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“Ahí llevas mi corazón, mira cómo me lo tienes”: Cartas de amor de mujeres del XVIII y XIX

La pasión, el deseo, el sufrimiento, el despecho, la añoranza, el cariño, la serenidad familiar del matrimonio, la cotidianidad de la crianza de los hijos, etc. son sentimientos recurrentes entre pares a lo largo de los siglos. Hoy como antaño, los implicados prosiguen su camino guiados por la misma fuerza arrebatadora que los subyuga y que los hace sufrir y gozar y que llamamos AMOR. Su naturaleza en forma de palabra da vida a los amores y amoríos, donde los amantes, heridos por la flecha del amorcillo Cupido, caen en el enamoramiento y, a veces, en el desamor.

¿Cuál es el camino elegido para la expresión de estos sentimientos? Sin duda, la sociedad del 2023 exhibe las pasiones con mayor libertad y menos pudor que antaño; como ejemplo, baste recordar el tan aireado despecho de Shakira en la Music Session # 53 de Bizarrap, el ímpetu erótico sin freno expresado en las letras del reguetón o una simple pintada en la pared donde Sergio ♥ Patri. Demostraciones amorosas públicas de lo más privado que resultarían impensables en otros tiempos. No obstante, el pequeño rincón para la intimidad, para los secretos y las confesiones de enamorados, para el romance, el cortejo y la seducción sigue existiendo. Aunque la distancia separe a los amantes, estos buscan una forma de comunicarse, de expresarse, de ser oídos o, en otras ocasiones, de ser leídos. La inmediatez de una videollamada o un mensaje de voz nos acerca al ser amado, pero hubo un tiempo en que el papel y la tinta eran la huella de las emociones contenidas, soportadas en la distancia, a veces, incluso, prolongada en exceso por la guerra.

Las cartas de amor privadas escritas por mujeres son un tesoro guardado en el fondo de un secreter, pero que los archivos históricos han traído de vuelta desde el siglo XVIII y XIX hasta las actuales manos de los investigadores de la lengua. Concretamente, en este escrito, entresaco estos mensajes amorosos de un corpus mayor, perteneciente al proyecto Andaluzas y escrituras: lengua e historia en cartas femeninas de la Andalucía moderna (Proyectos I+D+i FEDER de la Junta de Andalucía, US-1380779), liderado por Lola Pons y Blanca Garrido, investigadoras de la Universidad de Sevilla. Este estudio, entre sus objetivos, pretende revalorizar la figura femenina como escritora y sus usos lingüísticos en la cambiante Edad Moderna.

Estos preliminares me llevan a que comience el artículo con una disculpa dirigida a las mujeres andaluzas de los siglos XVIII y XIX: lo siento, señoras, pero aquellas cartas que guardasteis como tesoros de vuestros más íntimos sentimientos y deseos amorosos son ahora las joyas que descubren usos sociolingüísticos de gran valor para los estudiosos de la historia de la lengua. Por ello, me dispongo a desentrañar algunas perlas que nos harán entender mejor a la mujer, a su destreza como escritora de cartas de amor, a la lengua del cortejo y a su realidad social.

Los ingredientes de las cartas de amor escritas por mujeres

ROGERIO ¿Permitirás que te escriba?

LEONISA Si las cartas son la sal

que conserva amor, ¿quién quita

que no escribáis por instantes?

ROGERIO ¿Sabes leer?

LEONISA La cartilla

de tu amor, donde comienzo

el A, B, C, de mis desdichas.

ROGERIO ¿Y escribir sabrás?

LEONISA También;

pues siendo de amor pupila,

plumas serán pensamientos

y lágrimas darán tinta.

Tirso de Molina (1611), El melancólico

El fragmento de El melancólico de Tirso, aunque anterior a la época que nos interesa, sí nos aporta todos los ingredientes del cortejo: los amantes que como el aceite (Rogerio) y el agua (Leonisa) quieren ser pareja pese a su diferente estrato social; la carta como “la sal que cocina el amor”; y la mujer lectora y escritora que aviva el fuego del amor a través de la pluma y la tinta.

Analicemos estos aderezos. Comencemos con la sal: la carta.

El género epistolar ha sido utilizado tanto en literatura como en la comunicación privada en todas las épocas. ¡Cuán hermosas son las Heroidas ovidianas! Con tal calado que aparecieron tratados epistolares que, a modo de plantilla, ofrecían las fórmulas adecuadas para esta tipología discursiva y no fue menos en el siglo XVIII y XIX. Tan implantados estaban en esos tiempos que el gaditano Cadalso, muy dado a la creatividad literaria, se queja de la poca libertad que tiene la pluma cuando la usa en modelos preestablecidos:

“Las cartas familiares que no tratan sino de la salud y los negocios domésticos de amigos y conocidos son las composiciones más frías e insulsas del mundo. Debieran venderse impresas y tener los blancos necesarios para la firma y la fecha, con distinción de cartas de padres a hijos, de hijos a padres, de amos a criados, de criados a amos, de los que viven en la corte a los que viven en la aldea, de los que viven en la aldea a los que viven en la corte. Con este surtido, que pudiera venderse en cualquiera librería a precio hecho, se quitaría uno el trabajo de escribir una resma de papel llena de insulseces todos los años y leer otras tantas de la misma calidad, dedicando el tiempo a cosas más útiles” (Cadalso, 1789, Cartas marruecas, carta LXXXIX).

Sí, tal y como nos podemos imaginar, las cartas amorosas tampoco se libran de estas trabas. Se mantiene la estructura de la cabeza (saludo y captatio), el cuerpo y la cola (despedida y cierre); presentes habitualmente en todas ellas, sea cual sea la condición social y la instrucción del que las escribe, por muy poco apegados que pensemos que pudieran estar los amantes del XVIII y XIX a esta escritura formularia.

Eso sí, en el cuerpo textual se da rienda suelta al arrebato amoroso íntimo que lleva a la espontaneidad expresiva zarandeada por las necesidades de comunicar la visión del otro, la imagen propia, el sentimiento, súplicas y desvelos por conseguir una pasión y deseo correspondido. Un cóctel en el que el chichisbeo funcionaba a la perfección: tú (Diego) me escribías y yo (Josefa de Molina) te respondía (Archivo General del Arzobispado de Sevilla [AGAS], 1737, legajo 06274).

Estos papeles personales o cartas privadas, de naturaleza volátil y efímera, surgen de la necesidad de expresar por escrito el controvertido e íntimo reino de eros. En definitiva, lleva a la escritura movida por la pérdida de cordura que desata el corsé discursivo por muy prendido que estuviera.

Es curioso que, en la actualidad, en una búsqueda rápida en Internet sobre “cartas de amor”, me apareciera: “Cómo escribir cartas de amor: el tutorial definitivo”. Por lo visto, las cosas no han cambiado tanto.

Estos papeles personales o cartas privadas, de naturaleza volátil y efímera, surgen de la necesidad de expresar por escrito el controvertido e íntimo reino de eros

Realmente, en el XVIII y XIX no solo funcionaba la carta de amor. El uso del billete, los pliegos sueltos o la reja para “pelar la pava” también estaban en boga; pero de esto hablaremos en otra ocasión.

Añadamos el agua a la cocción: la amada.

“La amada suele ser joven, hermosa y de buena cuna, aunque Horacio y Marcial no dudan en alabar las ventajas de una amada de baja condición” (Rosario Moreno [ed.], 2011, Diccionario de motivos amatorios en la literatura latina [Siglos III a.C.-II d.C.]).

Esa imagen idílica y clásica de la amada no dista en muchos sentidos de la realidad de la dama de las cartas analizadas. La mujer del XVIII es producto de los cambios ilustrados de la época, y las del XIX, sus herederas. Supone el inicio de la renovación intelectual, del reformismo y de la sociabilidad, y en todo lugar la mujer adopta su protagonismo. Aunque no nos llevemos a engaño, hubo más una instrucción que una educación, porque tuvo unos derroteros utilitarios: cumplir con su rol doméstico y social redefinido, con unos límites muy nítidos. Y muy importante: nunca se debía superar en saber a los hombres si la dama no quería que la tacharan satíricamente de bachillera.

Las féminas disfrutarán de la escritura, y sobre todo de la lectura, pese al analfabetismo imperante. No solo las damas de la nobleza o las religiosas utilizan las letras, sino también las mujeres de estratos intermedios de la sociedad, la burguesía comercial. Un trozo de papel, la pluma y la tinta son formas vivas y audaces de alzar la voz femenina. Su nivel estilístico, temático y espíritu liberal quedan reflejados en todo tipo de escritos. Valga como ejemplo el caso de la gaditana M.ª Gertrudis de Hore Hija del Sol (1742-1801), que, con su vida de estilo folletinesco y sus deliciosos poemas de amor, soledad, maternidad, desdicha, etc., embelesaba a la sociedad del momento:

Octava acróstica forzada

Mi tierno amor a tu lealtad confío

Y solo en ti reposa mi cuidado

Rigores abandona el pecho mío,

Todo a tu dulce afecto dedicado.

En tu poder entrego mi albedrío,

Ostento el mando que mi fe te ha dado,

Mis caprichos se rinden a tu ruego,

Ya en mí no hay voluntad, pues te la entrego

Poesías varias de doña M.ª Gertrudis de Hore, llamada la Hija del Sol. Cancionero del siglo XVIII (Biblioteca Nacional, Madrid, f. 235v).

Este juego del amor que se desprende de los versos de la autora (la lealtad al amado, la dedicación plena al afecto por su enamorado, la pérdida de voluntad y la entrega a los rigores del amor) goza del privilegio de la literatura para exponer los usos amorosos dieciochescos de manera pública, protegidos por la ficción, en Academias literarias y en Sociedades Económicas, tertulias de las que disfrutaban algunas de nuestras cultas escribientes:

“Vmd reciba muchísimas memorias de toda la tertulia particulares de Agapita, Thouvenot, Sagasti y Caref” (Archivo Histórico Nacional [AHN], 1810, Estado, 3091).

Las mujeres sociabilizaron en el XVIII, comenzaron a tener un papel público, que se fue configurando con fuerza en la siguiente centuria. Sin embargo, siempre quedaba espacio para lo privado, y aquí encuentra su hueco para expresar sus sentimientos en las cartas a sus enamorados, siempre dentro de unos preceptos moderados por el cuidado de su honra.

El juego del amor que se desprende de los versos de la autora goza del privilegio de la literatura para exponer los usos amorosos dieciochescos de manera pública

De amores y desamores están llenos los textos, a veces las damas se presentan como unas rendidas enamoradas que esperan noticias de malísimo humor y sin gusto para nada (AHN, s. f., Estado, 3100) y otras, el anhelo por ser correspondidas las conduce a una especie de dramatización neoclásica del amor y plaga sus escritos de exclamaciones e interjecciones, al modo de una auténtica actual drama queen:

“¡Ay de mí! ¡Ay, Dios, que no puedo más! ¡Que me estoy cayendo muerta!” (AGAS, 1737, legajo 06274).

La carta es la red que teje el contacto entre ausentes, donde se muestra una distancia temporal y espacial hiperbolizada en el lenguaje: Nonino, cada día echo más de menos el no estar en tu compañía como no lo puedes imaginar (AHN, 1810, Estado, 3108); no tengo sosiego un instante, cada día me parece un siglo (AHN, s. f., Estado, 3108); nos veamos para nunca más separarnos (AHN, 1810, Estado, 3091) y que desemboca en promesas de amor perpetuo.

No faltan los sufrimientos por la separación del enamorado, traducidos físicamente por dolor en el corazón y en el pecho; y aparecen los celos que siembran los escritos de sospechas, dudas, furia, rabia, enfado… A veces la comedida pluma de algunas damas consigue dominar y atenuar su imagen airada mediante usos corteses discursivos (“no me seas perezoso […] y no te diviertas tanto como lo haces, pues hoy me han dicho que te vieron en la carrera, cuidado con quién andas”, AHN, 1810, Estado, 3108); sin embargo, en otras ocasiones dejan rienda suelta a su cólera, cual hidra de las siete cabezas, y las lleva al despecho (“había hecho Elección de otro sujeto”) y, en algunos casos, a la consiguiente súplica de perdón postrero:

“Mi amado Melac no sé si habrás recibido una carta mía dictada por las furias del averno, que todas en aquel instante habitaban en mi pecho pues tenía mil dudas, mil sospechas y zozobras por ti, que batallaban con mi amor; todo cuanto en ella te decía era cierto menos las expresiones de que había hecho Elección de otro sujeto, la rabia me hacía decir una cosa que no sentía, no; jamás; mi corazón es tuyo y lo será eternamente, no puede ser de otro; solo mi pena es que el tuyo no sea mío” (AHN, s. f., Estado, 3108).

A veces la comedida pluma de algunas damas consigue dominar y atenuar su imagen airada mediante usos corteses discursivos

A veces, la necesidad de llamar la atención del enamorado las conduce a usos intensificadores del lenguaje como los recursos gráficos, al modo de los actuales emojis.

“Adiós, adiós, adiós, Agustín estoy tan triste y enojada por no haberte visto, si hace es porque no has querido o no has podido”.

Si bien las cartas se cargan de miedo por perder al enamorado, no faltan aquellas en las que se transluce la inquietud por ser descubiertas en falta por sus padres. Se sentían presas del yugo paterno y estos, a su vez, temían que sus cándidas hijas fueran seducidas, burladas y estupradas por los malintencionados galanes:

“Viéndome precisada por las muchas pesadumbres que en mi casa tengo con mi padre y hermano acerca de nuestro casamiento y temiendo no me suceda alguna desgracia contra mi punto, pues enojado mi padre hará cualquier desatino sin reparo” (AGAS, 1737, legajo 06274).

La cocina del amor necesita del último ingrediente para que la receta funcione: el aceite que no ha de faltar en la cocina mediterránea. el amado.

“El amado es hermoso, varonil y noble […]. De él se espera correspondencia y estabilidad […]. Sin embargo, no siempre corresponden con sus amantes” (Rosario Moreno [ed.], 2011, Diccionario de motivos amatorios en la literatura latina [Siglos III a.C.-II d.C.]).

Es chispeante cuando podemos seguir los episodios amorosos en los archivos a través de la correspondencia respondida, pero eso no ocurre en muchas ocasiones. Por lo que conocemos al amado por la imagen que la enamorada proyecta de él.

Ellas se reconocen como “afectísima amiga futura esposa que lo quiere de corazón” (AHN, 1810, Estado, 3091), “tu fiel amiga que te ama y será la más fina en quererte” (AHN, s. f., Estado, 3100), “tu Maripepa, que te quiere de veras” (AHN, s. f., Estado, 3108) y “Besa la mano de V.M. quien le estima de corazón” (AGAS, 1737, legajo 06274), esto es, su papel de amantísimas respecto a ellos. De manera directa, los galanes son nombrados mediante diminutivos que adornan el afecto: Juanico, Nonito, Nonico; o sus apelativos son decorados con aduladores y lisonjeros modificadores como Querido Diego mío, Amado mío de mi corazón, Mi amadísimo y estimadísimo Pepe, Dueño mío, Amado bien mío, incluso, hijo mío…, donde la posesión (mío) destaca el sentido de “yo soy tuya, pero tú eres mío y solo mío”. A veces, como el amor es ciego y nubla la mente, se extrema la figura del amado con la reiteración de ponderaciones para exaltar su ser:

“Sabiendo que eres tú solo el espejo en que me miro, por lo mismo estoy con grande sentimiento, por no poder estar a tu lado. Sol mío, cariño, Amante Lucero de la mañana, prenda por quien suspiro, chico de mi corazón” (AHN, 1811, Estado, 3069).

Sin embargo, no todo era amor. La economía, la decencia y el prestigio social a veces decidían por los implicados, y eso se deja entrever en la distancia discursiva que establece la dama con el amado. Donde hay afecto y devoción, desde el noviazgo al matrimonio, con los consiguientes pasos escritos intermedios, la cortesía deja paso al tuteo; sin embargo, donde la intimidad no logra arrebatar la frialdad de las relaciones en las que no hay afecto, el galán sigue siendo Vm (vuestra merced).

En numerosos casos, la palabra esposo es la clave de la carta y del devenir de la pareja, donde el amado tiene un papel importante:

“Esposa y esposo. Los que se han dado palabra de casamiento, sea de presente o de futuro” (Covarrubias, 1611, Tesoro de la lengua castellana o española).

En las cartas del XIX, su sentido ya es el de ‘marido’, como en la actualidad; pero hasta el XVIII, esta palabra es la clave de la dicotomía esposo mío-soy tuya, porque un esposo ya ha dado palabra de casamiento

En las cartas del XIX, su sentido ya es el de ‘marido’, como en la actualidad; pero hasta el XVIII, esta palabra es la clave de la dicotomía esposo mío-soy tuya, porque un esposo ya ha dado palabra de casamiento. La carta de amor funcionó como testimonio de la palabra dada por el amado: es la promesa de casorio. Precisamente, si la historia de amor termina en pleito matrimonial por incumplimiento de esponsales, los papeles escritos son los testigos y prueba efectiva de ello, y por eso han llegado a nosotros a través de los archivos. Una idea nada romántica, lo sé:

“[…] estando yo como mujer de bien, resuelta a cumplir la palabra que a V.M. le tengo puesta de casamiento por cuanto estoy resuelta, como llevo dicho a ello. Me sacará (de casa de su padre) V.M. cuanto antes y sin la menor dilación porque es preciso” (AGAS, 1737, legajo 06274).

A partir del siglo XVIII, la palabra de matrimonio está respaldada por una formalización mediante escritura del acuerdo contraído entre las partes: más vale un papel firmado que un padre y unos hermanos airados y dispuestos a quitarte la vida por las palabras volanderas de las cartas de amor.

No todo son lisonjas para los amados, ya que, precisamente, la falta de diligencia para llegar al matrimonio lleva a las damas a acusar a sus dueños de pereza y flojera.

En definitiva, las cartas de amor de mujeres del XVIII y XIX creaban redes que unían y desunían destinos, vidas y andanzas, y constituyen un recurso historiográfico y lingüístico de gran valor para el estudio de los aspectos más íntimos de la vida cotidiana y emocional.

Y no me alargo más porque no hay papel. Se despide muy afectísima y, a la espera de que disfrute de esta lectura, la escritora suya, Mercedes de la Torre García.

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Este reportaje es uno de los contenidos del número 21 de la revista trimestral impresa Archiletras.

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