un placer instantáneo y genuino. Es el concepto más potente que maneja El artista de la cuchilla, aunque no deje de ser una lástima que solo acabe por limitarse a un cúmulo de chistes y reflexiones lapidarias. 

La novela de Welsh, en cambio, es ante todo un regreso al mundo de Trainspotting, y lo que más le interesa es estudiar cómo Begbie, ahora, puede encajar en él.

Los chicos del barrio

La publicación de Trainspotting en 1996 definió por entero la carrera de Irvine Welsh. Hay quien diría que para desgracia suya, dada la frialdad con la que han sido recibidos los trabajos más alejados de esta órbita —como ejemplificarían Crimen o, sobre todo, La vida sexual de las gemelas siamesas—, pero no cabe duda de que el novelista se siente cómodo en ella. Manteniendo los pies en su barrio de nacimiento, Welsh ha desarrollado a través de múltiples novelas y relatos todo un universo literario, donde caben tanto las entregas directamente relacionadas con Trainspotting como vistazos alternativos al mismo cosmos. 

El escritor ha acostumbrado a recuperar personajes de una historia a otra, estableciendo que la pandilla de Trainspotting comparte calles con la de Cola para acotar un espacio que considera algo parecido a su hogar, al que nunca ha dejado de volver. A veces con mayor fortuna —Skagboys, precuela directa de Trainspotting, podría ser fácilmente su obra maestra— y otras con menos: Un polvo en condiciones, protagonizada por uno de los personajes de Cola y publicada justo antes de El artista de la cuchilla, supone uno de los puntos más bajos de su trayectoria.

¿Le inquieta a Welsh verse encasillado? ¿No haber podido evolucionar como literato lejos de su fulgurante debut? Es difícil saberlo pero, sin duda, también tentador de examinar cuando abordamos una novela como El artista de la cuchilla, donde su alter ego, un creador tan renuente como él mismo a verse como alguien extraordinario, ha de volver momentáneamente a su vida anterior cuando el pasado le llama. Han hallado muerto a Sean, uno de sus hijos ilegítimos. Lo han asesinado. Y Begbie debe encontrar a los culpables recorriendo de nuevo las calles de su juventud y topándose con viejos conocidos.

En principio, El artista de la cuchilla se articula como una historia de intriga detectivesca más o menos tradicional, pero a Welsh este misterio no le motiva demasiado. La identidad del asesino de Sean es eclipsada por la gran incógnita que recorre el libro desde el principio, y que supone la fuente principal de suspense: si Begbie se ha rehabilitado de verdad, o es todo una tapadera. O, mejor aún, si Begbie en efecto se ha rehabilitado de verdad, pero su exposición a un pasado de violencia y psicopatía puede echar a perder esta rehabilitación.

Para quienes los pasajes de Begbie en Trainspotting y títulos derivados suponían los más entretenidos por lo abiertamente absurdos y bestiales que eran, El artista de la cuchilla se yergue como una obra desafiante, que nos confronta con la seducción que siempre emanó del personaje en su construcción original por muy repugnante que esta fuera. Las carcajadas que se congelaban de vez en cuando por todos los límites que transgredía Begbie aquí aparecen en un número mucho menor, con un poso taciturno y misántropo.

Welsh cuestiona abiertamente la idea de rehabilitación lanzando una inquietante posibilidad entre medias: que las personas —en concreto los hombres, como se ha podido percibir tangencialmente en su obra— no sean capaces de mejorar, pero sí de adaptarse. De encontrar formas más eficaces, no necesariamente más cívicas, de estar en el mundo. Por primera vez en la obra de Welsh el personaje de Begbie —poco más que un bufón terrible en sus primeras apariciones— adquiere dignidad, es capaz de sostener un discurso, de enseñarnos cosas. 

Lo que no quiere decir que sea invulnerable. Hay algo de lo que Begbie, por muy sabio que se haya vuelto, nunca puede escapar: las consecuencias de sus actos, el sufrimiento que infligió a los suyos. El artista de la cuchilla prefiere jugar la mayor parte del tiempo con la posibilidad de un nuevo Begbie antes que afrontar los pecados del anterior, pero no llega a olvidarse de esto último. Las últimas páginas están envueltas en una fatalidad tan aguafiestas —al final sigue siendo divertido verle hacer lo suyo— como garante de que sigue habiendo un cierto orden moral en el mundo de Welsh. Uno muy pequeño, pero significativo.

Uno que le interesa rabiosamente, y que parece dispuesto a seguir explorando. A lo largo de El artista de la cuchilla Begbie se acuerda varias veces de Mark Renton. Ahora cree entender por qué hizo lo que hizo, qué beneficios tuvo escapar. Es incierto qué ocurriría ahora si se reencontraran, pero pronto lo sabremos: Welsh ya ha publicado en inglés una secuela inmediata de El artista de la cuchillaDead Men’s Trousers, donde la pandilla de Trainspotting se reúne al completo. Será el momento de dirimir, de una vez por todas, si podemos escapar del pasado. O si el arte sirve de algo para ello.