El libro que demuestra que odiar (un poco y depende) no está tan mal
Una persona termina de leer un artículo en un medio digital. Una noticia, una crítica musical, una columna de opinión o una receta de un guiso tradicional, da igual. Y le parece mal, se indigna, le suben los calores. Así que tiene varias opciones: guardarse el sentimiento, comentar el tema con alguien en persona o dejar un comentario en la sección habilitada para ello. En la tercera, se despliega otra lista de alternativas: escribir una respuesta argumentada, quejarse sin explicar demasiado el porqué o el ataque verbal a quien firma el texto con insultos incluidos (depende de cómo se haya levantado esa mañana, quizás caiga alguna amenaza). El ‘hater’ –persona que odia en castellano– escogerá la última, por supuesto.
El Urban Dictionary –la Real Academia de la Jerga en inglés– incluyó el término ya en 2005, cuando algunas de las redes sociales más populares en la actualidad ni siquiera existían. Había blogs, Fotolog o Myspace, pero Facebook se lanzó en 2004 (su versión en español no llegó hasta 2008), Twitter en 2006 e Instagram en 2010. Hace una década Internet aún era un remanso de paz en el que el sujeto odiador todavía pululaba con prudencia por la red. A día de hoy suelta sus dardos sin ningún reparo ni consideración con el otro. Son muchos, posiblemente porque todas las personas tenemos la capacidad de odiar y a veces lo hacemos.
La editorial Barrett acaba de lanzar el libro Qué malo tiene odiar (un poco), una recopilación de pequeños ensayos, artículos y entrevistas firmados por diferentes autores y organizados por temas: Antiflamenco, Guerra Fría, Ciutat Podrida y Familia y trastos viejos, pocos y lejos. Algunos de los personajes que aparecen en sus páginas que destacan sobre otros. No solo por su biografía, sino por la clase de odio que sienten y que es diferente entre sí. Aunque hay una cosa que les une: la vehemencia con la que lo profesan.
El odio concreto
Eugenio Noel fue un antiflamenquista militante que se dedicó a luchar contra la cultura flamenca a principios del siglo XX con su pluma como arma. Sobre él escribe David González Romero, en un texto titulado Entre Dominguín y el Capitán Scott. Las revistas antiflamenquistas de Eugenio Noel, que se publicó inicialmente en El Boletín de Loterías y Toros en 2016.
El escritor, nacido en Madrid en 1885, en realidad se apellidaba Muñoz Díaz pero adoptó el de una de sus amantes, Mimí. En su adolescencia parecía destinado a convertirse en cura, en parte por deseo de la dama de Sevilla para la que trabajaba su madre y que le tomó como protegido. Con el tiempo descubrió que su vocación no tenía nada que ver con la religión sino más bien con la escritura, aunque antes de lanzarse a escribir estuvo estudiando en Bélgica. Al volver a España empezó a estudiar de Derecho, pero la bohemia pudo con él y le dijo adiós a la carrera y a la religión.
Acabó de voluntario en la defensa contra Marruecos en la Guerra del Rif en 1909, desde donde hizo de corresponsal para el periódico republicano España Nueva. Uno de sus artículos, recogidos en Notas de un voluntario, le llevó a la cárcel Modelo por delito de opinión. A partir de ahí, empezó su campaña contra la cultura del flamenco, con su primera recopilación de artículos República y flamenquismo (1912). Se convirtió en un personaje admirado pero también rechazado. A España Nueva ya no le convenía su postura, por ejemplo, aunque hubo otros editores que sí que aceptaron su obra y gracias a ellos publicó numerosos libros de notable éxito como República y flamenquismo (1912), Pan y toros (1912) o El Rey se divierte (1913). Incluso llegó a poner en marcha dos semanarios, El Flamenco y El Chispero (1914).
Después de haber dado cuatro giras por América y con la I Guerra Mundial, su estilo giró al noventayochismo y publicó libros como Nervios de la Raza (1915) o Semana Santa de Sevilla (1916). Pese a su aparente actividad incesante –nuevos títulos, campañas, giras de conferencias al otro lado del Atlántico– sus condiciones económicas dejaban mucho que desear. Acabó muriendo en 1936, arruinado y enfermo, en un hospital de Barcelona. Como broche final a una vida algo pintoresca, su cuerpo se perdió a medio camino de Madrid y no llegó a tiempo a su propio funeral. Acabó en un cementerio civil de la capital.
El odio al odio
Ed Mead, fue miembro de la Brigada George Jackson y fundador del grupo Hombres contra el Sexismo en la prisión de alta seguridad de Walla Walla en Seattle en 1977. Su ejemplo es el de una persona que ‘odia el odio’, es decir que lucha contra una realidad surgida del odio de un colectivo hacia otro. El extracto de su historia que se incluye en la recopilación de Barrett, introducida por Distribuidora Coños Como Llamas, se publicó originalmente en el libro Fuego Queer (Editorial Imperdible, 2016).
La Brigada George Jackson se formó en Estados Unidos en los años 70 y, como se explica en su presentación reunía “en su alma anarquía, homosexualidad, lucha antirracista, lucha anticarcelaria, acción directa y lucha armada”. Las decisiones se tomaban de manera horizontal ya que no existía la “supremacía masculina heterosexual” que dominaba en otros grupos como los Panteras Negras, por ejemplo.
En uno de los atracos que perpetraron para conseguir dinero para su movimiento, la policía detuvo a Ed Mead. Le cayeron dos condenas de 20 años y al llegar a la prisión descubrió las violaciones brutales que sucedían allí cuando un grupo atacó al joven que estaba en la celda contigua. Con el tiempo –y tras muchos incidentes– consiguió una máquina de escribir con la que redactaba boletines y manifiestos que circulaban por la prisión llamando a la organización para conseguir mejoras en las condiciones de los presos mediante la acción colectiva.
Fue el inicio de su carrera como activista entre rejas que le llevó a formar el grupo Hombres contra el Sexismo. Él mismo explica cuál fue el germen de su idea: “Mi salida del armario no fue el resultado de algún tipo de deseo sexual orientado a los hombres, o a un hombre en concreto, fue más el producto de una decisión política e intelectual que poco a poco se había formulado en mi consciencia. Había vuelto a la prisión con una doble cadena perpetua y una conciencia relativamente alta hacia los problemas de la mujer. Llegué a la conclusión de que las mujeres no necesitaban a otro hombre que consumiera su energía; que, si mis necesidades emocionales y necesidades sexuales iban a estar así, debería tener contactos sexuales con hombres”.
En aquel momento, la homosexualidad estaba totalmente estigmatizada en la prisión y cualquier signo de amaneramiento o feminidad era motivo de acoso. Hombres contra el Sexismo empezó siendo un organismo encajado en la órbita del Comité de Justicia de los Presos del que Mead formaba parte pero finalmente acabaron siendo autónomos.
Editaban un boletín de noticias mensuales llamado Lady Finger, con temas relacionados con el sexismo y noticias de interés para la comunidad gay, en el que también se denunciaban violaciones y la compra-venta de presos. Asimismo, se pusieron en contacto con compañías de cine para que les enviasen documentales el tipo Hombres y masculinidad, que proyectaban en una sala.
Organizaron celdas seguras para proteger a las víctimas de violencia sexual, se aliaron con otros grupos dentro de la prisión, llevaron a cabo protestas y lograron el estatus de organización legal, lo que les dio derecho a tener su propia oficina.
“HCS fue la primera organización de presos abiertamente gay reconocida oficialmente por la administración penitenciaria. Hasta donde yo sé, no se ha reconocido de esta manera a ningún otro grupo similar desde entonces. La vida de nuestra organización fue el resultado de nuestra determinación como grupo, de la era pre-SIDA en la que existimos, de la fuerza del apoyo de nuestra comunidad, del buen trabajo que hicimos en el interior y, por supuesto, de la existencia entonces de una administración penitenciaria relativamente liberal”, explica Mead en su autobiografía.
Después de un incidente violento con muertos en el que participó la organización, trasladaron a Mead a una prisión fuera del estado. Pasó sus últimos diez años de condena en un complejo penitenciario de Washington. En su relato asegura que: “Durante esta década no hubo un solo preso violado por otro preso en Monroe, ni oí hablar de algún suceso así o parecido dentro del estado. Y siempre mantuve mi aguda oreja pegada al suelo por si ocurría algo. Estoy seguro de que ocurrirían algunas violaciones, pero no serían de la brutalidad ni volumen de las que tenían lugar dentro del estado antes de que se creara Hombres Contra el Sexismo”.
El odio personal
La familia Panero es un gran ejemplo de cómo una persona puede odiar su origen, a su familia y a lo que ellos mismos se han convertido a causa de ese motivo. Ilustres disfuncionales –o “unos señoritos de Astorga y nada más” como les llamó el poeta Claudio Rodríguez– quedaron retratados en un documental ya mítico titulado El desencanto (1976), dirigido por Víctor Chávarri y Elías Querejeta, que en su momento fue un escándalo.
El clan estaba formado por el padre, Leopoldo Panero, poeta y, según el resto de su familia, no muy buena persona. Felicidad Blanc, la madre malvada que mete a su hijo en un psiquiátrico por fumar porros y que ahoga a unos perritos en el río delante de sus hijos. Juan Luís Panero, el hijo mayor, también poeta pero quizás el menos famoso (o menos mitificado) de todos. Leopoldo María, el poeta chiflado que vive en psiquiátricos, fuma sin parar y considerado casi un genio de las letras. Por último está Michi, el hijo menor, el único que pasó de las letras (normal, viendo el panorama de su casa) y se dedicó a vivir como el señorito que era, quemando la noche mientras pudo porque murió de una enfermedad que le tuvo años sufriendo.
Ernesto Baltar relató la existencia de este disparate genial de familia en un artículo publicado en Jot Down en 2012 que se incluye en el libro. Pero lo mejor de todo –sin restar interés a lo demás, que lo tiene– es su anécdota personal con Leopoldo María, al que se encuentra en el centro de Madrid. Como buen admirador, se le acerca un poco temeroso de su reacción, porque no olvida que está como una regadera. Está muy desubicado, así que acaba acompañándolo a Zara porque el escritor necesitaba ropa interior y en El Corte Inglés le cobraban demasiado. Ante ese comentario, Baltar solo pudo darle la respuesta que parece estipulada por ley: “Es que es lo que tiene El Corte Inglés [...], que tienen de todo pero es un poco más caro”.
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