Tom Wolfe: Ahora estamos en Mi-ah-mii

Tom Wolfe

Anagrama Editorial —
  • Lee la introducción de Bloody Miami, el último libro de la leyenda del Nuevo Periodismo Tom Wolfe, editado en castellano por Alianza editorial

Ahora estamos en Mi-ah-mii

Tú...

Tú...

Tú... diriges mi existencia... Tú eres mi media naranja... mi Mackie Navaja; aquí, la agudeza consiste en que él quizá dirija uno de la media docena de periódicos más importantes de Estados Unidos, el Miami Herald, pero ella es quien lo dirige a él. Ella... lo dirige... a él. La semana pasada se le olvidó por completo llamar a Hotchkiss, el tutor del labio leporino retocado, al colegio donde estaba interno su hijo Fiver, y Mack, su media naranja, su Mack Navaja, se molestó con toda razón..., pero luego le cantó esa cancioncilla suya con la música de «You Light Up My Life». Tú... diriges mi existencia... Tú eres mi media naranja, mi Mack Navaja, y ella, muy a su pesar, sonrió, y la sonrisa le cambió el estado de ánimo, que era el de estoy harta de ti y de tus frívolas manías. ¿Podría dar resultado otra vez..., ahora? ¿Se atrevería a intentarlo de nuevo?

De momento Mack era la que estaba al mando, conduciendo su flamante y adorado Mitsubishi Green Elf, híbrido y absurdamente pequeño, un vehículo chic y refinado desde el punto de vista de la moral de esta época. Merodeando entre las compactas hileras de coches estacionados en doble fila, retrovisor contra retrovisor, por la parte trasera de Balzac’s, el local nocturno que este mes era el más importante del siglo, un poco más allá de Mary Brickell Village, buscaba en vano un sitio para aparcar. Ella iba al volante de su coche. Estaba molesta también ahora –sí, de nuevo con razón– porque esta vez, debido a sus frívolas manías, se les había hecho tarde para llegar a tiempo al Balzac’s, de manera que insistió en conducir su Green Elf hacia ese restaurante de última moda, tan en la onda. Si hubieran ido en su BMW, con él al volante, no habrían llegado en la vida, porque iba muy despacio y era un conductor prudente hasta la exasperación..., y él se preguntó si realmente no había querido decir tímido y poco viril. En cualquier caso, ella asumió el papel masculino, el Elf voló hacia el Balzac’s como alma que lleva el diablo, y aunque habían llegado bien, Mack no estaba contenta.

A diez metros sobre la entrada del restaurante había un enorme disco compacto, de metro y medio de diámetro y cincuenta centímetros de grosor, con un grabado del busto de Honoré de Balzac «inspirado» –como llaman hoy los artistas al robo artístico– en el famoso daguerrotipo de aquel fotógrafo de un solo nombre, Nadar. Se habían desviado los ojos de Balzac para que mirasen directamente a la cara de los clientes, dándole un respingo a las comisuras de los labios para crear una gran sonrisa, pero el «inspirado» era un escultor de talento, con lo que había instalado una luz interior que difundía un resplandor dorado por la enorme losa transparente, cosa que tenía encantado a tout le monde. La iluminación del aparcamiento, sin embargo, era deplorable. En lo alto de los postes, las farolas creaban un tenue crepúsculo eléctrico, dando a las hojas de las palmeras un color amarillento como el pus. «Un color amarillento como el pus»: ahí lo tenía. Ed se sentía mal, abatido, deprimido..., allí sentado con el cinturón puesto en el asiento del pasajero, que tenía que echar del todo hacia atrás para que le cupieran las largas piernas en aquel vehículo tan verdecito y chiquitín, el Green Elf, orgullo de la ecologista Mack. Se sentía como una rosquilla, como la rueda de repuesto de juguete que el Elf llevaba para una emergencia.

Mack, una chica corpulenta, acababa de cumplir los cuarenta. Ya era grandota cuando la conoció en Yale dieciocho años atrás..., huesos grandes, hombros anchos, alta, uno setenta y siete, en realidad..., delgada, ágil, fuerte, más que atlética..., alegre, rubia, llena de vida... ¡Sensacional! ¡Absolutamente preciosa, esa grandullona suya! En la legión de chicas sensacionales, sin embargo, las grandullonas son las primeras en cruzar esa frontera invisible detrás de la cual lo mejor que pueden esperar es ser «una mujer guapísima» o «muy atractiva, la verdad». Mack, su media naranja, su Mack Navaja, había cruzado esa línea.

Ella emitió un suspiro tan profundo, que acabó expeliendo el aire entre los dientes.

–Lo menos que se podía esperar de un restaurante así es que tuviera servicio de aparcamiento. Ya es bastante caro.

–Cierto –repuso él–. Tienes razón. Joe’s Stone Crab, Azul, Caffe Abbracci..., ¿y cómo se llama ese restaurante del Setai? En todos hay aparcacoches. Tienes toda la razón.

Tu visión del mundo es mi Weltanschauung. ¿Qué te parece si hablamos de restaurantes?

Una pausa.

–Espero que sepas que llegamos muy tarde, Ed. Son las ocho y veinte. Con lo que ya llevamos veinte minutos de retraso, todavía no hemos encontrado sitio para aparcar y ahí dentro hay seis personas esperándonos...

–Bueno, no sé qué más... Ya he llamado a Christian...

–... y se supone que el anfitrión eres tú. ¿Te das cuenta de eso? ¿Se te ha ocurrido siquiera pensarlo?

–Bueno, he llamado a Christian y le he dicho que pidieran algo de beber. Puedes estar segura de que Christian no pondrá objeciones a eso, y Marietta tampoco. Marietta y sus cócteles. Aparte de ella, no conozco a nadie que pida cócteles.

¿O qué tal una observación de pasada sobre los cócteles o sobre Marietta, o sobre las dos cosas?

–De todos modos... no está bien, tener a alguien esperando así. O sea, Ed..., lo digo en serio, de verdad. Es tan frívolo que no lo puedo soportar.

¡Ahora! ¡Ésa era su oportunidad! ¡La grieta en el muro de palabras que estaba esperando! ¡Una brecha! Arriesgado, pero... y afinando, casi sin desentonar, se puso a cantar:

«Tú...

»Tú...

»Tú... diriges mi vida... eres mi media naranja, mi Mackie Navaja...»

–Eso no parece servirme de mucho, ¿verdad? –dijo ella, moviendo la cabeza de un lado a otro.

¡No importa! ¿Qué era eso que asomaba tan pícaramente en sus labios? ¿Una sonrisa, una pequeña y renuente sonrisa? ¡Sí! Estoy harta de ti empezó inmediatamente a disolverse una vez más.

Iban por la mitad del aparcamiento cuando aparecieron dos personas frente a los faros, que avanzaban hacia el Elf en dirección al Balzac’s... Dos chicas, de pelo negro, charlando animadamente, que por lo visto acababan de aparcar el coche. No podían tener más de diecinueve o veinte años. Las chicas y el Elf en marcha se aproximaban rápidamente. Llevaban vaqueros con la cintura peligrosamente cerca del monte de Venus, las perneras cortadas hasta... ahí..., prácticamente hasta los bolsillos traseros, y los bordes deshilachados. Sus jóvenes piernas eran tan largas como las de las modelos, porque además llevaban brillantes tacones de por lo menos quince centímetros. Parecían de vidrio acrílico o algo así. Cuando les daba la luz despedían un translúcido brillo dorado. Tenían los ojos tan maquillados que parecían flotar en cuatro charcos negros.

–Vaya, qué atractivas –murmuró Mack.

Ed no podía quitarles la vista de encima. Eran latinas –y aun siendo incapaz de explicar por qué lo sabía, tampoco ignoraba que latina y latino eran términos españoles que sólo existían en Estados Unidos–, sí, eran unas horteras, de acuerdo, pero la ironía de Mack no cambiaba las cosas. ¿Atractivas? ¡«Atractivas» apenas empezaba a describir las sensaciones que le producían! ¡Esas largas y tiernas piernas de las dos chicas! ¡Esos shorts tan breves y menuditos! Tanto, que podían quitárselos de un tirón. En un momento podrían quedarse con los pequeños y suculentos lomos al aire, dejando al descubierto las pequeñas y perfectas magdalenas de las nalgas... ¡sólo para él! ¡Y eso era evidentemente lo que querían! ¡Sentía cómo esa tumescencia para la que viven los hombres se insinuaba bajo los ajustados calzoncillos blancos! ¡Oh, inefables cochinas!

Cuando Mack las pasó despacio, una de las cochinas señaló al Green Elf, y las dos se echaron a reír. Conque risas, ¿eh? Por lo visto no sabían apreciar lo exclusivo que era el Green... ni lo de moda que estaba, ni lo guay que era el Elf. Ni mucho menos podían imaginarse que el Elf, con todas las opciones y accesorios del Green, como aquél, y sus esotéricos indicadores medioambientales, más el radar ProtexDeer..., imposible que concibieran que aquel pequeño elfo de coche llegara a costar 135.000 dólares. Habría dado cualquier cosa por saber lo que estaban diciendo. Pero allí, dentro del cascarón del Elf, con sus ventanas termoaislantes de cristal Lexan, puertas y paneles de plástico reforzado con vidrio, aire acondicionado reciclable por evaporación de la temperatura ambiente, no llegaba ningún ruido del exterior. ¿Hablaban siquiera en inglés? Movían los labios de la forma en que normalmente se hace cuando se habla inglés, decidió el gran lingüista audiovisionario. Tenían que ser latinas. ¡Oh, inefables y cochinas latinas!

–¡Santo Dios! –exclamó Mack–. ¿De dónde sacan esos tacones que se iluminan así? –¡Un tono de voz corriente y normal! Ya no estaba molesta. ¡Se había roto el maleficio!–. He visto esos extraños palotes de luz cuando pasábamos por Mary Brickell Village –prosiguió ella–. No tenía idea de lo que eran. El barrio entero parecía una feria, todas aquellas llamativas luces al fondo con esas chicas bajitas que van de juerga medio desnudas tambaleándose sobre esos tacones... ¿Crees que es una moda cubana?

–No sé –contestó Ed.

Sólo eso, porque había vuelto la cabeza tanto como podía, para echarles un último vistazo por detrás. ¡Pequeñas y perfectas magdalenas! Ya veía los lubricantes y espiroquetas fluyendo por la entrepierna de sus shorts tan breves y menuditos! ¡Pequeños shorts breves y menuditos! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Ahí lo tenía, sexo en Miami, subido en dorados tronos de vidrio acrílico!

–Bueno –dijo Mack–, lo único que se me ocurre es que Mary Brickell debe estar escribiendo una carta al director desde la tumba.

–Oye, Mack, me gusta eso. ¿Te he dicho alguna vez que eres muy ingeniosa cuando te da por ahí?

–No. Se te habrá olvidado, probablemente.

–¡Pues lo eres! ¡«Escribir una carta al director desde la tumba»! Te lo aseguro. Preferiría con mucho recibir una carta de Mary Brickell desde dos metros bajo tierra antes que las de esos maníacos que me suelen escribir... y van por ahí echando espumarajos por la boca. –Soltó una carcajada artificial–. Tiene mucha gracia, Mack.

Ingenio. ¡Buen tema! Excelente. O bien: oye, vamos a hablar de Mary Brickell, del Mary Brickell Village, cartas al director, zorrillas con tacones fosforescentes, de cualquier puñetera cosa, con tal de que no pongas cara de Estoy harta.

Como adivinándole el pensamiento, Mack torció la boca hacia un lado en una sonrisa dudosa –aunque sonrisa de todos modos, gracias a Dios–, y dijo:

–Pero de verdad, Ed, llegar tan tarde, tenerlos a todos esperando, está realmente ma-a-a-al. Es una grosería, no está nada bien. Es tan frívolo. Es... –hizo una pausa– es... es... de lo más indolente.

¡Ah, ah! Frívolo, ¿eh? ¡Por Dios santo, y además indolente! Por primera vez en aquella lúgubre excursión, a Ed le dieron ganas de reír. Eran dos de las palabras de Mack en su condición de wasp, es decir, blanca, anglosajona y protestante. En todo el condado de Miami-Dade, en el Greater Miami, incluyendo desde luego Miami Beach, sólo los miembros de esa tribu, cada vez más mermada y en peligro de extinción a la que ambos pertenecían, los wasps, utilizaban los términos frívolo e indolente sin tener la menor idea de su exacto significado. Sí, él también era miembro de ese género moribundo, el Blanco, Anglosajón y Protestante, pero era Mack quien verdaderamente abrazaba la fe. No la fe religiosa protestante, huelga decir. Ni en el Este ni en la Costa Oeste de Estados Unidos, nadie que aspirase siquiera a un mínimo refinamiento profesaba ya religión alguna, y desde luego nadie que se hubiera licenciado en Yale, como Mack y él. No, Mack era un ejemplar de esa especie en sentido moral y cultural. Era la wasp que no soportaba la ociosidad ni la indolencia, la antesala de la frivolidad y la pereza. La ociosidad y la indolencia no representaban simplemente el derroche y la falta de discernimiento. Eran algo inmoral. El abandono. Un pecado contra el propio ser. No soportaba estar tumbada al sol, por ejemplo. En la playa, si no había nada mejor que hacer, organizaba caminatas. ¡Arriba! ¡Todo el mundo! ¡Venga! ¡Vamos a dar un paseo de siete kilómetros por la playa, una hora, por la arena! ¡Eso sí que era un logro! En resumen, si Platón consiguiera convencer a Zeus –Platón presumía de creer en Zeus– de que lo reencarnase para volver a la tierra a buscar el tipo ideal de mujer blanca, anglosajona y protestante, vendría aquí, a Miami, y escogería a Mack.

Sobre el papel, Ed también era el tipo ideal de esa especie. Hotchkiss, Yale..., uno ochenta y nueve de alto, delgado, larguirucho más bien..., pelo castaño claro, abundante pero salpicado con destellos de gris... que parecía tweed Donegal, ese pelo suyo..., y por supuesto ahí estaba su nombre, su apellido, que era Topping. Él mismo se daba cuenta de que Edward T. Topping IV era blanco, anglosajón y protestante al máximo, hasta el punto de la sátira. Ni siquiera a esos incomparables y encopetados inventores del esnobismo, los británicos, les ha dado por los III, IV, V y esporádicos VI con los que uno se topa a lo largo y ancho de Estados Unidos. Por eso, a su hijo Eddie, el V, todo el mundo empezó a llamarle Fiver, es decir, «Billete de Cinco». Su nombre completo era Edward T. Topping V. El V también era bastante raro. Todo norteamericano que llevara en su nombre el III o un número más alto era blanco, anglosajón y protestante o tenía padres que deseaban fervientemente que lo fuese.

Pero por Dios bendito, ¿qué hacía un wasp, un alma perdida de una especie moribunda, dirigiendo el Miami Herald con un nombre como Edward T. Topping IV? Había asumido el puesto sin tener la menor idea. Cuando el Loop Syndicate compró el Herald a la McClatchy Company y le ascendió de pronto de redactor jefe de la sección de opinión del Chicago Sun-Times a director del Herald, sólo se hizo una pregunta. ¿Qué repercusión tendría eso en la revista de antiguos alumnos de Yale? Eso fue lo único que le hizo mella en el hemisferio izquierdo del cerebro. Ah, sí, el departamento de investigación del Loop Syndicate trató de suministrarle información. Lo intentaron. Pero en cierto modo todo lo que llegaron a explicarle de la situación en Miami flotó sobre las áreas de Broca y Wernicke de su corteza cerebral... disipándose como niebla temprana. ¿Era Miami la única ciudad del mundo en la que más de la mitad de los ciudadanos eran inmigrantes recientes, es decir, de los últimos cincuenta años...? Hmmm... ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Y acaso un sector de esa inmigración, el cubano, tenía el control político de la ciudad: alcalde cubano, jefes de departamento cubanos, polis cubanos, polis cubanos y más polis cubanos, cubanos el sesenta por ciento del cuerpo más un diez por ciento de otros latinos, dieciocho por ciento de negros norteamericanos y sólo un doce por ciento de anglos? ¿Y no podía desglosarse la población más o menos de la misma forma...? Hmmm..., interesante, no cabe duda..., sea lo que sea lo que signifique «anglos». ¿Y ocupaban los cubanos y otros latinos una posición tan dominante que el Herald hubo de crear una edición en español enteramente aparte, El Nuevo Herald, con su propia plantilla cubana, para reducir los riesgos al mínimo...? Hmmmm... Eso ya lo sabía, más o menos. ¿Y no guardaban rencor los negros norteamericanos a los polis cubanos, que parecían haber caído del cielo –tan de repente se habían materializado– con el único propósito de avasallar a la gente de color...? Hmmm..., figúrate. E intentó imaginárselo... durante cuatro o cinco minutos... antes de que la cuestión se desvaneciera a la luz de una indagación que parecía sugerir que la revista de antiguos alumnos iba a mandar a su propio fotógrafo. ¿Y acaso no había llegado a Miami una avalancha compuesta por decenas de miles de haitianos, contrariados por el hecho de que el gobierno estadounidense regularizaba inmigrantes cubanos ilegales en un abrir y cerrar de ojos mientras que a ellos no les dejaba un momento en paz...? Y ahora venezolanos, nicaragüenses, puertorriqueños, colombianos, rusos, israelíes... Hmmmm..., ¿en serio? Tendré que acordarme... ¿Pueden repetirme todo eso...?

Pero el objeto de la reunión informativa, intentaron explicarle delicadamente, no era el de determinar todos esos roces y tensiones como fuente de noticias en la Ciudad de la Inmigración. Oh, no. Se trataba de animar a Ed y a su personal a «hacer concesiones» y poner de relieve la Diversidad, que era algo positivo, incluso más bien noble, y no las disensiones, cosa de la que todos podíamos prescindir. Lo que se pretendía era indicar a Ed que debía tener cuidado para no suscitar el antagonismo entre cualquiera de aquellas facciones... Debía «mantener un continuo equilibrio» durante este periodo en el que la empresa se empeñaría a fondo para «ciberizar» el Herald y El Nuevo Herald, liberándolos de la vieja y nudosa garra de la letra impresa para convertirlos en pulcras publicaciones del siglo XXI. El trasfondo era: Mientras tanto, si los chuchos se ponen a gruñir, ladrar y destriparse mutuamente a mordiscos..., celebra la Diversidad que ello supone y procura blanquearles los dientes.

Eso fue hace tres años. Como no había prestado verdadera atención a las explicaciones, al principio Ed no se enteraba de nada. Tres meses después de asumir el puesto de director, publicó la primera parte de un reportaje de un joven periodista con mucha iniciativa sobre la misteriosa desaparición de 940.000 dólares que el gobierno federal había asignado a una organización anticastrista de Miami, con objeto de emitir programas de televisión a Cuba en directo y a prueba de interferencias. No se demostraron errores en el reportaje, ni se le puso seriamente en cuestión. Pero suscitó tal aullido en la «comunidad cubana» –consistiera eso en lo que consistiera– que Ed sintió la conmoción hasta en los dedos meñiques de los pies, encogidos dentro de los zapatos. «La comunidad cubana» sobrecargó el teléfono, la capacidad del fax, el correo electrónico, el sitio web del Herald y las oficinas de Chicago del Loop Syndicate, colapsando todas las líneas. Durante días se congregaron multitudes frente al edificio del Herald, gritando, cantando, pitando, enarbolando pancartas estampadas con expresiones tales como ACABEMOS CON LAS RATAS ROJAS... ¡HERALD: FIDEL, SÍ! ¡PATRIOTISMO, NO!... BOICOT AL HABANA HERALD... EL MIAMI HEMORROIDES... MIAMI HERALD: PUTA DE CASTRO... Una incesante descarga de insultos en la radio y la televisión en español calificaba a los nuevos dueños del Herald, el Loop Syndicate, de infeccioso virus de «extrema izquierda». A las órdenes de los nuevos comisarios políticos, el Herald se había convertido ahora en un nido de «intelectuales de la izquierda radical», y el nuevo director, Edward T. Topping IV, era un «inocentón, compañero de viaje del fidelismo». Unos blogs calificaban al industrioso joven que escribió el reportaje de «comunista comprometido», mientras por todo Hialeah y Little Havana circulaban panfletos y carteles con su fotografía, dirección y números de teléfono, del móvil y del fijo, con el encabezamiento de SE BUSCA POR TRAICIÓN. Recibió amenazas de muerte, contra él, su mujer y sus tres hijos como si fueran ráfagas de ametralladora. La respuesta de la empresa, leída entre líneas, etiquetó a Ed de estúpido arcaizante, canceló la segunda y tercera parte del reportaje, le dio instrucciones de que no se ocupara en absoluto de los grupos anticastristas, siempre y cuando la policía no los inculpara formalmente de asesinato, incendio provocado o atraco a mano armada que ocasionara heridas graves a las personas, y rezongó por los gastos de realojar al periodista y su familia –cinco personas– en un piso franco durante seis semanas y, peor aún, por tener que pagar los guardaespaldas.

Eso hizo que Edward T. Topping IV aterrizara en medio de una reyerta callejera en un platillo volante procedente de Marte.

Entretanto, Mack había llegado al final de la calle y surcaba la siguiente con el Green Elf.

–¡Eh, tú...! –exclamó, reduciendo la velocidad, sin saber cómo insultar exactamente al malhechor que tenía delante. De pronto se encontraban detrás de un enorme Mercedes, aunque quizá fuese un Maybach, que destellaba en el enfermizo crepúsculo eléctrico con su color canela, ese marrón europeo con tanto estilo... circulando despacio en busca de una plaza de aparcamiento. Evidentemente, si surgía alguna, el Mercedes llegaría primero.

Mack redujo aún más la marcha para ampliar la distancia entre ambos vehículos. En ese preciso momento oyeron que un coche aceleraba como un loco. Por el ruido, el conductor tomaba tan deprisa la pronunciada curva entre las dos calles, que las ruedas chirriaban como si las estuvieran matando. Ahora se aproximaba a ellos a una velocidad temeraria. Sus faros inundaron el interior del Green Elf.

–¿Quiénes son esos idiotas? –dijo Mack, casi gritando.

Ed y ella se prepararon para una colisión por detrás, pero el coche frenó en el último momento y se detuvo a apenas dos metros de su parachoques trasero. El conductor, nada contento, hizo rugir el motor pisando a fondo dos o tres veces.

–Pero ¿qué quiere hacer ese loco? –dijo Mack–. ¡No hay sitio para pasar, aunque yo quisiera dejarlo!

Ed se volvió en el asiento para echar una mirada al infractor.

–¡Qué fuertes son esos faros, por Dios! Lo único que distingo es una especie de descapotable. Creo que conduce una mujer, pero no estoy seguro.

–¡Zorra maleducada! –exclamó Mack.

Entonces... Ed no daba crédito a sus ojos. Justo enfrente aparecieron dos luces rojas entre la muralla de coches que se alzaba a su derecha. ¡Luego la luz del freno de la luna trasera! Tan alta, esa última, que el vehículo debía de ser un Escalade o un Denali, algún monstruoso monovolumen, en cualquier caso. ¿Era posible... que alguien fuera a salir de aquellos impenetrables muros de chapa?

–No me lo creo –dijo Mack–. No me lo voy a creer hasta que lo vea salir de ahí. Es un milagro.

Como un solo ser, Ed y Mack siguieron mirando al frente para ver si la competencia, el Mercedes, se había fijado en las luces y empezaba a dar marcha atrás para reclamar el espacio. Gracias a Dios, el Mercedes... sin luz de frenos... seguía circulando... ya estaba casi al final de la calle... completamente ajeno al milagro.

Despacio, el vehículo salía en marcha atrás del muro de coches... una enorme cosa negra... ¡descomunal!... despacio, despacio... Era un monstruo llamado Annihilator. Chrysler empezó a fabricarlo en 2011 para competir con el Cadillac Escalade.

Los molestos faros del coche que tenían detrás empezaron a retirarse del interior del Elf, hasta que desaparecieron bruscamente. Ed volvió la vista. El conductor del descapotable había dado marcha atrás y estaba cambiando de sentido. Ahora Ed alcanzaba a ver con más claridad. Sí, lo conducía una mujer, de pelo negro, joven, a lo que parecía, y el descapotable –¡la leche!– ¡era un Ferrari 403 blanco!

Ed señaló hacia la luna trasera y dijo a Mack:

–Esa zorra maleducada tuya se marcha. Está girando en redondo para volver por la calle. ¡Y nunca adivinarías el coche que lleva..., un Ferrari 403!

–¿Lo que significa...?

–¡Ese coche cuesta doscientos setenta y cinco mil dólares! Tiene cerca de quinientos caballos. En Italia son de competición. Publicamos un reportaje sobre el Ferrari 403.

–Pues recuérdamelo, que no dejaré de leerlo –repuso Mack–. En este momento lo único que me importa del maravilloso coche es que la zorra maleducada se ha ido con él.

A su espalda se elevó el omnívoro rugido del maravilloso automóvil y luego el agudo chirrido de las ruedas mientras la conductora quemaba goma al volver por donde había venido.

Lentamente... pesadamente... el Annihilator salía en marcha atrás. Laboriosamente... firmemente... su colosal trasero negro empezó a girar hacia el Green Elf para enderezarse y dirigirse a la salida. Parecía un gigante que devorase Elfos Verdes como manzanas o barritas energéticas integrales. Teniendo evidentemente esa misma sensación, Mack dio marcha atrás para dejar al gigante todo el sitio que le hiciera falta.

–¿Te has fijado alguna vez –preguntó Ed– en que la gente que compra esos trastos no sabe conducirlos? Todo les cuesta una eternidad. No serían capaces ni de conducir una furgoneta.

Ahora, por fin, ponían los ojos en lo que se había convertido en un punto geográfico de carácter casi mítico... una plaza de aparcamiento.

–Vale, grandullón –dijo Mack, refiriéndose al Annihilator–, vamos a calmarnos y a salir de una vez.

En cuanto dijo «salir», el arrollador rugido mecánico de un motor de combustión interna a gran velocidad y un colérico chirrido de neumáticos se elevaron por el otro extremo de la calle. Santo Dios... un vehículo que iba acelerando a la misma velocidad que el Ferrari 403 pero viniendo en sentido contrario. Con la masa del Annihilator tapándoles la vista, Ed y Mack no sabían lo que pasaba. En una fracción de segundo la aceleración se hizo tan ruidosa, que el vehículo había de estar prácticamente encima del Annihilator. El claxon y las luces de freno del Annihilator gritaaaando en rojo... neumáticos chirriaaaando... el vehículo que venía en dirección contraria giraaaando para no chocar de frente con el Annihilator... blanco borrrroso coronado por borrrrosas y diminutas fraaaanjas negraaaas a la derecha de Ed frente al Annihilator... introduciéndose a toda velocidad en la milagrosa plaza de aparcamiento... dejáaaaandose un montón de goma mientras frenaba en seco ante los mismos ojos de Ed y Mack.

Conmoción, perplejidad y –¡chachán!– su sistema nervioso central se inundó de... humillación. El borrón blanco era el Ferrari 403. La pequeña mancha negra, el pelo de la zorra maleducada. Lo comprendieron antes de lo que se tarda en decirlo. En cuanto cayó en la cuenta de que se abría un hueco la zorra maleducada dio media vuelta, se lanzó a toda velocidad en sentido contrario, fue sorteando la muralla de coches, aceleró en dirección contraria por la otra calle, zigzagueó entre las filas de coches por la zona de la salida, vino acelerando por su calle en sentido contrario, giró por delante del Annihilator, y entró como una bala en la plaza recién liberada. ¿Para qué, si no, servía un Ferrari 403? ¿Y qué podía hacer un vehículo humanitario y pasivo como el Green Elf sino buenas obras para el Planeta Tierra, tan maltrecho, y tomárselo todo como un hombre... o como un elfo?

El Annihilator dio a la zorra maleducada un par de coléricos toques con el claxon antes de embocar la calle y dirigirse, según todos los indicios, a la salida. Pero Mack no se movió. No iba a ninguna parte. Estaba furiosa, lívida.

–¡Vaya con la zorra! –exclamó–. ¡Con esa zorra descarada y asquerosa!

Diciendo eso, avanzó un poco y puso el Green Elf justo detrás del Ferrari, que se había detenido a su derecha.

–¿Qué haces? –preguntó Ed.

–Si cree que va a salirse con la suya –le advirtió Mack–, ya puede ir pensando en otra cosa. ¿Quiere jugar? Pues, bueno, vamos a jugar.

–¿Qué quieres decir? –inquirió Ed.

Mack tenía en las mandíbulas una inconfundible expresión de blanca, anglosajona y protestante. Ed sabía lo que aquello significaba. Quería decir que la transgresión de la zorra maleducada no obedecía sólo a malos modales. Sino que también era un acto pecaminoso.

Ed sintió que el corazón le latía más rápido de lo habitual. No era dado a las confrontaciones físicas ni a mostrarse colérico en público. Además, era el director del Herald, el representante en Miami del Loop Syndicate. Cualquier cosa en la que se viera envuelto públicamente se exageraría cien veces.

–¿Qué vas a hacer? –Se dio cuenta de que de pronto se le había puesto la voz tremendamente ronca–. Creo que no merece la pena... –No sabía cómo acabar la frase.

De todos modos Mack no le prestaba atención. Tenía los ojos clavados en la zorra maleducada, que en ese momento bajaba del descapotable. Sólo la veían de espaldas. Pero en cuanto empezó a volverse, Mack pulsó el botón que abría la ventanilla del pasajero y, agachando la cabeza, se inclinó frente a Ed para mirar a la mujer directamente a la cara.

En cuanto la mujer acabó de volverse, dio un par de pasos y se detuvo al ver que el Elf casi la acorralaba contra el muro de coches. Y entonces, Mack se lo soltó:

–ME HA VISTO USTED ESPERANDO A QUE SE QUEDARA LIBRE ESTE SITIO, ¿ASÍ QUE NO SE QUEDE AHÍ PLANTADA HACIENDO COMO SI NO SE HUBIERA ENTERADO! ¿DÓNDE HA APRENDIDO...

Ed ya había oído gritar a Mack, pero nunca así de alto ni con tanta furia. Se asustó. Inclinada hacia la ventanilla de aquella forma, tenía la cara a sólo unos centímetros de la suya. La Chica Alta se aprestaba al ataque con la actitud justiciera de los wasps, y se iba a armar un buen follón.

–... ESOS MODALES, DE LAS HURRICANE GIRLS?

Las Hurricane Girls eran una notoria banda de delincuentes, compuesta principalmente por chicas negras procedentes de un campamento de refugiados del Huracán Fiona, que habían perpetrado una serie de robos y atracos un par de años atrás. Lo que le faltaba. «La mujer del director del Herald suelta una diatriba racista» –él personalmente podría escribir el artículo–, y en el mismo momento vio que la zorra maleducada no procedía de una banda de delincuentes negras ni nada parecido. Era una mujer joven y atractiva, y no sólo eso sino que tenía estilo, era elegante, y rica, si es que Ed sabía algo de eso. Llevaba el pelo negro con la raya en medio... kilómetros de pelo... que le caían en una recta cascada antes de fracturarse en grandes ondas espumosas al tocarle los hombros... y una fina cadena de oro en torno al cuello... cuyo colgante en forma de lágrima condujo la mirada de Ed hacia la división de dos jóvenes pechos que ansiaban escapar del ajustado vestido de seda, blanco y sin mangas, que hasta cierto punto los oprimían, para rendirse luego y acabar a medio muslo sin tratar de inhibir unas piernas perfectamente formadas, muy bronceadas, que se alargaban lujuriosamente a un kilómetro por encima de unos zapatos blancos de cocodrilo cuyos altos tacones la elevaban al cielo, mientras Venus gemía y suspiraba. Llevaba un pequeño bolso de piel de avestruz. Ed ignoraba cómo denominar aquel atuendo, pero por las revistas sabía que en aquel momento estaba muy à la mode y era muy caro.

–¿... Y ACASO TIENE LA MENOR IDEA DE LO CHAPUCERA Y DESAGRADABLE LADRONA QUE ES USTED?

–Vamos, Mack –dijo Ed, sotto voce–. Olvidémoslo. No vale la pena.

Lo que quería decir era: «Alguien puede darse cuenta de quién soy.» Por lo que a Mack concernía, sin embargo, él ni siquiera se encontraba allí. Sólo estaban ella y la zorra maleducada que la había ofendido.

Ante la arremetida de Mack, la preciosa zorra maleducada no retrocedió un centímetro ni dio la más leve muestra de intimidación. Se quedó allí plantada, ladeando las caderas, con los nudillos de una mano apoyados en la cadera más elevada y el codo echado hacia delante todo lo que podía, una postura condescendiente que, junto a la sugerencia de una sonrisa en los labios, equivalía a decir: «Mira, tengo prisa y me estás cortando el paso. Te ruego que pongas fin a tu tormenta en un vaso de agua... ya mismo.»

–... DEME SÓLO UNA RAZÓN...

Lejos de achicarse ante la ofensiva de Mack, la preciosa zorra maleducada dio otros dos pasos hacia el Green Elf, inclinó la cabeza para mirarla a los ojos y, sin alzar la voz, dijo en inglés:

–¿Por qué escupes al hablar?

–¿QUÉ DICE?

La zorra maleducada dio otro paso al frente. Ahora estaba a un metro del Elf... y del asiento de Ed. Esta vez en tono más alto y con los ojos aún clavados en los de Mack, dijo:

–¡Mírala! Abuela, escupes al hablar como una perra sata rabiosa con la boca llena de espuma, y le estás salpicando a tu pendejoncito allí. ¡Tremenda pareja que hacen, pendeja!

Ahora estaba tan enfadada como Mack y empezaba a demostrarlo. Mack no sabía una palabra de español, pero los sonidos que salían de los mordaces labios de la zorra maleducada eran profundamente insultantes.

–¡NO TE ATREVAS A HABLARME ASÍ! ¿QUIÉN TE HAS CREÍDO QUE ERES? ¡UN SIMIO SUCIO Y ASQUEROSO, ESO ES LO QUE PARECES!

–¡NO ME JODAS MÁS CON TUS GRITICOS! –replicó con brusquedad la zorra maleducada–. ¡VETE A LA MIERDA, PUTA!

Las elevadas voces de las dos mujeres, los insultos que silbaban como balazos en ambas direcciones frente al pálido y demudado rostro de Ed, le habían dejado petrificado. La furiosa latina mirando a través de él como si no existiera, como si fuese una nulidad. Se sentía humillado. Evidentemente debía afirmar su masculinidad y acabar con aquel enfrentamiento. Pero no se atrevía a decir: «¡Callaos de una vez, las dos!» No se decidía a indicar a Mack que en cualquier caso ella era la que estaba quedando mal, comportándose así. Sabía perfectamente todo eso. Se pasaría el resto de la noche haciéndolo pedazos, incluso delante de sus amigos, con quienes estaban a punto de reunirse allí dentro, y, como de costumbre, él no sabría qué decir. Se limitaría a aguantar como un hombre, por decirlo así. Tampoco se atrevía a reconvenir a aquella mujer latina. ¿Qué impresión daría? ¡El director del Miami Herald soltando una reprimenda, insultando a una moderna señora cubana! Esa palabra representaba la mitad de todo el español que sabía, «señora». La otra mitad era: «Sí, ¿cómo no?» Además, las latinas tenían mal genio, sobre todo las cubanas, si es que ésa es cubana. ¿Y qué otra mujer latina de Miami podría ser tan claramente rica si no era cubana? Que Ed supiera, aquella latina estaba a punto de encontrarse con algún exaltado novio o marido en el restaurante, de esos que exigen una satisfacción, con lo que él saldría aún más humillado. La cabeza le daba vueltas y vueltas. Las balas continuaban silbando en ambas direcciones. Tenía la boca seca y la garganta como la tiza. ¡Por qué no paran de una vez!

¿Parar? ¡Ja! Mack se puso a gritar:

–¡HABLA INGLÉS, IDIOTA, QUE DAS PENA! ¡AHORA ESTÁS EN ESTADOS UNIDOS! ¡HABLA INGLÉS!

Por un instante pareció que la zorra maleducada lo entendió, porque guardó silencio. Entonces, volvió a adoptar su actitud tranquila y altanera, y con una sonrisa burlona dijo en tono más bien suave:

–No, mi malhablada puta gorda, ahora estamos een Mi-ahmii! ¡Ahora tú estás en Mi-ah-mi!

Mack se quedó anonadada. Por unos segundos fue incapaz de articular palabra. Finalmente logró emitir un silbido estrangulado: «¡Zorra grosera!», después de lo cual pisó a fondo el acelerador y salió de allí con tal sacudida que el cochecillo soltó un aullido.

Mack apretaba tanto los labios que, por encima y por debajo de ellos, parecía que tenía hinchadas las mejillas. Sacudía la cabeza..., no de cólera, pensaba Ed, sino de algo peor: humillación. Ni siquiera lo miraba. Sus pensamientos estaban aislados herméticamente en la cápsula de lo que acababa de ocurrir. ::::::Has ganado, zorra grosera.::::::

Balzac’s estaba hasta los topes. Los susurros del ambiente ya habían subido al punto máximo del «hemos salido a cenar a un sitio elegante, vaya nivel»..., pero Mack insistió en relatar otra vez todo el episodio, en voz lo bastante alta para que lo oyeran sus seis amigos, así de furiosa estaba... Christian Cox, Marietta Stillman... Jill, la novia de Christian, que vivía con él... Thatcher, el marido de Marietta... Chauncey e Isabel Johnson... seis anglos, verdaderos anglos como ellos, angloamericanos protestantes... pero ¡Dios santo, por favor! Ed recorrió frenéticamente la estancia con los ojos. Esos de la mesa de al lado podrían ser cubanos. ¡Sabe Dios de dónde habrán sacado el dinero! ¡Ah, sí! ¡Allí! ¿Y los camareros? Parecen latinos, también... tienen que serlo... Ha dejado de escuchar a Mack, que sigue despotricando. De pronto le viene una frase a la cabeza. «¡Todo el mundo... todos esos... están unidos por lazos de sangre! La religión agoniza... pero siempre hay que creer en algo. Sería insufrible –no podría soportarse– acabar diciéndose a uno mismo: “¿Para qué seguir mintiendo? No soy más que un átomo azaroso dentro de ese superacelerador de partículas que llamamos universo.” Pero creer, por definición, significa creer ciegamente, de forma irracional, ¿verdad? Así que, amigos míos, eso sólo nos deja el linaje, la sangre, que discurre por nuestro organismo, uniéndonos. “¡La Raza!”, como gritan los puertorriqueños. “¡La Raza!”, grita el mundo entero. A todo el mundo, a la gente de todas partes, le queda una última cosa en la cabeza: ¡los lazos de sangre!» A todo el mundo, en todas partes, sólo le queda una cosa... ¡Volver a la sangre!

Tú...

Tú...

Tú... diriges mi existencia... Tú eres mi media naranja... mi Mackie Navaja; aquí, la agudeza consiste en que él quizá dirija uno de la media docena de periódicos más importantes de Estados Unidos, el Miami Herald, pero ella es quien lo dirige a él. Ella... lo dirige... a él. La semana pasada se le olvidó por completo llamar a Hotchkiss, el tutor del labio leporino retocado, al colegio donde estaba interno su hijo Fiver, y Mack, su media naranja, su Mack Navaja, se molestó con toda razón..., pero luego le cantó esa cancioncilla suya con la música de «You Light Up My Life». Tú... diriges mi existencia... Tú eres mi media naranja, mi Mack Navaja, y ella, muy a su pesar, sonrió, y la sonrisa le cambió el estado de ánimo, que era el de estoy harta de ti y de tus frívolas manías. ¿Podría dar resultado otra vez..., ahora? ¿Se atrevería a intentarlo de nuevo?

De momento Mack era la que estaba al mando, conduciendo su flamante y adorado Mitsubishi Green Elf, híbrido y absurdamente pequeño, un vehículo chic y refinado desde el punto de vista de la moral de esta época. Merodeando entre las compactas hileras de coches estacionados en doble fila, retrovisor contra retrovisor, por la parte trasera de Balzac’s, el local nocturno que este mes era el más importante del siglo, un poco más allá de Mary Brickell Village, buscaba en vano un sitio para aparcar. Ella iba al volante de su coche. Estaba molesta también ahora –sí, de nuevo con razón– porque esta vez, debido a sus frívolas manías, se les había hecho tarde para llegar a tiempo al Balzac’s, de manera que insistió en conducir su Green Elf hacia ese restaurante de última moda, tan en la onda. Si hubieran ido en su BMW, con él al volante, no habrían llegado en la vida, porque iba muy despacio y era un conductor prudente hasta la exasperación..., y él se preguntó si realmente no había querido decir tímido y poco viril. En cualquier caso, ella asumió el papel masculino, el Elf voló hacia el Balzac’s como alma que lleva el diablo, y aunque habían llegado bien, Mack no estaba contenta.

A diez metros sobre la entrada del restaurante había un enorme disco compacto, de metro y medio de diámetro y cincuenta centímetros de grosor, con un grabado del busto de Honoré de Balzac «inspirado» –como llaman hoy los artistas al robo artístico– en el famoso daguerrotipo de aquel fotógrafo de un solo nombre, Nadar. Se habían desviado los ojos de Balzac para que mirasen directamente a la cara de los clientes, dándole un respingo a las comisuras de los labios para crear una gran sonrisa, pero el «inspirado» era un escultor de talento, con lo que había instalado una luz interior que difundía un resplandor dorado por la enorme losa transparente, cosa que tenía encantado a tout le monde. La iluminación del aparcamiento, sin embargo, era deplorable. En lo alto de los postes, las farolas creaban un tenue crepúsculo eléctrico, dando a las hojas de las palmeras un color amarillento como el pus. «Un color amarillento como el pus»: ahí lo tenía. Ed se sentía mal, abatido, deprimido..., allí sentado con el cinturón puesto en el asiento del pasajero, que tenía que echar del todo hacia atrás para que le cupieran las largas piernas en aquel vehículo tan verdecito y chiquitín, el Green Elf, orgullo de la ecologista Mack. Se sentía como una rosquilla, como la rueda de repuesto de juguete que el Elf llevaba para una emergencia.

Mack, una chica corpulenta, acababa de cumplir los cuarenta. Ya era grandota cuando la conoció en Yale dieciocho años atrás..., huesos grandes, hombros anchos, alta, uno setenta y siete, en realidad..., delgada, ágil, fuerte, más que atlética..., alegre, rubia, llena de vida... ¡Sensacional! ¡Absolutamente preciosa, esa grandullona suya! En la legión de chicas sensacionales, sin embargo, las grandullonas son las primeras en cruzar esa frontera invisible detrás de la cual lo mejor que pueden esperar es ser «una mujer guapísima» o «muy atractiva, la verdad». Mack, su media naranja, su Mack Navaja, había cruzado esa línea.

Ella emitió un suspiro tan profundo, que acabó expeliendo el aire entre los dientes.

–Lo menos que se podía esperar de un restaurante así es que tuviera servicio de aparcamiento. Ya es bastante caro.

–Cierto –repuso él–. Tienes razón. Joe’s Stone Crab, Azul, Caffe Abbracci..., ¿y cómo se llama ese restaurante del Setai? En todos hay aparcacoches. Tienes toda la razón.

Tu visión del mundo es mi Weltanschauung. ¿Qué te parece si hablamos de restaurantes?

Una pausa.

–Espero que sepas que llegamos muy tarde, Ed. Son las ocho y veinte. Con lo que ya llevamos veinte minutos de retraso, todavía no hemos encontrado sitio para aparcar y ahí dentro hay seis personas esperándonos...

–Bueno, no sé qué más... Ya he llamado a Christian...

–... y se supone que el anfitrión eres tú. ¿Te das cuenta de eso? ¿Se te ha ocurrido siquiera pensarlo?

–Bueno, he llamado a Christian y le he dicho que pidieran algo de beber. Puedes estar segura de que Christian no pondrá objeciones a eso, y Marietta tampoco. Marietta y sus cócteles. Aparte de ella, no conozco a nadie que pida cócteles.

¿O qué tal una observación de pasada sobre los cócteles o sobre Marietta, o sobre las dos cosas?

–De todos modos... no está bien, tener a alguien esperando así. O sea, Ed..., lo digo en serio, de verdad. Es tan frívolo que no lo puedo soportar.

¡Ahora! ¡Ésa era su oportunidad! ¡La grieta en el muro de palabras que estaba esperando! ¡Una brecha! Arriesgado, pero... y afinando, casi sin desentonar, se puso a cantar:

«Tú...

»Tú...

»Tú... diriges mi vida... eres mi media naranja, mi Mackie Navaja...»

–Eso no parece servirme de mucho, ¿verdad? –dijo ella, moviendo la cabeza de un lado a otro.

¡No importa! ¿Qué era eso que asomaba tan pícaramente en sus labios? ¿Una sonrisa, una pequeña y renuente sonrisa? ¡Sí! Estoy harta de ti empezó inmediatamente a disolverse una vez más.

Iban por la mitad del aparcamiento cuando aparecieron dos personas frente a los faros, que avanzaban hacia el Elf en dirección al Balzac’s... Dos chicas, de pelo negro, charlando animadamente, que por lo visto acababan de aparcar el coche. No podían tener más de diecinueve o veinte años. Las chicas y el Elf en marcha se aproximaban rápidamente. Llevaban vaqueros con la cintura peligrosamente cerca del monte de Venus, las perneras cortadas hasta... ahí..., prácticamente hasta los bolsillos traseros, y los bordes deshilachados. Sus jóvenes piernas eran tan largas como las de las modelos, porque además llevaban brillantes tacones de por lo menos quince centímetros. Parecían de vidrio acrílico o algo así. Cuando les daba la luz despedían un translúcido brillo dorado. Tenían los ojos tan maquillados que parecían flotar en cuatro charcos negros.

–Vaya, qué atractivas –murmuró Mack.

Ed no podía quitarles la vista de encima. Eran latinas –y aun siendo incapaz de explicar por qué lo sabía, tampoco ignoraba que latina y latino eran términos españoles que sólo existían en Estados Unidos–, sí, eran unas horteras, de acuerdo, pero la ironía de Mack no cambiaba las cosas. ¿Atractivas? ¡«Atractivas» apenas empezaba a describir las sensaciones que le producían! ¡Esas largas y tiernas piernas de las dos chicas! ¡Esos shorts tan breves y menuditos! Tanto, que podían quitárselos de un tirón. En un momento podrían quedarse con los pequeños y suculentos lomos al aire, dejando al descubierto las pequeñas y perfectas magdalenas de las nalgas... ¡sólo para él! ¡Y eso era evidentemente lo que querían! ¡Sentía cómo esa tumescencia para la que viven los hombres se insinuaba bajo los ajustados calzoncillos blancos! ¡Oh, inefables cochinas!

Cuando Mack las pasó despacio, una de las cochinas señaló al Green Elf, y las dos se echaron a reír. Conque risas, ¿eh? Por lo visto no sabían apreciar lo exclusivo que era el Green... ni lo de moda que estaba, ni lo guay que era el Elf. Ni mucho menos podían imaginarse que el Elf, con todas las opciones y accesorios del Green, como aquél, y sus esotéricos indicadores medioambientales, más el radar ProtexDeer..., imposible que concibieran que aquel pequeño elfo de coche llegara a costar 135.000 dólares. Habría dado cualquier cosa por saber lo que estaban diciendo. Pero allí, dentro del cascarón del Elf, con sus ventanas termoaislantes de cristal Lexan, puertas y paneles de plástico reforzado con vidrio, aire acondicionado reciclable por evaporación de la temperatura ambiente, no llegaba ningún ruido del exterior. ¿Hablaban siquiera en inglés? Movían los labios de la forma en que normalmente se hace cuando se habla inglés, decidió el gran lingüista audiovisionario. Tenían que ser latinas. ¡Oh, inefables y cochinas latinas!

–¡Santo Dios! –exclamó Mack–. ¿De dónde sacan esos tacones que se iluminan así? –¡Un tono de voz corriente y normal! Ya no estaba molesta. ¡Se había roto el maleficio!–. He visto esos extraños palotes de luz cuando pasábamos por Mary Brickell Village –prosiguió ella–. No tenía idea de lo que eran. El barrio entero parecía una feria, todas aquellas llamativas luces al fondo con esas chicas bajitas que van de juerga medio desnudas tambaleándose sobre esos tacones... ¿Crees que es una moda cubana?

–No sé –contestó Ed.

Sólo eso, porque había vuelto la cabeza tanto como podía, para echarles un último vistazo por detrás. ¡Pequeñas y perfectas magdalenas! Ya veía los lubricantes y espiroquetas fluyendo por la entrepierna de sus shorts tan breves y menuditos! ¡Pequeños shorts breves y menuditos! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Ahí lo tenía, sexo en Miami, subido en dorados tronos de vidrio acrílico!

–Bueno –dijo Mack–, lo único que se me ocurre es que Mary Brickell debe estar escribiendo una carta al director desde la tumba.

–Oye, Mack, me gusta eso. ¿Te he dicho alguna vez que eres muy ingeniosa cuando te da por ahí?

–No. Se te habrá olvidado, probablemente.

–¡Pues lo eres! ¡«Escribir una carta al director desde la tumba»! Te lo aseguro. Preferiría con mucho recibir una carta de Mary Brickell desde dos metros bajo tierra antes que las de esos maníacos que me suelen escribir... y van por ahí echando espumarajos por la boca. –Soltó una carcajada artificial–. Tiene mucha gracia, Mack.

Ingenio. ¡Buen tema! Excelente. O bien: oye, vamos a hablar de Mary Brickell, del Mary Brickell Village, cartas al director, zorrillas con tacones fosforescentes, de cualquier puñetera cosa, con tal de que no pongas cara de Estoy harta.

Como adivinándole el pensamiento, Mack torció la boca hacia un lado en una sonrisa dudosa –aunque sonrisa de todos modos, gracias a Dios–, y dijo:

–Pero de verdad, Ed, llegar tan tarde, tenerlos a todos esperando, está realmente ma-a-a-al. Es una grosería, no está nada bien. Es tan frívolo. Es... –hizo una pausa– es... es... de lo más indolente.

¡Ah, ah! Frívolo, ¿eh? ¡Por Dios santo, y además indolente! Por primera vez en aquella lúgubre excursión, a Ed le dieron ganas de reír. Eran dos de las palabras de Mack en su condición de wasp, es decir, blanca, anglosajona y protestante. En todo el condado de Miami-Dade, en el Greater Miami, incluyendo desde luego Miami Beach, sólo los miembros de esa tribu, cada vez más mermada y en peligro de extinción a la que ambos pertenecían, los wasps, utilizaban los términos frívolo e indolente sin tener la menor idea de su exacto significado. Sí, él también era miembro de ese género moribundo, el Blanco, Anglosajón y Protestante, pero era Mack quien verdaderamente abrazaba la fe. No la fe religiosa protestante, huelga decir. Ni en el Este ni en la Costa Oeste de Estados Unidos, nadie que aspirase siquiera a un mínimo refinamiento profesaba ya religión alguna, y desde luego nadie que se hubiera licenciado en Yale, como Mack y él. No, Mack era un ejemplar de esa especie en sentido moral y cultural. Era la wasp que no soportaba la ociosidad ni la indolencia, la antesala de la frivolidad y la pereza. La ociosidad y la indolencia no representaban simplemente el derroche y la falta de discernimiento. Eran algo inmoral. El abandono. Un pecado contra el propio ser. No soportaba estar tumbada al sol, por ejemplo. En la playa, si no había nada mejor que hacer, organizaba caminatas. ¡Arriba! ¡Todo el mundo! ¡Venga! ¡Vamos a dar un paseo de siete kilómetros por la playa, una hora, por la arena! ¡Eso sí que era un logro! En resumen, si Platón consiguiera convencer a Zeus –Platón presumía de creer en Zeus– de que lo reencarnase para volver a la tierra a buscar el tipo ideal de mujer blanca, anglosajona y protestante, vendría aquí, a Miami, y escogería a Mack.

Sobre el papel, Ed también era el tipo ideal de esa especie. Hotchkiss, Yale..., uno ochenta y nueve de alto, delgado, larguirucho más bien..., pelo castaño claro, abundante pero salpicado con destellos de gris... que parecía tweed Donegal, ese pelo suyo..., y por supuesto ahí estaba su nombre, su apellido, que era Topping. Él mismo se daba cuenta de que Edward T. Topping IV era blanco, anglosajón y protestante al máximo, hasta el punto de la sátira. Ni siquiera a esos incomparables y encopetados inventores del esnobismo, los británicos, les ha dado por los III, IV, V y esporádicos VI con los que uno se topa a lo largo y ancho de Estados Unidos. Por eso, a su hijo Eddie, el V, todo el mundo empezó a llamarle Fiver, es decir, «Billete de Cinco». Su nombre completo era Edward T. Topping V. El V también era bastante raro. Todo norteamericano que llevara en su nombre el III o un número más alto era blanco, anglosajón y protestante o tenía padres que deseaban fervientemente que lo fuese.

Pero por Dios bendito, ¿qué hacía un wasp, un alma perdida de una especie moribunda, dirigiendo el Miami Herald con un nombre como Edward T. Topping IV? Había asumido el puesto sin tener la menor idea. Cuando el Loop Syndicate compró el Herald a la McClatchy Company y le ascendió de pronto de redactor jefe de la sección de opinión del Chicago Sun-Times a director del Herald, sólo se hizo una pregunta. ¿Qué repercusión tendría eso en la revista de antiguos alumnos de Yale? Eso fue lo único que le hizo mella en el hemisferio izquierdo del cerebro. Ah, sí, el departamento de investigación del Loop Syndicate trató de suministrarle información. Lo intentaron. Pero en cierto modo todo lo que llegaron a explicarle de la situación en Miami flotó sobre las áreas de Broca y Wernicke de su corteza cerebral... disipándose como niebla temprana. ¿Era Miami la única ciudad del mundo en la que más de la mitad de los ciudadanos eran inmigrantes recientes, es decir, de los últimos cincuenta años...? Hmmm... ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Y acaso un sector de esa inmigración, el cubano, tenía el control político de la ciudad: alcalde cubano, jefes de departamento cubanos, polis cubanos, polis cubanos y más polis cubanos, cubanos el sesenta por ciento del cuerpo más un diez por ciento de otros latinos, dieciocho por ciento de negros norteamericanos y sólo un doce por ciento de anglos? ¿Y no podía desglosarse la población más o menos de la misma forma...? Hmmm..., interesante, no cabe duda..., sea lo que sea lo que signifique «anglos». ¿Y ocupaban los cubanos y otros latinos una posición tan dominante que el Herald hubo de crear una edición en español enteramente aparte, El Nuevo Herald, con su propia plantilla cubana, para reducir los riesgos al mínimo...? Hmmmm... Eso ya lo sabía, más o menos. ¿Y no guardaban rencor los negros norteamericanos a los polis cubanos, que parecían haber caído del cielo –tan de repente se habían materializado– con el único propósito de avasallar a la gente de color...? Hmmm..., figúrate. E intentó imaginárselo... durante cuatro o cinco minutos... antes de que la cuestión se desvaneciera a la luz de una indagación que parecía sugerir que la revista de antiguos alumnos iba a mandar a su propio fotógrafo. ¿Y acaso no había llegado a Miami una avalancha compuesta por decenas de miles de haitianos, contrariados por el hecho de que el gobierno estadounidense regularizaba inmigrantes cubanos ilegales en un abrir y cerrar de ojos mientras que a ellos no les dejaba un momento en paz...? Y ahora venezolanos, nicaragüenses, puertorriqueños, colombianos, rusos, israelíes... Hmmmm..., ¿en serio? Tendré que acordarme... ¿Pueden repetirme todo eso...?

Pero el objeto de la reunión informativa, intentaron explicarle delicadamente, no era el de determinar todos esos roces y tensiones como fuente de noticias en la Ciudad de la Inmigración. Oh, no. Se trataba de animar a Ed y a su personal a «hacer concesiones» y poner de relieve la Diversidad, que era algo positivo, incluso más bien noble, y no las disensiones, cosa de la que todos podíamos prescindir. Lo que se pretendía era indicar a Ed que debía tener cuidado para no suscitar el antagonismo entre cualquiera de aquellas facciones... Debía «mantener un continuo equilibrio» durante este periodo en el que la empresa se empeñaría a fondo para «ciberizar» el Herald y El Nuevo Herald, liberándolos de la vieja y nudosa garra de la letra impresa para convertirlos en pulcras publicaciones del siglo XXI. El trasfondo era: Mientras tanto, si los chuchos se ponen a gruñir, ladrar y destriparse mutuamente a mordiscos..., celebra la Diversidad que ello supone y procura blanquearles los dientes.

Eso fue hace tres años. Como no había prestado verdadera atención a las explicaciones, al principio Ed no se enteraba de nada. Tres meses después de asumir el puesto de director, publicó la primera parte de un reportaje de un joven periodista con mucha iniciativa sobre la misteriosa desaparición de 940.000 dólares que el gobierno federal había asignado a una organización anticastrista de Miami, con objeto de emitir programas de televisión a Cuba en directo y a prueba de interferencias. No se demostraron errores en el reportaje, ni se le puso seriamente en cuestión. Pero suscitó tal aullido en la «comunidad cubana» –consistiera eso en lo que consistiera– que Ed sintió la conmoción hasta en los dedos meñiques de los pies, encogidos dentro de los zapatos. «La comunidad cubana» sobrecargó el teléfono, la capacidad del fax, el correo electrónico, el sitio web del Herald y las oficinas de Chicago del Loop Syndicate, colapsando todas las líneas. Durante días se congregaron multitudes frente al edificio del Herald, gritando, cantando, pitando, enarbolando pancartas estampadas con expresiones tales como ACABEMOS CON LAS RATAS ROJAS... ¡HERALD: FIDEL, SÍ! ¡PATRIOTISMO, NO!... BOICOT AL HABANA HERALD... EL MIAMI HEMORROIDES... MIAMI HERALD: PUTA DE CASTRO... Una incesante descarga de insultos en la radio y la televisión en español calificaba a los nuevos dueños del Herald, el Loop Syndicate, de infeccioso virus de «extrema izquierda». A las órdenes de los nuevos comisarios políticos, el Herald se había convertido ahora en un nido de «intelectuales de la izquierda radical», y el nuevo director, Edward T. Topping IV, era un «inocentón, compañero de viaje del fidelismo». Unos blogs calificaban al industrioso joven que escribió el reportaje de «comunista comprometido», mientras por todo Hialeah y Little Havana circulaban panfletos y carteles con su fotografía, dirección y números de teléfono, del móvil y del fijo, con el encabezamiento de SE BUSCA POR TRAICIÓN. Recibió amenazas de muerte, contra él, su mujer y sus tres hijos como si fueran ráfagas de ametralladora. La respuesta de la empresa, leída entre líneas, etiquetó a Ed de estúpido arcaizante, canceló la segunda y tercera parte del reportaje, le dio instrucciones de que no se ocupara en absoluto de los grupos anticastristas, siempre y cuando la policía no los inculpara formalmente de asesinato, incendio provocado o atraco a mano armada que ocasionara heridas graves a las personas, y rezongó por los gastos de realojar al periodista y su familia –cinco personas– en un piso franco durante seis semanas y, peor aún, por tener que pagar los guardaespaldas.

Eso hizo que Edward T. Topping IV aterrizara en medio de una reyerta callejera en un platillo volante procedente de Marte.

Entretanto, Mack había llegado al final de la calle y surcaba la siguiente con el Green Elf.

–¡Eh, tú...! –exclamó, reduciendo la velocidad, sin saber cómo insultar exactamente al malhechor que tenía delante. De pronto se encontraban detrás de un enorme Mercedes, aunque quizá fuese un Maybach, que destellaba en el enfermizo crepúsculo eléctrico con su color canela, ese marrón europeo con tanto estilo... circulando despacio en busca de una plaza de aparcamiento. Evidentemente, si surgía alguna, el Mercedes llegaría primero.

Mack redujo aún más la marcha para ampliar la distancia entre ambos vehículos. En ese preciso momento oyeron que un coche aceleraba como un loco. Por el ruido, el conductor tomaba tan deprisa la pronunciada curva entre las dos calles, que las ruedas chirriaban como si las estuvieran matando. Ahora se aproximaba a ellos a una velocidad temeraria. Sus faros inundaron el interior del Green Elf.

–¿Quiénes son esos idiotas? –dijo Mack, casi gritando.

Ed y ella se prepararon para una colisión por detrás, pero el coche frenó en el último momento y se detuvo a apenas dos metros de su parachoques trasero. El conductor, nada contento, hizo rugir el motor pisando a fondo dos o tres veces.

–Pero ¿qué quiere hacer ese loco? –dijo Mack–. ¡No hay sitio para pasar, aunque yo quisiera dejarlo!

Ed se volvió en el asiento para echar una mirada al infractor.

–¡Qué fuertes son esos faros, por Dios! Lo único que distingo es una especie de descapotable. Creo que conduce una mujer, pero no estoy seguro.

–¡Zorra maleducada! –exclamó Mack.

Entonces... Ed no daba crédito a sus ojos. Justo enfrente aparecieron dos luces rojas entre la muralla de coches que se alzaba a su derecha. ¡Luego la luz del freno de la luna trasera! Tan alta, esa última, que el vehículo debía de ser un Escalade o un Denali, algún monstruoso monovolumen, en cualquier caso. ¿Era posible... que alguien fuera a salir de aquellos impenetrables muros de chapa?

–No me lo creo –dijo Mack–. No me lo voy a creer hasta que lo vea salir de ahí. Es un milagro.

Como un solo ser, Ed y Mack siguieron mirando al frente para ver si la competencia, el Mercedes, se había fijado en las luces y empezaba a dar marcha atrás para reclamar el espacio. Gracias a Dios, el Mercedes... sin luz de frenos... seguía circulando... ya estaba casi al final de la calle... completamente ajeno al milagro.

Despacio, el vehículo salía en marcha atrás del muro de coches... una enorme cosa negra... ¡descomunal!... despacio, despacio... Era un monstruo llamado Annihilator. Chrysler empezó a fabricarlo en 2011 para competir con el Cadillac Escalade.

Los molestos faros del coche que tenían detrás empezaron a retirarse del interior del Elf, hasta que desaparecieron bruscamente. Ed volvió la vista. El conductor del descapotable había dado marcha atrás y estaba cambiando de sentido. Ahora Ed alcanzaba a ver con más claridad. Sí, lo conducía una mujer, de pelo negro, joven, a lo que parecía, y el descapotable –¡la leche!– ¡era un Ferrari 403 blanco!

Ed señaló hacia la luna trasera y dijo a Mack:

–Esa zorra maleducada tuya se marcha. Está girando en redondo para volver por la calle. ¡Y nunca adivinarías el coche que lleva..., un Ferrari 403!

–¿Lo que significa...?

–¡Ese coche cuesta doscientos setenta y cinco mil dólares! Tiene cerca de quinientos caballos. En Italia son de competición. Publicamos un reportaje sobre el Ferrari 403.

–Pues recuérdamelo, que no dejaré de leerlo –repuso Mack–. En este momento lo único que me importa del maravilloso coche es que la zorra maleducada se ha ido con él.

A su espalda se elevó el omnívoro rugido del maravilloso automóvil y luego el agudo chirrido de las ruedas mientras la conductora quemaba goma al volver por donde había venido.

Lentamente... pesadamente... el Annihilator salía en marcha atrás. Laboriosamente... firmemente... su colosal trasero negro empezó a girar hacia el Green Elf para enderezarse y dirigirse a la salida. Parecía un gigante que devorase Elfos Verdes como manzanas o barritas energéticas integrales. Teniendo evidentemente esa misma sensación, Mack dio marcha atrás para dejar al gigante todo el sitio que le hiciera falta.

–¿Te has fijado alguna vez –preguntó Ed– en que la gente que compra esos trastos no sabe conducirlos? Todo les cuesta una eternidad. No serían capaces ni de conducir una furgoneta.

Ahora, por fin, ponían los ojos en lo que se había convertido en un punto geográfico de carácter casi mítico... una plaza de aparcamiento.

–Vale, grandullón –dijo Mack, refiriéndose al Annihilator–, vamos a calmarnos y a salir de una vez.

En cuanto dijo «salir», el arrollador rugido mecánico de un motor de combustión interna a gran velocidad y un colérico chirrido de neumáticos se elevaron por el otro extremo de la calle. Santo Dios... un vehículo que iba acelerando a la misma velocidad que el Ferrari 403 pero viniendo en sentido contrario. Con la masa del Annihilator tapándoles la vista, Ed y Mack no sabían lo que pasaba. En una fracción de segundo la aceleración se hizo tan ruidosa, que el vehículo había de estar prácticamente encima del Annihilator. El claxon y las luces de freno del Annihilator gritaaaando en rojo... neumáticos chirriaaaando... el vehículo que venía en dirección contraria giraaaando para no chocar de frente con el Annihilator... blanco borrrroso coronado por borrrrosas y diminutas fraaaanjas negraaaas a la derecha de Ed frente al Annihilator... introduciéndose a toda velocidad en la milagrosa plaza de aparcamiento... dejáaaaandose un montón de goma mientras frenaba en seco ante los mismos ojos de Ed y Mack.

Conmoción, perplejidad y –¡chachán!– su sistema nervioso central se inundó de... humillación. El borrón blanco era el Ferrari 403. La pequeña mancha negra, el pelo de la zorra maleducada. Lo comprendieron antes de lo que se tarda en decirlo. En cuanto cayó en la cuenta de que se abría un hueco la zorra maleducada dio media vuelta, se lanzó a toda velocidad en sentido contrario, fue sorteando la muralla de coches, aceleró en dirección contraria por la otra calle, zigzagueó entre las filas de coches por la zona de la salida, vino acelerando por su calle en sentido contrario, giró por delante del Annihilator, y entró como una bala en la plaza recién liberada. ¿Para qué, si no, servía un Ferrari 403? ¿Y qué podía hacer un vehículo humanitario y pasivo como el Green Elf sino buenas obras para el Planeta Tierra, tan maltrecho, y tomárselo todo como un hombre... o como un elfo?

El Annihilator dio a la zorra maleducada un par de coléricos toques con el claxon antes de embocar la calle y dirigirse, según todos los indicios, a la salida. Pero Mack no se movió. No iba a ninguna parte. Estaba furiosa, lívida.

–¡Vaya con la zorra! –exclamó–. ¡Con esa zorra descarada y asquerosa!

Diciendo eso, avanzó un poco y puso el Green Elf justo detrás del Ferrari, que se había detenido a su derecha.

–¿Qué haces? –preguntó Ed.

–Si cree que va a salirse con la suya –le advirtió Mack–, ya puede ir pensando en otra cosa. ¿Quiere jugar? Pues, bueno, vamos a jugar.

–¿Qué quieres decir? –inquirió Ed.

Mack tenía en las mandíbulas una inconfundible expresión de blanca, anglosajona y protestante. Ed sabía lo que aquello significaba. Quería decir que la transgresión de la zorra maleducada no obedecía sólo a malos modales. Sino que también era un acto pecaminoso.

Ed sintió que el corazón le latía más rápido de lo habitual. No era dado a las confrontaciones físicas ni a mostrarse colérico en público. Además, era el director del Herald, el representante en Miami del Loop Syndicate. Cualquier cosa en la que se viera envuelto públicamente se exageraría cien veces.

–¿Qué vas a hacer? –Se dio cuenta de que de pronto se le había puesto la voz tremendamente ronca–. Creo que no merece la pena... –No sabía cómo acabar la frase.

De todos modos Mack no le prestaba atención. Tenía los ojos clavados en la zorra maleducada, que en ese momento bajaba del descapotable. Sólo la veían de espaldas. Pero en cuanto empezó a volverse, Mack pulsó el botón que abría la ventanilla del pasajero y, agachando la cabeza, se inclinó frente a Ed para mirar a la mujer directamente a la cara.

En cuanto la mujer acabó de volverse, dio un par de pasos y se detuvo al ver que el Elf casi la acorralaba contra el muro de coches. Y entonces, Mack se lo soltó:

–ME HA VISTO USTED ESPERANDO A QUE SE QUEDARA LIBRE ESTE SITIO, ¿ASÍ QUE NO SE QUEDE AHÍ PLANTADA HACIENDO COMO SI NO SE HUBIERA ENTERADO! ¿DÓNDE HA APRENDIDO...

Ed ya había oído gritar a Mack, pero nunca así de alto ni con tanta furia. Se asustó. Inclinada hacia la ventanilla de aquella forma, tenía la cara a sólo unos centímetros de la suya. La Chica Alta se aprestaba al ataque con la actitud justiciera de los wasps, y se iba a armar un buen follón.

–... ESOS MODALES, DE LAS HURRICANE GIRLS?

Las Hurricane Girls eran una notoria banda de delincuentes, compuesta principalmente por chicas negras procedentes de un campamento de refugiados del Huracán Fiona, que habían perpetrado una serie de robos y atracos un par de años atrás. Lo que le faltaba. «La mujer del director del Herald suelta una diatriba racista» –él personalmente podría escribir el artículo–, y en el mismo momento vio que la zorra maleducada no procedía de una banda de delincuentes negras ni nada parecido. Era una mujer joven y atractiva, y no sólo eso sino que tenía estilo, era elegante, y rica, si es que Ed sabía algo de eso. Llevaba el pelo negro con la raya en medio... kilómetros de pelo... que le caían en una recta cascada antes de fracturarse en grandes ondas espumosas al tocarle los hombros... y una fina cadena de oro en torno al cuello... cuyo colgante en forma de lágrima condujo la mirada de Ed hacia la división de dos jóvenes pechos que ansiaban escapar del ajustado vestido de seda, blanco y sin mangas, que hasta cierto punto los oprimían, para rendirse luego y acabar a medio muslo sin tratar de inhibir unas piernas perfectamente formadas, muy bronceadas, que se alargaban lujuriosamente a un kilómetro por encima de unos zapatos blancos de cocodrilo cuyos altos tacones la elevaban al cielo, mientras Venus gemía y suspiraba. Llevaba un pequeño bolso de piel de avestruz. Ed ignoraba cómo denominar aquel atuendo, pero por las revistas sabía que en aquel momento estaba muy à la mode y era muy caro.

–¿... Y ACASO TIENE LA MENOR IDEA DE LO CHAPUCERA Y DESAGRADABLE LADRONA QUE ES USTED?

–Vamos, Mack –dijo Ed, sotto voce–. Olvidémoslo. No vale la pena.

Lo que quería decir era: «Alguien puede darse cuenta de quién soy.» Por lo que a Mack concernía, sin embargo, él ni siquiera se encontraba allí. Sólo estaban ella y la zorra maleducada que la había ofendido.

Ante la arremetida de Mack, la preciosa zorra maleducada no retrocedió un centímetro ni dio la más leve muestra de intimidación. Se quedó allí plantada, ladeando las caderas, con los nudillos de una mano apoyados en la cadera más elevada y el codo echado hacia delante todo lo que podía, una postura condescendiente que, junto a la sugerencia de una sonrisa en los labios, equivalía a decir: «Mira, tengo prisa y me estás cortando el paso. Te ruego que pongas fin a tu tormenta en un vaso de agua... ya mismo.»

–... DEME SÓLO UNA RAZÓN...

Lejos de achicarse ante la ofensiva de Mack, la preciosa zorra maleducada dio otros dos pasos hacia el Green Elf, inclinó la cabeza para mirarla a los ojos y, sin alzar la voz, dijo en inglés:

–¿Por qué escupes al hablar?

–¿QUÉ DICE?

La zorra maleducada dio otro paso al frente. Ahora estaba a un metro del Elf... y del asiento de Ed. Esta vez en tono más alto y con los ojos aún clavados en los de Mack, dijo:

–¡Mírala! Abuela, escupes al hablar como una perra sata rabiosa con la boca llena de espuma, y le estás salpicando a tu pendejoncito allí. ¡Tremenda pareja que hacen, pendeja!

Ahora estaba tan enfadada como Mack y empezaba a demostrarlo. Mack no sabía una palabra de español, pero los sonidos que salían de los mordaces labios de la zorra maleducada eran profundamente insultantes.

–¡NO TE ATREVAS A HABLARME ASÍ! ¿QUIÉN TE HAS CREÍDO QUE ERES? ¡UN SIMIO SUCIO Y ASQUEROSO, ESO ES LO QUE PARECES!

–¡NO ME JODAS MÁS CON TUS GRITICOS! –replicó con brusquedad la zorra maleducada–. ¡VETE A LA MIERDA, PUTA!

Las elevadas voces de las dos mujeres, los insultos que silbaban como balazos en ambas direcciones frente al pálido y demudado rostro de Ed, le habían dejado petrificado. La furiosa latina mirando a través de él como si no existiera, como si fuese una nulidad. Se sentía humillado. Evidentemente debía afirmar su masculinidad y acabar con aquel enfrentamiento. Pero no se atrevía a decir: «¡Callaos de una vez, las dos!» No se decidía a indicar a Mack que en cualquier caso ella era la que estaba quedando mal, comportándose así. Sabía perfectamente todo eso. Se pasaría el resto de la noche haciéndolo pedazos, incluso delante de sus amigos, con quienes estaban a punto de reunirse allí dentro, y, como de costumbre, él no sabría qué decir. Se limitaría a aguantar como un hombre, por decirlo así. Tampoco se atrevía a reconvenir a aquella mujer latina. ¿Qué impresión daría? ¡El director del Miami Herald soltando una reprimenda, insultando a una moderna señora cubana! Esa palabra representaba la mitad de todo el español que sabía, «señora». La otra mitad era: «Sí, ¿cómo no?» Además, las latinas tenían mal genio, sobre todo las cubanas, si es que ésa es cubana. ¿Y qué otra mujer latina de Miami podría ser tan claramente rica si no era cubana? Que Ed supiera, aquella latina estaba a punto de encontrarse con algún exaltado novio o marido en el restaurante, de esos que exigen una satisfacción, con lo que él saldría aún más humillado. La cabeza le daba vueltas y vueltas. Las balas continuaban silbando en ambas direcciones. Tenía la boca seca y la garganta como la tiza. ¡Por qué no paran de una vez!

¿Parar? ¡Ja! Mack se puso a gritar:

–¡HABLA INGLÉS, IDIOTA, QUE DAS PENA! ¡AHORA ESTÁS EN ESTADOS UNIDOS! ¡HABLA INGLÉS!

Por un instante pareció que la zorra maleducada lo entendió, porque guardó silencio. Entonces, volvió a adoptar su actitud tranquila y altanera, y con una sonrisa burlona dijo en tono más bien suave:

–No, mi malhablada puta gorda, ahora estamos een Mi-ahmii! ¡Ahora tú estás en Mi-ah-mi!

Mack se quedó anonadada. Por unos segundos fue incapaz de articular palabra. Finalmente logró emitir un silbido estrangulado: «¡Zorra grosera!», después de lo cual pisó a fondo el acelerador y salió de allí con tal sacudida que el cochecillo soltó un aullido.

Mack apretaba tanto los labios que, por encima y por debajo de ellos, parecía que tenía hinchadas las mejillas. Sacudía la cabeza..., no de cólera, pensaba Ed, sino de algo peor: humillación. Ni siquiera lo miraba. Sus pensamientos estaban aislados herméticamente en la cápsula de lo que acababa de ocurrir. ::::::Has ganado, zorra grosera.::::::

Balzac’s estaba hasta los topes. Los susurros del ambiente ya habían subido al punto máximo del «hemos salido a cenar a un sitio elegante, vaya nivel»..., pero Mack insistió en relatar otra vez todo el episodio, en voz lo bastante alta para que lo oyeran sus seis amigos, así de furiosa estaba... Christian Cox, Marietta Stillman... Jill, la novia de Christian, que vivía con él... Thatcher, el marido de Marietta... Chauncey e Isabel Johnson... seis anglos, verdaderos anglos como ellos, angloamericanos protestantes... pero ¡Dios santo, por favor! Ed recorrió frenéticamente la estancia con los ojos. Esos de la mesa de al lado podrían ser cubanos. ¡Sabe Dios de dónde habrán sacado el dinero! ¡Ah, sí! ¡Allí! ¿Y los camareros? Parecen latinos, también... tienen que serlo... Ha dejado de escuchar a Mack, que sigue despotricando. De pronto le viene una frase a la cabeza. «¡Todo el mundo... todos esos... están unidos por lazos de sangre! La religión agoniza... pero siempre hay que creer en algo. Sería insufrible –no podría soportarse– acabar diciéndose a uno mismo: “¿Para qué seguir mintiendo? No soy más que un átomo azaroso dentro de ese superacelerador de partículas que llamamos universo.” Pero creer, por definición, significa creer ciegamente, de forma irracional, ¿verdad? Así que, amigos míos, eso sólo nos deja el linaje, la sangre, que discurre por nuestro organismo, uniéndonos. “¡La Raza!”, como gritan los puertorriqueños. “¡La Raza!”, grita el mundo entero. A todo el mundo, a la gente de todas partes, le queda una última cosa en la cabeza: ¡los lazos de sangre!» A todo el mundo, en todas partes, sólo le queda una cosa... ¡Volver a la sangre!