Antes de cumplir los 30, cuando se le preguntaba por las posibilidades de que el cine español llegase algún día a alguna parte, Luis Buñuel (1900-1983) se mostraba escéptico: “Ni las presiento. Quizá con el tiempo salga del paso lo mejor que pueda. Me parece esta una cuestión de clima, de historia, de raza, de geografía. Si me preguntaran en Norteamérica por las posibilidades de que los Estados Unidos lleguen a ocupar un alto puesto en el mundo de la pintura, respondería al instante: 'Nazcan ustedes como nosotros, españoles o italianos'”.
Para Buñuel el cine no fue arte, no al menos en el concepto tradicional de arte que se manejaba entonces. “Es una industria. Nace del estándar, de la división del trabajo”. ¿Y el arte te interesa?, le preguntaría Dalí, todavía su amigo antes de causarle problemas en EEUU por airear su anticlericalismo, el peor pecado para el imperio: “Nada, y aún menos el artista”.
Un mes después de hacer esas declaraciones, a principios de abril de 1929, Buñuel empezó a rodar Un perro andaluz, que se estrenó la noche del 6 de junio en el Studio des Ursulines de París junto a otro cortometraje de Man Ray. Para la ocasión llevaba los bolsillos llenos de piedras por si había que defenderse, o al menos eso quería él recordar, porque el poeta Louis Aragon lo desmentiría años después en entrevista con Max Aub: “Lo soñó”.
Como fuera, el selecto público de surrealistas y afines pronto se sintió hechizado por aquella navaja barbera que le abría los ojos de par en par a un cine venido del subconsciente, un cine nuevo y frontal que parecía determinado a lavarnos las costumbres de las propuestas comerciales, si bien en una entrevista concedida en 1935 a la revista Nuestro Cinema, el director sostendría que nunca consideró vanguardistas sus primeras películas y que a su parecer “casi todas las innovaciones de los films vanguardistas eran plagio de ciertos momentos de films americanos o alemanes comerciales”.
Prohibido asomarse al exterior
Después de Un perro andaluz, Buñuel se tiró el pisto de haber intentado quemar todas las copias: “Cuando muera espero que quemen todo lo que he hecho. Comparto los sentimientos del marqués de Sade. Quiero que me quemen y me arrojen a los cuatro vientos. Quiero desaparecer completamente, sin dejar rastro”.
Buñuel detestaba las entrevistas, tal vez porque su sordera las hacía incómodas, pero también, como apuntó en 1960 el crítico de la prestigiosa revista británica Sight & Sound, Derek Prouse, porque se trataba de la persona con menos afán de notoriedad de la industria cinematográfica. Lo suyo era el cine, no el circo, pero nobleza obliga y a alguna que otra se sometió, siempre echando hacia delante con disimulo el pabellón de su oído útil, el izquierdo, el que manda el diablo.
El arquitecto y ensayista canario Jorge Gorostiza ha recogido ahora algunas de aquellas palabras en Luis Buñuel. Vivo, por eso soy feliz, un librito de bolsillo de los que detienen las balas donde se traza el perfil pronto y parcial de un hombre del que solo un poco siempre fue mucho más. El punto de partida es su primera entrevista telefónica para la revista Popular Film, cuando el aragonés, de 28 años, todavía escribía crítica y trabajaba como ayudante de dirección en Francia para maestros como Jean Epstein.
El recorrido termina en la que mantuvo a los 72 con Ivonne Baby, redactora jefe de la sección de Cultura de Le Monde, a colación de El discreto encanto de la burguesía, con la que ganó el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. “Siempre voy a restaurantes vacíos aunque sean malos, los prefiero a esos restaurantes llenos en los que hay 40 personas esperando sonrientes, plácidas. (...) Vivo, por eso soy feliz. Pero me aíslo de lo que me ofrece la sociedad”, diría entonces.
El amor y la libertad
La voz gorda y ríspida de Buñuel, como la definía Cabrera Infante en 1957, en una conversación también incluida en el libro, va decantando la personalidad de su propietario a través del tiempo y siempre en torno a su profesión, el cine: “El representante más específico de nuestra época, nacido tan en función de sus necesidades espirituales como la catedral en la Edad Media. Pero si esta supone dolor, el cinema supone alegría”. Por eso para él la película perfecta era la cómica y norteamericana, “donde el elemento humano no tiene preponderancia sobre el natural”, y en esa frase enorme resumía toda una manera de pensar y proceder.
Buñuel iba muy poco al cine, una, dos, tres veces al año. A su decir, porque el cine le gustaba demasiado y tenía el mundo dividido en dos tipos de personas: las que ven películas y las que las hacen. Él siempre quiso formar parte del segundo grupo, y es bien sabido que a la hora de hacer películas lo preferible sería siempre no haber visto ninguna. “Me gustaría ser de nuevo analfabeto, para escapar de la cultura. Quizá he leído demasiado. Hay demasiados libros, demasiada charla, demasiadas opiniones sobre libros. Me siento un poco asfixiado, mi ideal teórico es regresar a la infancia, donde no hay lectura”.
Si algo caracterizó al león de Calanda durante sus ochenta y tantos años de vida fue la fidelidad a una mirada propia, autónoma, alegre e instintiva: “En mi actitud privada no he renunciado nunca a los principios de rebeldía, de inconformismo y de apoyo a todo lo que es un principio liberador”, decía en 1965. Habían pasado 30 años desde que se pronunciase sobre la posibilidad de dirigir películas abiertamente comerciales: “Si se sobreentiende una concesión a la consuetudinaria y un nuevo intento de embrutecimiento colectivo, me opongo resueltamente a dirigir tales producciones (...) pero realizar un film comercial, es decir, un film que ha de ser contemplado por millones de ojos y cuya línea moral sea prolongación de la que rige mi propia vida, es empresa que consideraré como una suerte el emprender”.
Gorostiza también transcribe en su libro la famosa entrevista que André S. Labarthe y Janine Bazin mantuvieron con el director en 1964 para su serie de televisión Cinéastes de notre temps, donde preguntado por cómo se definiría si tuviera que hacerlo, el autor de Nazarín, Viridiana, Los olvidados o El ángel exterminador respondía con un sentido común ejemplar y hoy fuera de norma: “¿Si tuviera que definirme? Saldría por la puerta sin decir una palabra”.