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El inesperado giro feminista en la historia de los grandes almacenes

El sonido del escaparate roto se parecía mucho al de la libertad para las feministas victorianas. Esa pared de cristal transparente era peor que una frontera entre las clases sociales, porque dejaba al aire sus lujosas vergüenzas y se las restregaba a quienes no tenían ni para hilo de coser. Por eso, el primero de marzo de 1912, las sufragistas inglesas del ala radical hicieron añicos cuatrocientas tiendas de la calle Oxford Street en Londres.

Pero las mujeres pobres no eran el mayor problema de los comerciantes de lujo. Sus “actos, no palabras” duraban hasta que la policía las metía en el calabozo junto a otras rasgadoras de cuadros. Las burguesas de clase alta, en cambio, fueron el mal endémico de los primeros centros comerciales y galerías metropolitanas. Estas Ladronas victorianas, que dan nombre al nuevo libro de Nacho Moreno Segarra, fueron tachadas de locas e histéricas por robar cuando sus maridos les consentían todos los caprichos.

A diferencia de las ladronas o vándalas de origen humilde, estas señoras no se podían permitir ir a la cárcel y manchar de esa forma su pedigrí. La justicia lo sabía y los maridos también. Por eso había un pacto no escrito para exculpar al hombre con el sólido argumento de que “los caballeros no actúan de tal modo”. Ellas quedaban así en manos de médicos especializados en “trastornos femeninos” que les diagnosticaban delirios relacionados con la menstruación.

“Pienso en ella como histérica, débil y desequilibrada, pero no como criminal”, escribía uno estos expertos decimonónicos sobre su paciente, la señora Castle, muy conocida entre los rotativos de la época.

Ella Castle, casada con un acomodado exportador de té, se desveló como una habilidosa cleptómana al ser cazada con un manguito de piel entre las faldas. La policía londinense encontró en el hotel del matrimonio todo un alijo de objetos unisex. Pero el señor Castle, como anticipando el rol de infantas y esposas de corruptos del PP, alegó no saber nada de los oscuros pasatiempos de su mujer. ¿Qué extraña brujería hacía actuar de tal forma a mujeres respetables en los grandes almacenes?

Cleptómanas y 'frotteurs'

Los fenómenos sociológicos que ocurrían dentro de un centro comercial fueron bien retratados en la literatura por Émile Zola. Un Edén sin Adán (Adanless Eden) donde se daban los peores instintos y quedaban suspendidos como en una bola de nieve. Todos esos estímulos, las telas brillantes, las joyas y los dulces, unidos a la “enfermedad pélvica” de la mujer, eran una bomba de relojería que fue descrita por el autor francés en El paraíso de las señoras.

“-¡Así que por eso aquí las mujeres tienen una mirada tan extraña! Me he estado fijando en esas expresiones glotonas avergonzadas de hembras en celo”, dice con vileza uno de los personajes de Zola.

Los primeros almacenes, como Le Bon Marché de París, fueron construidos por hombres para dinamizar un comercio que antes se daba en la intimidad de las casas. Las señoras nunca salían al exterior para elegir sus propias prendas, eran las prendas las que se desplazaban hasta su hogar. Pero de pronto las calles, reservadas hasta entonces para hombres y mujeres de baja moral o capacidad económica, se llenaron de presencia femenina.

Las mujeres controlaban el tráfico de las aceras y, como escribe Nacho Moreno en Ladronas victorianas, el window-shopping era también “fuente de poder y dominio espacial”.

Esto molestaba a los señores y comenzó a enfrentar a las mujeres de cualquier rango social a una realidad que solo sufrían las más pobres: el acoso sexual. La falta de seguridad en los centros comerciales dio alas a la cleptómana, pero también al frotteur, una nueva patología que describía a los hombres que frecuentaban lugares públicos para frotarse contra las clientas. Huelga decir que esta segunda dolencia no estaba tan estigmatizada como la primera. De hecho, junto al frotteur surgió el femenino palpeuse, solo que ella sentía placer al manosear telas y no a otro ser humano.

La inmensa mayoría de los textos de aquella época muestran con desprecio el acto de las compras. Citando a Andreas Huyssen, el ensayo de Moreno afirma que “el miedo a las masas en esta era de liberalismo crepuscular es casi siempre el miedo a la mujer, el miedo a la naturaleza fuera de control, el miedo al inconsciente y a la sexualidad”. ¿Qué otra cosa iba a llevar a una mujer a robar si no era el sexo? Los paraguas, lápices, y guantes “venían a amplificar la envidia del pene”, mientras que las lesbianas hurtaban cajas de música por sus “ansias de maniobrar con genitales femeninos”.

Sin embargo, las galerías comerciales, que empezaron como una trampa ostentosa para las victorianas ricas, terminaron siendo la excusa perfecta para exigir respeto en las calles y el derecho a moverse sin impedimentos por el centro de la ciudad.

Los cachivaches sufragistas

Nacho Moreno insiste en recordar a estas mujeres, las cleptómanas, las clientas, las dependientas y las sufragistas de la época como parte de la Modernidad. Ellas sacaron partido a este nuevo invento, el del comercio, y se hicieron un hueco inesperado e incómodo para sus coetáneos. La filosofía de la decoración de interiores, la disposición de los escaparates, los carteles coloridos y todo el márketing que rodeaba al consumismo fue tomado por las sufragistas en sus mítines y panfletos.

También lo que llama el merchandising sufragista, consistente en pañuelos, sombreros o broches que reportaban beneficios económicos a las organizaciones. Pero este consumismo también era considerado por muchas mujeres como un yugo patriarcal según el cual la mujer es un maniquí para ser decorado con fruslerías. Como rezaban sus tarjetas feministas de San Valentín: “Para mi querido Valentín/ Cupido no tiene idea/ de lo mucho que estoy oprimida/ yo, por ser líder del comité/ me veo obligada a vestir bien”.

Contradicciones que se trasladan a los verdaderos motivos de la cleptomanía. Para unos era una consecuencia más del consumismo despersonalizado, por la sensación de robar a un gran almacén y no a un pequeño comerciante. Otros lo consideraban un acto de rebeldía, ya que cuando los hombres robaban Estados o grandes fortunas eran aplaudidos por su inteligencia y, si una mujer robaba un manguito, era una enferma.

En Ladronas victorianas se recogen estos discursos y muchos más. Pero, sobre todo, Moreno descubre un nuevo discurso de género que surgió a raíz de la aparición de los grandes almacenes y que fue eclipsado por el de la gentrificación. A las mujeres ya no les bastaba con ser el “ángel del hogar”, ahora eran “árbitras del gusto por lo moderno” y de un estilo de vida no circunscrito a lo doméstico.

Este libro también es una oportunidad para descubrir a las cleptómanas silenciadas. Esas mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de contar sus propias historias porque hablaban a través de su psiquiatra y de sus maridos. Las que fueron tachadas de fanáticas y ninfómanas, sufrieron condenas en manicomios y, desde su celda, demostraron que la pasividad angelical estaba lejos de representar a la mitad de la población del planeta.