Yvonne Geary tiene veinticuatro años y vive con su madre en Dublín, donde regentan una modesta librería. Harta de la presión que ejercen sobre ella su progenitora y su tío, protesta: “¿Puedo por favor vivir mi vida como me dé la gana?”. Podría tratarse de cualquier joven de hoy, de aquí o de allá, solo que Yvonne vive en los años cincuenta, en esa Irlanda católica y gris que tan bien han retratado Edna O'Brien, Frank McCourt y Colm Tóibín. La imposibilidad de lograr la independencia económica, junto con la tensión entre los deseos personales y las exigencias del entorno, no dejan de ser conflictos universales, sobre todo cuando se leen en una sociedad que también arrastra una huella religiosa omnipresente y tiene un problema con la emancipación juvenil.
Este es el argumento de Algo del otro mundo (1957), el único relato de Iris Murdoch (Dublín, 1919-Oxford, 1999), publicado tres años después de su primera novela, Bajo la red (1954). Impedimenta, que se está encargando de recuperar buena parte de su obra narrativa, lo publica por primera vez en castellano con una cuidada traducción y un posfacio de Pilar Adón, gran conocedora de su obra. Se trata de una pieza atípica en la producción de esta novelista y filósofa, y no solo por constituir su única ficción breve entre libros que tienden al largo aliento, con abundantes personajes y tramas de arquitectura minuciosa.
Su lugar de procedencia puede resultar engañoso: nació en Irlanda, pero sus padres eran protestantes y se trasladaron a Londres cuando ella aún no había cumplido un año. Estudió en Oxford y en Cambridge, donde tuvo como profesor a Ludwig Wittgenstein. Su educación, por lo tanto, no solo no era católica, sino que pudo instruirse con lo más granado de la élite universitaria. La mayoría de sus novelas tienen un fuerte acento British, tanto por su localización como por la tradición literaria de la que beben.
Entonces, ¿por qué Irlanda?, ¿de dónde surge este cuento? Murdoch no se desligó del todo de sus raíces: la familia veraneaba allí, donde mantenía amistad con una prima que no por casualidad comparte muchos rasgos con la protagonista. Y, ante todo, Murdoch posee una cualidad esencial del escritor: la capacidad de ponerse en el lugar del otro, la curiosidad por la naturaleza humana, la empatía. Eso, unido a una destreza narrativa extraordinaria, da lugar a piezas como esta, que elevan una estampa costumbrista en apariencia a literatura de primer orden, sin perder las marcas de la casa: el sentido del humor, la fluidez narrativa, la fuerza del diálogo.
La autora demuestra su versatilidad al adaptarse a este registro, en la forma y en el fondo: además de trasladar el escenario, el imaginario se aleja de los círculos bohemios y cosmopolitas que pueblan novelas como Henry y Cato (1976) o El libro y la hermandad (1987). Esta no es su única rara avis, no obstante: como señala Pilar Adón, El unicornio (1963) se sitúa de nuevo en Irlanda, esta vez en una historia de tintes góticos.
El anhelo de ‘algo del otro mundo’
La tienda de la madre de Yvonne dista mucho de ser una de esas librerías de cuento en las que ocurren milagros y su propietario contagia su fiebre lectora. Funciona como una papelería rutinaria, en la que semana tras semana, año tras año, se compran los mismos productos. Cuando un proveedor les muestra el catálogo de postales, la protagonista se fija en los nuevos modelos, los que le parecen diferentes, hermosos; pero su madre enseguida ridiculiza su opinión para quedarse con el diseño habitual, más sobrio y barato. A Yvonne le parece soso; un reflejo de su percepción del mundo que habita, en el que todo es insípido, nada cambia, no encuentra la manera de salir de allí.
En más de una ocasión se queja porque lo que le proponen sus allegados no le parece “nada del otro mundo”. Sin embargo, cuando intenta definir qué entiende por “algo del otro mundo”, no es capaz de concretar. Forma parte de una juventud anhelante, quizá no sabe de qué, pero sabe que no quiere lo que ya conoce (la falta de independencia, un matrimonio convencional, la vida rutilante de un ama de casa). Tiene una afición que alimenta sus ambiciones, que le permite creer que una existencia distinta es posible: la lectura. Yvonne devora novelas y revistas que su familia desprecia: “Le están metiendo ideas raras en la cabeza. No va a querer casarse con nadie, a no ser que se le ponga delante un jeque árabe”. En su caso, más que un deseo o sueño, lo que la mueve a la acción es la reacción a una insatisfacción permanente.
El matrimonio como vía de escape
Los roces familiares se deben a la negativa de Yvonne a casarse. Tiene un pretendiente, Sam Goldman, un muchacho judío (entonces minoría en Irlanda), con un empleo estable y carácter bondadoso; un buen partido, solo que a ella no le parece “nada del otro mundo”. Le afean que a su edad siga soltera, la comparan con sus coetáneas, la instan a hacer como la mayoría: “Siempre andas quejándote de que este sitio es una caja de cerillas”, le reprocha el tío. “Es que es una caja de cerillas [...]. Pero si me casara estaría metida en otra caja de cerillas, sólo que en un lugar distinto”, replica ella. Pero no puede negar la evidencia: para una chica sin recursos, en un contexto en el que la enseñanza superior para una joven resulta remoto, solo el matrimonio puede ser una alternativa (digna) al hogar materno, tan asfixiante que hasta comparte cama con la madre, una imagen de hasta qué punto vive atrapada.
Tras esa escena en la librería, entra en juego Sam, con quien se cita. La velada por la noche dublinesa pone de relieve sus diferencias: él, comedido y prudente, adopta el rol pasivo, la sigue; ella, en cambio, tiene ganas de arriesgar, de vivir con intensidad aunque lo que le espere sea amargo. No obstante, los personajes de Murdoch son de todo menos planos, y se produce un giro en el que las previsiones caen. Sam se revela, no como lo que busca Yvonne, pero sí como alguien que, al igual que ella, no encaja, tiene sus rarezas (su condición de judío ya anticipa esa peculiaridad). Y le muestra “algo del otro mundo”, solo que lo es para él, como las postales modernas lo son para Yvonne.
Con estos ingredientes, sin golpes de efecto, Murdoch culmina un relato brillante, que posee esa ambigüedad, esa forma de cerrar sin cerrar del todo, que desconcierta e invita a la relectura para descubrir matices, pistas. Más sutil que en sus novelas, la búsqueda del amor, entendido como ese “algo del otro mundo”, esa suerte de elevación que se sale de lo conocido, vuelve a ser el eje, el catalizador para que los personajes den otra cara de sí mismos. Es inevitable emparentarla con Las chicas de campo (1960), ópera prima de Edna O’Brien, que, desde un bagaje bien distinto, también narra el periplo de mujeres jóvenes que no se conforman con lo que el mundo espera de ellas. Pese a ser una creación temprana, el pulso de Murdoch ya estaba ahí, como su inteligencia para detectar las inquietudes del ser humano: quizá no podemos huir de las cajas de cerillas, parece decirnos, pero al menos tenemos la libertad de elegir en cuál queremos meternos.