Angels, Patri, Marga y Nati viven juntas en un piso tutelado de la Barceloneta. Aunque las cuatro son reconocidas por la administración como discapacitadas intelectuales y llevan el mismo camisón de distintos colores, no todas tienen el mismo porcentaje de discapacidad, aunque esa misma administración que las “protege” las quiera homogeneizar desde su encierro domiciliario.
Una de sus técnicas infalibles es esterilizarlas “por su bien” -como hacen con el 90% de las mujeres con discapacidad-, ante lo que ellas se rebelarán en distintos grados. Cada una se expresa en primera persona en Lectura Fácil (Anagrama), de Cristina Morales (Granada, 1985), última novela ganadora del premio Herralde, para contar cómo viven, aman, se masturban e increpan a una sociedad que las confina bajo un halo de falsa integración.
Es complicado hablar en boca de una persona con discapacidad sin caer en la condescendencia. ¿Cómo evitaste caer en el prejuicio de que las personas “capacitadas” son la norma?
Ese proceso de deconstrucción había empezado antes. Ya había trabajado en talleres con compañeros que tienen lo que la administración llama discapacidad intelectual. Pero la primera vez que fui a un taller de danza, fuera de las instituciones, un ámbito que se presupone igualitario, se me cayó el alma a los pies. Supuestamente no es una compañía que tiene un primer bailarín y un segundo bailarín. No debería prevalecer la pericia sobre el hecho de crear juntos, ¿no?
Pues, desgraciadamente, me encontré otra cosa. Yo acudí leyendo los prospectos que vendían este tipo de horizontalidad, pero me encontré con todo lo contrario. Así que no he tenido que deconstruir tanto mi modo de acercarme a estas personas (aunque sigo siendo capacitista en muchos sentidos), como hacerlo con el discurso que hay alrededor de estas personas. Un discurso que ellas no han creado y que vende una igualdad ficticia en las artes y, en concreto, en la danza.
Has conseguido individualizarlas en lugar de sucumbir a ese espejismo de homogeneidad que se da desde el privilegio a los colectivos minoritarios. ¿Qué técnicas literarias usaste para ello?
Igualmente, me preocupaba más deconstruir el discurso y sus tornillos. Creo que la clave estaba ahí. Para empezar, porque los mimbres con los que se hace una novela es el lenguaje. Dar con una clave diferenciadora para cada una de las protagonistas, ya resolvía el problema de que todas parecieran iguales.
Es decir, hacerlas hablar diferente, ubicarlas en lugares diferentes (una está ante la jueza, otra está escribiendo sus memorias...) y hacerlas hablar en primera persona (tres de ellas, Marga es a la única que transcriben) es diferenciador de un modo instrumental. No he tenido que romperme la cabeza en ese sentido. Son recursos que están a mi alcance y al de cualquier escritor, no es necesario tener especial pericia.
Me he roto la cabeza en otras cosas: sobre cómo diferenciarlas en contenido. No solo en que una sea rubia y la otra pelirroja. Hay dos que hablan mucho, Nati y Patri, así que quería que Nati fuese la que teoriza y Patri la que habla desde un lugar mucho más coloquial. Nati ataca los mecanismos del poder y Patri los emula para intentar sacar algún beneficios.
¿Experimentar un poco más con el lenguaje habría sido un revulsivo para el lector? ¿O todo lo contrario? Al fin y al cabo, alguna es analfabeta y las otras dicen no manejar las normas lingüísticas puras.
La literatura ha dado buenos ejemplos de cómo representar a personajes con algún tipo de discapacidad a través de la desconexión. Pienso en el Benji, de El ruido y la Furia, y la estrategia de William Faulkner para reproducir el balbuceo. Me parecía que había algo más revulsivo que hacerlo balbucir, y era hacerlo razonar como un premio Nobel de Literatura o como un catedrático de física cuántica.
Y por otro lado está el género en el que escribe el personaje de Angels y que da título al libro: la lectura fácil. Acudir a ese estilo es ya, en general, un retorcimiento del lenguaje literario novelístico. Pero también lo es en el contenido: porque lo último que hace la lectura fácil es cuestionarse a sí misma. Además, la lectura fácil está escrita por personas consideradas por la administración públicas como capaces. Y la vuelta absoluta es que, en este caso, la escriba una persona discapacitada.
Es un método más cómodo para el lector porque no se enfrenta a los códigos de estas personas. ¿No temes que funcione como barrera y que anestesie su visión capacitista?
El lector me tendrá que decir cómo recibe la novela y en qué lugar le coloca. Pienso, ¿qué literatura me ha hecho a mí ver mis privilegios o el modo en el que infravaloro o paternalizo a personas tachadas de menos inteligentes? Pues, desgraciadamente, poca. Pero los ejemplos que he encontrado, como Los santos inocentes, de Delibes, o El tonto, muerto, bastardo e invisible, de Millás, son bastante revulsivos.
Incluso en el cine: Viridiana de Buñuel, donde unos señoritos acogen a unos pordioseros locos y les echan por tierra el banquete, es una obra iluminadora. La literatura ofrece la oportunidad de escribir desde una moral o una ética diferente a la hegemónica. Otra cosa es que el autor, la autora o el mercado estén interesados en tratar este tipo de temas.
Está en nuestra mano construir una moral diferente entorno a la capacidad y la discapacidad, que aquella que se da desde los lugares del poder, las instituciones y los medios de comunicación. Se puede generar malestar, igual que se puede hacer volar dragones.
Hablando de generar malestar, haces una crítica bastante dura a las bases del sistema de la seguridad social y a personas que normalmente se nos presentan como heroínas por tratar con colectivos en riesgo de exclusión. ¿Por qué?
Por una cuestión eminentemente práctica. Son cuatro protagonistas que discuten el lugar en el que las coloca la administración pública, y por tanto a las trabajadoras que están a su servicio. El protagonismo tenía que ser de ellas cuatro y hablar desde ese cuestionamiento.
Como escritora no me interesaba crear un discurso equilibrado entre las tutoras y las tuteladas, porque considero que las primeras, las que paternalizan a estas personas, ya tienen su foro de expresión. Su discurso es bien sabido por todos: son un grupo profesional necesario para cuidar a unas personas que según la ley son vulnerables. Aparece hasta en el BOE. No hace falta una novela que hable como el BOE y legitime esa parte.
En segundo lugar, no me interesan las novelas que buscan una ecuanimidad, sino las que llegan al fondo de una problemática y desgarran a los personajes en pos de su voz y de su visión del mundo.
Nos enseñan que la ecuanimidad es la base de la crítica constructiva. ¿En qué momentos es más útil una crítica destructiva?
Es totalmente así. Al final, lo que te dicen es que para ser crítico tienes que ser moderado, tibio y poner en valor todas las cosas que hay alrededor. Yo siempre insisto en que, cuando hablo de crítica destructiva, no me refiero a una crítica entre iguales o con quienes nos sentimos en una situación de horizontalidad real. Pero si la crítica va hacia aquellos que nos dominan, que en el caso de la novela son las tutoras, no puede ser ecuánime.
¿Cómo voy a tener yo las mismas herramientas para criticar que, por ejemplo, un partido político? Herramientas en términos prácticos (lugares, foros, voceros, medios de comunicación, popularidad). O las que tienen colectivos y personas desconocidas como las que se representan en la novela, que están en la base de la pirámide social.
De hecho, es tan desconocido que, como cuentas en la novela, pocos saben que al 90% de las mujeres con discapacidad intelectual se las esteriliza en contra de su voluntad. ¿Cómo llegaste a este dato?
Me enteré mientras estudiaba la carrera de Derecho. Al escribir el libro, retomé este conocimiento superficial que ya tenía del mundo de la incapacitación, leí más casos y buceé en la jurisprudencia. Luego ya, de modo sociológico, busqué estadísticas. El no tener derecho a decidir sobre sus bienes, sobre su persona, va de la mano del de no poder decidir sobre su cuerpo y sobre su sexualidad.
Se incapacita a una mujer con discapacidad intelectual cuando son mayores de edad y no están bajo la tutela de sus padres. ¿Supone que no puede mantener relaciones sexuales? Obviamente no. Pero pensemos el nivel de sometimiento de esa persona, si no ha podido decidir siquiera si hacerse una intervención quirúrgica, ¿cómo podría decidir con qué persona meterse en la cama? Es una fantasía.
Y hablo de mujeres, porque a los hombres con discapacidad intelectual no solo no se les esteriliza, sino que se les lleva de putas. Es una práctica muy habitual. Pero a ellas no se las lleva de putos.
¿Por qué crees que no se habla de esta doble discriminación?
No sé si llamarlo machismo, misoginia o un estado totalitario. Y es secreto. Menos mal que estos días, gracias al libro, la prensa se está haciendo un poco eco de esta realidad. De las esterilizaciones forzosas. Me sorprende cómo nadie sale a rebatirlo y a decir lo contrario en el mundo de la incapacidad. Será porque no pueden: primero, porque es indefendible y, luego, porque es verdad.
Tenemos que poner el dedo en la llaga sobre esta realidad con la que convivimos. Es una eugénesis propia del tiempo de los nazis. Hay mucha literatura jurídica donde los jueces se pelean porque algunos defienden que esa práctica debe desaparecer, porque es eugenésica, y otros que dicen que no, que se hace por el bien del menor o el incapaz. Vamos, que si no es eugenésica, entonces es paternalista.
Dices que te gusta escribir desde el desagrado y, en el libro, criticas mucho la falsa de integración de la izquierda. ¿Es lo que más te desagrada?
Sí, el paternalismo de la izquierda me desagrada mucho. Estoy preparada para que me digan: “qué coño sabrás sobre lo que es estar con estas personas” o “tú no sabes lo duro que es tener un hijo o una hija con discapacidad” o “si quieres que vengan, mételas en tu casa, como a los inmigrantes”. Bienvenidos sean esos ataques. Pero no es legítimo hacer del caso particular, o de una familia en concreto, un valor para toda una sociedad.
Su discurso pone de manifiesto que las personas con discapacidad efectivamente no salen del entorno familiar. Caen en su misma trampa. Si el juego de la integración, de la cual es adalid la última izquierda, es que estas personas tienen que salir a la calle, tener un puesto de trabajo y someterse a los mismos sometimientos que todos en el mundo laboral, ¿por qué no va a poder hablar una compañera de danza que trabaja con ellas en el espacio público?
Es más, esos ataques de los que hablas pertenecen a la retórica conservadora y neoliberal.
Hay una alianza entre ambas. Dentro del mundo de la discapacidad hay muchas voces discordantes. Y algunas, desde el mismo conservadurismo, se permiten la desfachatez de decir que controlan las vidas de estas personas. “Las controlamos desde la mañana a la noche y las tenemos medicalizadas para que no nos molesten”.
Hay un temor a que una persona con discapacidad salga a la calle, grite, ría, se bese, mee y cague. Hay un temor a encontrarse con esos seres en el espacio público. Esas personas son unos revulsivos que sencillamente la sociedad no está preparada para admitir. Llamaríamos a la policía.
Estas circunstancias, con estas personas en concreto, son un espejo de todas las miserias que tenemos como ciudadanos y como cívicos. Pone a todos los defensores del civismo entre la espada y la pared. ¿Qué haces con el que no han funcionado las medidas de integración y socialización? ¿Lo matas? No puedes, así que lo relegas a una institución. Por eso aún les hacen escribir la carta a los Reyes a ancianos de 80 años.
Creo que una sociedad se mide con cómo trata al porcentaje más ínfimo de minoría social. Y, con los discapacitados intelectuales, nuestra sociedad suspende. Debería haber un diluvio universal.