Si la vida de la francesa Louise Michel fuera un canto, las insurrecciones y revueltas marcarían el compás. Meses después de su nacimiento, en 1830, se desataron en París una serie de jornadas revolucionarias, que prontamente se contagiarían a otros países del continente. Creció escuchando las historias de su abuelo sobre los ideales de la Ilustración y la gran gesta de 1789. Con 18 años, vio de cerca la famosa “primavera de los pueblos”, que, si bien tuvo un éxito inicial acotado, marcó un cambio definitivo en la forma de hacer política, una reconfiguración de los actores sociales y el eventual ascenso de Napoleón III (sobrino de Napoleón Bonaparte) como emperador.
Todos estos acontecimientos, concatenados y acelerados por la experiencia de la guerra franco-prusiana, dieron lugar a un hecho que no solo marcó la Historia Contemporánea, sino que la tendría como una de sus protagonistas: la Comuna de París -aquel “asalto al cielo” de la clase obrera, según la denominaría Marx-, que hoy cumple su sesquicentenario.
El día del entierro de Louise, el 22 de enero de 1905, coincidió, casi como un destino anunciado, con el inicio de la primera Revolución rusa. Años antes, había afirmado: “Los revolucionarios rusos tenían razón: la evolución ha terminado y ahora la revolución es necesaria o la mariposa morirá en su capullo”. Su esperanza, incluso después de la derrota de 1871, se mantuvo inquebrantable hasta el último respiro. Cuando uno de sus compañeros fue condenado a muerte, escribió en uno de sus poemas: “En tiempos cambiantes, todo pertenece al futuro”.
La Comuna de París inspiró a militantes contemporáneos y futuros. “¡La historia no conocía hasta ahora semejante ejemplo de heroísmo!”, aseveró Marx. Lenin dedicó cuantiosas páginas a sus lecciones y Trotsky se refirió a ella como “un relámpago, el anuncio de una revolución proletaria mundial”. Pero, ¿qué fue exactamente?
Louise Michel, firme en las trincheras, propagandista, escritora, docente y organizadora lo explicó en sus memorias de 1886. Para entonces tenía 56 años, pasaba uno de sus tantos períodos en prisión y brindaba los manuscritos a su abogado como “su última voluntad y testamento” (aunque le quedaban 19 años de vida… y de lucha).
La Comuna nació el 18 de marzo de 1871, después del fracaso francés en el conflicto bélico liderado por Napoleón III frente a Prusia. Los acontecimientos se desarrollaron de forma espontánea. El pueblo, que había soportado hambre, asedio, privaciones y ataques no aceptó la rendición del Gobierno (que había huido de París con sus tropas, sus funcionarios y su policía); se negó a entregar las armas y decidió tomar el poder en sus manos. Surgía así un gobierno de carácter obrero y popular, que celebró sus elecciones propias el día 26. La pequeña burguesía -comerciantes y profesionales- y los liberales, que en septiembre del año anterior habían adherido a la proclama de la III República, se apartaron al ver la radicalización de las masas, influenciadas por las ideas socialistas y anarquistas.
Las mujeres estaban a la vanguardia: fueron ellas quienes impidieron que los cañones fueran retirados y llamaron a sus compañeros a defender la ciudad. “Bajé la colina, con mi carabina bajo la capa, gritando: ‘¡Traición!’. Pensábamos morir por la libertad. Nos sentíamos como si nuestros pies no tocaran el suelo”, narraba Michel. La activista dejó una frase tan memorable como actual: “Cuidado con las mujeres cuando se asquean de todo lo que las rodea y se sublevan contra el viejo mundo. Ese día nacerá el nuevo mundo”.
A lo largo de aquellos dos meses y medio, se llevaron adelante una serie de gestos simbólicos -la venganza de las y los excluidos-, que involucró el izamiento de un estandarte rojo en el Ayuntamiento, el incendio de la Tullerías (muestra del despotismo monárquico), el derrumbamiento de la Columna de Vêndome (que conmemoraba las campañas napoleónicas) y la demolición de la Capilla Expiatoria. A su vez, emergieron medidas muy concretas: se votaron consejeros municipales elegidos por sufragio universal, con cargos eran revocables, cuya remuneración no podía superar el sueldo medio de un obrero; se sustituyó al ejército regular por el pueblo en armas; Iglesia y Estado fueron separados; se decretó la educación laica y gratuita; se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías; y los talleres abandonados por sus dueños fueron entregados a cooperativas.
Louise prácticamente dejó de dormir: todo se sucedía a tal velocidad, que requería una respuesta permanente. Animó el Club de la Revolución -cuyas sesiones encabezó más de una vez- y abogó por orfanatos laicos. También fundó la Unión de Mujeres para la Defensa de París y la Ayuda a los Heridos. Como si fuera poco, la eligieron presidenta del Comité Republicano de Vigilancia de los Ciudadanos.
En sus escritos, rememoraba los nombres de otras compañeras -así como tantas anónimas- que permitieron logros impensados, fundando incluso sus propias instancias de debate. Hartas del Código Civil vigente -que las sometía al tutelaje del padre o el marido, no les permitía votar y las recluía únicamente al rol de madres-, encontraron en los aires renovados la posibilidad de mayores libertades. “Igualdad de educación, igualdad de oficios, para que la prostitución no sea la única profesión lucrativa abierta a una mujer, ese era nuestro programa”.
Estaba convencida de que si más mujeres apoyaban la causa, la caída no hubiera sido tan inminente. “Una mujer supuestamente débil sabe mejor que cualquier hombre cómo decir: ‘Debe hacerse’. Puede sentirse desgarrada hasta el útero, pero permanece impasible. Sin odio, sin ira, sin piedad por ella misma ni por los demás (…). Tales eran las mujeres de la Comuna”.
“París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas”, señalaba Marx en La guerra civil en Francia. Ciertamente, la Comuna de París se volvió una verdadera preocupación para todos los Estados. Sus ecos llegaron hasta a Argentina. El 29 de junio de 1871, el diario La Nación la catalogó como la obra de “una turba de ignorantes feroces” y determinó: “Su primera batalla ha sido el incendio de París. Su segundo combate será acaso la ruina de Europa entera”. Había motivos para la preocupación de la oligarquía local: excommunards exiliados fundarían la sección francesa de la I Internacional (la asociación proletaria fundada por Marx y Engels) en el país.
El 21 de mayo, las tropas oficiales marcharon desde Versalles a París con un objetivo: aplastar a los comuneros a sangre y fuego. Resistencia armada mediante, la “Semana Sangrienta” se prolongó hasta el día 28, cuando se efectuaron 147 fusilamientos en el Muro de los Federados. Se estima que en la represión murieron entre 6 mil y 30 mil personas. Los verdugos -atestiguan los especialistas- no requerían más motivo que las manos roídas por el trabajo manual de sus víctimas para rematarlas. Contaron con la ayuda de Bismarck, su contrincante y líder del ejército prusiano, quien privilegió momentáneamente ahogar la insurrección a sus intereses armamentísticos y geopolíticos.
En los enfrentamientos, Louise apenas se torció un tobillo y se lastimó la muñeca por un proyectil que la rozó, aunque -destacó- su sombrero estaba “literalmente acribillado con agujeros de balas”. En su libro confesaba que su primera inquietud social de la infancia por los animales volvió a emerger de forma inesperada durante el ataque policial. Mientras huía de los uniformados, vio un gato abandonado y se detuvo para ponerlo a resguardo. Es imposible no pensar en aquello que evocaba Clara Zetkin sobre Rosa Luxemburgo, tras su asesinato: “¡Cuántas veces aquella a quien llamaban ‘Rosa la sanguinaria’, toda fatigada y abrumada de trabajo, se detenía y volvía atrás para salvar la vida de un insecto extraviado entre la hierba!”. Por el enemigo, en cambio, ni la polaca ni la francesa sentían compasión alguna.
En La revolución es un sueño eterno, Andrés Rivera se preguntaba: “¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía?”. En el caso de la Comuna, probablemente, tiempo, apoyo de otras ciudades, desarrollo del proletariado urbano y una dirección clara.
A lo largo de esos días oscuros, las mujeres se levantaron y defendieron las barricadas. Cerca de tres mil mujeres trabajaron en fábricas de armas y municiones, recogieron las armas de los caídos para seguir el combate y 120 formaron un batallón femenino de la Guardia Nacional. Todas ellas perdieron la vida en el combate.
“La Comuna, rodeada desde todas las esquinas, solo tenía la muerte en su horizonte. Solo podía ser valiente, y lo fue. Y, al morir, abrió de par en par la puerta al futuro”, concluía Louise. Sabía que estaba plantando semilla.
El juicio a Louise Michel, el exilio y la persecución
Aunque la comunera logró escapar de los soldados, las fuerzas reaccionarias tomaron a su madre de rehén y amenazaron con asesinarla si la joven no comparecía ante las autoridades. Se presentaron distintos cargos en su contra: intento de derrocar un gobierno; instigación de una guerra civil; utilización de armas para la insurrección; falsificación de documentos; planear el asesinato de rehenes; ser partícipe de arrestos ilegales. Se declaró culpable, aceptó la responsabilidad de sus actos y manifestó ante la Comisión de Perdones: “Si me dejas vivir, no voy a cesar de clamar venganza y denunciar, en honor de mis hermanos, a los asesinos”.
La condenaron al exilio en Nueva Caledonia (una colectividad territorial francesa), donde entró en contacto con los nativos canaca y los instó a liberarse del yugo colonial. Durante estos años se acercó a las ideas libertarias. En 1880, el gobierno extendió una amnistía a las y los comuneros. Otra vez en su tierra, se enfrentó a otro proceso judicial por provocación e instigación a la violencia. Estuvo presa entre 1884 y 1886, fecha en que recibió una amnistía y se mudó a Londres, donde continuó su actividad política.
Louise Michel fue llamada la “Virgen Roja” y el poeta Paul Verlaine la comparó con una Juana de Arco del proletariado. Victor Hugo (con quien intercambió correspondencia durante años) le dedicó varios versos. Admiraba sus preocupaciones, su entrega, su olvido de sí misma, su odio a todo lo inhumano; hablaba de “un resplandor visto en una llama”.
Incendiaria, chispa y fuego. Louise se refería a su propia vida como la combinación de dos caras en contraste: la de los sueños y el estudio, y la de los eventos (“como si las aspiraciones del período de calma cobraran vida durante la época de lucha”). Renegaba explícitamente de los estereotipos de la mujer como el “sexo débil”: reivindicaba el papel de “soldadas” en la primera línea y, por su parte, se sentía orgullosa de haber “pasado por la vida junto a las masas, sin dar esclavos a los Césares”. Defendía la lucha de las mujeres por derechos, a la vez que estaba convencida de que solo en alianza con todas y todos los explotados y oprimidos podría conseguir la victoria de sus ideas.
Creía que el arte, la ciencia y la libertad eran tan imprescindibles para el alma humana como la comida. Y que todos los vientos de su vida “se mezclaban en una sola canción, un solo sueño, un solo amor: la revolución”. Murió en su país, tras una enfermedad, en 1905. La despidieron miles de activistas, representantes de sindicatos, grupos de izquierda y asociaciones antirreligiosas, en Francia y otras latitudes. Flamearon -como no podía ser de otra forma- las banderas rojas y negras.
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