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Crónica

La cantautora kamikaze Cat Power cabalga los cielos a lomos de Bob Dylan

Cat Power, que no permitió hacer fotografías en Barcelona, en un concierto en Sao Paulo, Brazil

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¿Cuál es el movimiento musical qué más discreta e insospechadamente ha emergido en los últimos años? El de las versiones. Cientos de grupos tributo imitan las canciones y los gestos de artistas consagrados en salas pequeñas, medianas y grandes de nuestro país. Algunos lo consideran la última gran plaga de la industria musical. En un sector donde la originalidad es el tesoro más preciado, los conciertos de versiones son la opción más inaceptable. El no más rotundo. La última frontera del mal gusto. ¡Peor que el reggaeton! Lo peor.

Y en estas, llega la reputadísima cantautora estadounidense Cat Power y se saca de la chistera un disco que es un concierto de versiones que calca de cabo a rabo un disco ajeno que, en realidad, es la grabación de otro concierto. Y nada menos que de Bob Dylan. Un concierto, no: el concierto. Porque Cat Power Sings Dylan ‘66: The Royal Albert Hall Concert es lo que su título indica: la repetición del mítico recital con el que el bardo de Duluth inició su etapa como cantautor eléctrico. Un capítulo crucial en la historia de la música del siglo XX. Por lo tanto, la única actuación de este verano de Cat Power -que la artista prohibió fotografiar- en España iba a ser la interpretación de un disco en vivo, el suyo, que a su vez era la fotocopia de un disco en directo ajeno. Vamos, un concierto de banda tributo, pero en plan fino.

¿Qué cabía esperar de una actuación de guión tan estricto, en la que no había margen alguno para la sorpresa, cuyo repertorio quedó marcado a hierro hace nada menos de 58 años y cuyo autor, por cierto, sigue vivo y de gira? ¿Qué sentido tiene exponerse a un examen final tan difícil de aprobar? ¿Dónde radica el placer de subir a un escenario para ser quien no eres? Aunque cada vez haya que poner esta afirmación más en entredicho, una de las virtudes de los conciertos es su imprevisibilidad. La música en directo no es cine. Lo que se ve ocurre en ese preciso momento. Pero, ¿lo que venía a presentar Cat Power era un concierto o más bien una obra de teatro musical? ¿O tal vez una performance folk? Y más importante aún, ¿qué maldita gracia podía tener todo aquello en 2024?

Espaguetis fríos

El pianista e improvisador Agustí Fernández afirma en sus talleres que el músico de directo nunca debe servir espaguetis fríos. El público debe percibir que lo que sucede sobre en escenario se está decidiendo y cocinando en ese momento, que no le están calentando en el microondas un plato de pasta de ayer o de hace tres días. Sobre el papel, el recital de Cat Power era un plato de espaguetis que se cocinó en 1958. Y aun así, no tardó ni un minuto en sepultar todos los recelos habidos y por haber respecto al tan mal visto género de los conciertos de versiones. Salió a escena trajeada y descalza, respaldada por un guitarrista y un armonicista; es decir, dividiendo por tres la sagrada estampa de Dylan. No, no se disfrazaría de Dylan. Ni siquiera tocaría la guitarra o la armónica. Solo cantaría.

Y al abrir la boca empezó el ejercicio de hipnosis. El péndulo del tiempo nos hacía ver tres siluetas humanas pero escuchar solo una fuente de sonido. El sonido más prístino y preciso que se pueda imaginar. Sobrevolando una plaza en silencio absoluto, la magia ya había surtido efecto. Sería un concierto de versiones, sí, pero sería tan original y conmovedor como contemplar a un maestro de caligrafía japonesa escribir tu nombre deslizando el pincel sobre un lienzo blanco, trazando con la tinta negra curvas y quiebros insospechados. A menudo, en los conciertos se difuminan muchos detalles de las grabaciones. Aquí sería al contrario: Cat Power nos entregaría un microscopio para escudriñar la magia de Dylan acompañándonos en todo momento en ese memorable viaje en el tiempo.

De repente, aquel plan inútil y suicida de imitar al artista más inimitable cobraba sentido. También, verbos como recitar, interpretar y representar adquirían una autoridad inalcanzable para tantísimos imitadores. La cantautora kamikaze se plantaba en la sala de los espejos luciendo el traje más difícil de entallarse, el de imitadora de Dylan. Paradoja: enfundándose el corsé definitivo podría ser la Cat Power que quería: aquella niña fascinada que a los 15 años quedó fascinada por un concierto de Bob Dylan y por la música, en general. Regresando a la casilla de salida después de tres décadas de carrera, nos invitaría a recorrer aquel disco que cambió tantas cosas. Interpretar un disco en vivo puede ser como entrar en El show de Truman, pero el concierto de Cat Power en el Poble Espanyol de Barcelona fue mil veces más emocionante que la grabación que disponible en tiendas de discos y plataformas digitales. Todo eso son las postales de la aventura. El concierto fue como remontar un río en barca. El río Dylan.

Un libro de caligrafía

Cat Power agarró el cancionero de Bob Dylan como quien se enfrenta a un libro de caligrafía y completó todos los ejercicios con una devoción evidente y una libertad aún más palpable. La guitarra acústica de Henry Munson era la línea de puntos y sobre ella la cantautora estadounidense iría derramando la tinta negra de su voz, delineando caprichosos trazos vocales, rebasando siempre que quisiera el calco original, pero sin traicionar la pauta dylaniana. En una época en la que los conciertos son espectáculos sobreestimulantes, allí no había opción para el despiste. Cuatro focos fijos, un telón negro y el mejor de los regalos: poder concentrarse en los cambios de acordes y los caprichos vocales, poder concentrarse en los escasos ingredientes que sostienen la cocina de Bob Dylan, poder disfrutar de su delicado impacto acústico sobre el silencio. Que alguien tome el libro de recetas de Dylan y cocine siete canciones delante tuyo no tiene precio.

Cat Power nos entregaría un microscopio para escudriñar la magia de Dylan acompañándonos en todo momento en ese memorable viaje en el tiempo

La antaño errática Chan Marshall (ese es el nombre de la artista de Atlanta) estuvo ayer más centrada que nunca. Trabajando a conciencia la expresividad de su preciosa y adormecida voz, subrayando los versos con tímidos contoneos y gestos, pero siempre ciñéndose al guión escrito en 1966. Todo el bloque acústico sonó en idéntico orden. Conforme fue superando títulos, Cat Power se soltó más y más. Empezó a juguetear con las sílabas, con la distancia del micrófono, retirando la red de protección para colar impulsivos giros vocales como quien lanza un pellizco de sal en el guiso y mete el dedo sin vergüenza para probar qué tal, derrapando más de lo deseable en momentos puntuales (en It’s all over now, baby blue), pero sumergiéndose hasta el fondo en las canciones más largas para regalar las interpretaciones más turbadoras. Los nueve minutos de Visions of Johanna y los doce de Desolation row ingresan por derecho propio en la historia de la música en vivo de Barcelona. La tierra dejó de girar sobre su propio eje durante ese rato. Habrá que reajustar millones de relojes.

Judas está muy a favor

Si aquella actuación de Dylan ha pasado a la historia es porque después de aquellas siete canciones en acústico apareció una banda y aquello se transformó en una actuación de rock eléctrico que marcaría el devenir de su carrera y transformaría para siempre la historia de la música del siglo XX. La segunda parte del concierto de hace 58 fue un desafío para los asistentes. En 2024, en cambio, el desafío ya estaba superado. El desafío habían sido los primeros 45 minutos de delicadeza acústica en un mundo tan infestado de ruido. Por contra, el bloque eléctrico era ahora el premio. Haciendo exactamente lo mismo, el concierto de Cat Power que recreaba el concierto de Dylan funciona hoy justo al revés.

Parte del público se levantó de sus sillas ya con ‘Tell me, momma’ y no se volvió a sentar. El impacto de la metamorfosis eléctrica es prácticamente nulo en 2024. Visto desde el presente es una transición natural. Para obtener una reacción tan airada del público como la que sufrío Dylan en 1966 Cat Power hubiese tenido que salir para el segundo bloque con un discjockey, tres bailarinas y perrear Flow 2000 de Bad Gyal. No fue así. Si se extralimitó en algún momento, saliéndose del papel que se había autoencomendado, fue cuando animó al público a dejarse llevar por el fragor rockero de Leopard-skin pill-box hat. “¡Bailad, bailad!”, exclamó. Minutos después alteró ya no la caligrafía vocal sino los versos de Just like Tom Thumb’s blues y en vez ceñirse al I'm going back to New York City original soltó “I’m going back to Barcelona”.

En cierto modo, ahí se rompió el hechizo. La performance se hizo realidad y presente. La representación teatral rompió la cuarta pared. Hacía un rato que la magia vocal y el protagonismo de Cat Power se habían difuminado envuelta en aquel concierto de rock recio y clásico. Fabuloso, todavía. El sonido era igual de preciso y conmovedor: música cocinada en cazuela de barro. Dos guitarras eléctricas, órgano, piano, bajo y batería. Una herejía absoluta en 1966. Arropada por tanto músico, Chan Marshall jugaba aún más a cantar alejada del micrófono, ayudándose de la mano colocada junto a la boca para proyectar más la voz. A veces, se apartaba tanto del micrófono para cantar de perfil al público que parecía estar respetando en espacio que, ahí en medio, debiera ocupar Él. Parecía estar haciendo coros a un Bob Dylan que nadie veía. Solo ella.

De regreso a 2024

‘Ballad of a thin man’ fue la interpretación más exultante del bloque eléctrico. La banda la hizo sonar siempre a dos palmos del suelo. Si en la primera parte Cat Power se benefició de un silencio ceremonioso que no se le dispensaba solo a ella sino especialmente a la leyenda a la que ella representaba, en la segunda, ya se la vio cabalgar a lomos de Bob Dylan. Por primera vez se alejó del pie de micro y se desentendió del atril donde tenía todas las letras. La cantó de memoria buscando la mirada y la complicidad del público que seguía, en su mayoría, sentado. Ella intentaba explicar que el show estaba visto para sentencia, que la prueba estaba superada, que podíamos ir regresando a 2024. Pero el público aún tenía interiorizadas las instrucciones que nadie había dado: estábamos en un teatro, aquello era una representación. Y la representación aún no había concluido. 

Culminado el último ocho mil, ‘Like a rolling stone’ fue como esa última etapa del tour en la que nadie se juega nada porque la victoria ya está en el saco. Ese punteo cristalino y exultante. Esa lluvia de confeti invisible. Tuvo que insistir hasta tres veces para que el público abandonase sus sillas y se sumase a la celebración. “¡Vamos, no tengáis miedo!”, exclamó. Por primera vez en toda la noche, la escena cobró forma de concierto. Chan paseando por el borde del escenario, de extremo a extremo, jaleando a un auditorio que por fin se fundía con la música y la hacía suya coreando el estribillo e incluso bailando.

Tal vez en futuras visitas, con composiciones nuevas y de creación propia, Cat Power vuelva a ser Cat Power: impredecible, errática, caprichosa, esquiva, huidiza, turbulenta… Ayer, no. La sensación de victoria fue indiscutible. “Fight the power. Adiós muchachos”, fueron sus últimas palabras. Y ahí nos dejó, preguntándonos qué había sido todo aquello. ¿Un recital? ¿Una obra de teatro? ¿Una performance? ¿Un sesión de hipnosis? En cualquier caso, una maravilla.

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