Joan Didion (California, 1934), mítica ensayista norteamericana, ha fallecido este jueves a los 87 años en su casa de Manhattan. Sufría esclerosis múltiple desde que era joven, pero la causa de la muerte fue un Parkinson diagnosticado mucho después. La escritora acumulaba cinco décadas de elocuente producción literaria, que incluye crónicas de guerra, reportajes, notas en publicaciones de todo tipo, y dos decenas de novelas y ensayos, entre ellos un par sobre la experiencia más traumática de su vida.
Su sobrino, el actor Griffin Dunne, estrenó en 2017 un retrato completo en su documental El centro cederá. En él le pregunta, “¿cómo te sentiste cuando viste a una niña de cinco años colocada de ácido?”. Didion balbucea un momento como si no encontrase las palabras para describirlo. Parece incluso que va a echarse a llorar, hasta que responde: “No te voy a mentir, era oro puro. Cuando trabajas en un artículo, das tu vida por algo así”. Se refiere a Arrastrándose hacia Belén, donde narró en 1968 la huida hacia adelante de adolescentes drogadictos que dejaban atrás a sus familias en busca del sueño americano.
Es la respuesta natural de un icono del Nuevo Periodismo. La mujer que se enfrentó en papel a la muerte de su marido, el también escritor John Gregory Dunne, y a la de su única hija, Quintana, y las plasmó en El año del pensamiento mágico y Noches azules. Una escritora que tan pronto cubría guerras, asesinatos y movimientos sociales, como redactaba artículos en Vogue.
Fue en esa revista donde conoció a Dunne, con quien se casó en 1968 y compartió media vida, espacio de trabajo y alguna obra. Aunque él era el escritor reconocido, ambos ejercían la labor de editores mutuos. Quintana llegó de improviso en los 70 desde un orfanato: “No había duda, esa niña iba a ser nuestra”. Ella decía no haber pasado nunca tanto miedo como en la guerra civil de El Salvador, pero lo que vino después de 2003 fue mucho peor. Para superar la muerte de su marido por un ataque cardiaco, se sentó de nuevo frente a una máquina de escribir.
“Siempre he pensado que si analizo algo, me da menos miedo. La teoría dice que si la serpiente se mantiene en tu campo visual, no te morderá. Eso se asemeja bastante a cómo me enfrento yo al dolor”, confesó Didion. El reptil vino a buscarla dos veces –en la Nochebuena de 2003 y en el verano de 2005, cuando perdió a John y a Quintana, respectivamente–, y la escritora lo esquivó publicando dos novelas: una en 2005 y otra en 2011.
Fue una forma de dejarlos ir y de “pagar el billete de vuelta al mundo real”. También de deshacerse de la culpa por la muerte de su hija a los 39 años, enferma de neumonía. “Todos nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”, solía decir, y las suyas enseñaron a hacerlo a varias generaciones de estadounidenses.
El congelador de los manuscritos y la Coca Cola
En un programa de televisión, su marido recordaba cómo Joan se hizo famosa “de la noche a la mañana” por una reseña en The New York Review of Books de su libro Arrastrarse hasta Belén (1968). Le costó quitarse la etiqueta “la mujer del escritor”, pero cuando lo hizo fue por fin reconocida como la mayor cronista norteamericana de los años 60 y 70. A partir de ahí, empezó a crear imágenes sociales con un estilo muy confesional y a ganarse el título de escritora “de carácter”.
Didion no necesitó ser foco de polémicas para destacar y, a la vez, presumir de un círculo de amistades que competía con el de una estrella del rock. Y ni siquiera estas contrataron a Harrison Ford como carpintero, como hizo ella. Salía de fiesta con Janis Joplin y por su casa desfilaban personalidades como Brian De Palma, Steven Spielberg o Martin Scorsese.
Se adentró en el estilo de vida hippie de Los Angeles, y buceó mucho más al fondo de la filosofía flower power. También cubrió los asesinatos de los Manson, llegando a entrevistar durante semanas al único miembro de La Familia que fue absuelto, Linda Kasabian. Le preparó la cena a ella y a su hija, e incluso le compró el vestido de los juicios. También asistió cada día al estudio de The Doors mientras grababan su tercer disco y publicó una larga charla con Jim Morrison.
Mientras, lanzaba sus libros y se formaba esa extraña imagen de superestrella que pocas veces alcanzan los escritores y periodistas. Pero, como recuerda su editora lejos de darle más confianza, esta situación le estresaba sobremanera. Cuando se sentía atascada, metía los manuscritos en el congelador hasta que le llegaba la inspiración. Allí, junto a sus incondicionales latas de Coca-Cola, descansaron algunas obras míticas de Joan Didion como Una liturgia común (1977) o El álbum blanco (1979).
En los últimos años, más allá del documental de su sobrino, había desaparecido de la esfera pública. Lo único que hizo, con lo que despistó a sus fans, fue una campaña publicitaria de la marca francesa Céline en 2015. La imagen de ella ataviada con gafas y jersey negro circuló por las redes sociales y sus seguidores se manifestaron ligeramente incómodos con la idea de que se vendiese a una marca de lujo. Pero lo cierto es que la intelectual era una fetichista de la moda confesa y nunca se avergonzó de ello.
En El centro cederá se mostró como una figura fantasmagórica que respondía con frases cortas a lo que ya había contado mil veces. Sus manos venosas eran demasiado débiles como para coger un sandwich o el mando de la tele, y su cuerpo, aquejado de esclerosis, parecía a punto de quebrarse cuando gesticulaba efusivamente con los brazos. Solo interactuando con su sobrino, Didion dejaba de ser el reflejo triste y cansado de los palos que le había dado la vida.
El caso contrario ocurrió con su obra, que a partir de 2016 se convirtió en una lectura recuperada y ella, en una mujer destacada en las listas de imprescindibles. Creía firmemente en que el centro siempre cede y que las mejores historias están en los márgenes. Los mensajes y obituarios de hoy demuestran que el foco de Joan Didion también llegó mucho más lejos de lo que ella alcanzaba a ver.