Uno de los festivales más singulares de la música electrónica ha tenido lugar el pasado fin de semana en Barcelona. Ubicado, tras su paso por varios emplazamientos, en una antigua fábrica de motores del barrio de Bon Pastor, es precisamente la imbricación de música y espacio lo que le ha otorgado cierta notoriedad más allá de la escena de aficionados a este género.
La nave de la desaparecida fábrica Enmasa Mercedes-Benz, a la espera de una gran reforma que la convertirá en lugar central del ecodistrito que la empresa Conren Tramway planea construir en esta zona industrial, es el lugar en el que al menos dos mil personas han bailado durante tres días, desde pronto en la mañana hasta casi la medianoche.
Para entender por qué ubicar un festival de músicas electrónicas en un polígono industrial periférico es una decisión artística y no solo para no molestar a los vecinos, hay que mirar atrás. El productor Martin Hannett, fallecido en 1991 y célebre por su trabajo con el grupo Joy Division, tuvo una visionaria idea al respecto del sonido que buscaba para la desaparecida banda de Manchester: quiso convertir sus canciones en hologramas sónicos que provocasen la misma sensación que “contemplar espacios públicos desiertos, edificios de oficinas vacíos”.
Hannett deseaba que la música de Joy Division, como así sucedió entre 1976 y 1980, fuera la épica banda sonora que narrase fielmente la desolación existencial de una generación que iba a ser golpeada por sucesivas reconversiones industriales, despidos masivos y otras agresiones neoliberales bajo la rúbrica del thatcherismo.
Aunque fue realizado en un estudio, el disco de debut de Joy Division, Unknown Pleasures (1979), parecía grabado en el vacío de una gótica fábrica abandonada, un espacio destartalado atravesado por cavernosos ruidos crujientes. En el alumbramiento de un nuevo estilo musical (el post punk) se insemina una reflexión profunda sobre la decadencia capitalista y el derrumbe existencialista del individuo, en el marco de un entorno frío y hostil.
El desarrollo del postpunk ha abierto muchos caminos: la conocida como música industrial, el rock gótico, la Electronic Body Music (EBM), el New Beat… y así hasta aglutinar muchísimos tipos de música oscura. El festival Ombra es un homenaje a ese camino, a esa cultura osada que ha seguido los preceptos de esa visión que tuvo Martin Hannett para el sonido de Joy Division.
Es difícil que exista mejor escenario para potenciar el sonido de las bandas que el Ombra reúne en su cartel. La organización de este evento ha construido una Capilla Sixtina de la cultura oscura e industrial, y no solamente por el espacio, ya que antes estuvo en otros y en el futuro buscará otros lugares, sino por la idea que hay detrás; la impecable dirección artística es la verdadera protagonista del festival. La separación de espacios está resuelta de una manera elegante, con pocos elementos pero bien colocados. En términos de movilidad el tránsito no era perfecto pero tampoco excesivamente incómodo.
La experiencia de entrada al festival es por sí misma una actuación más. Igual que un astronauta pasa del frío espacio al habitáculo de una nave espacial, o el minero a las profundidades de la roca, así se adentra el asistente al Ombra, recorriendo un largo pasillo envuelto en humo e iluminado por haces de luz y láseres, encaminándose hacia una proyección al fondo donde la persona reconocerá sus contornos distorsionados.
Lo malo de diseñar una escenografía tan espectacular es lograr una programación equivalente, algo que es complicado para cualquier festival y aún más si se quiere ofrecer un menú que incluya un buen número de artistas por descubrir.
La dirección de este festival explicaba a elDiario.es que tiene menos peso el tirón de los grupos del cartel que el concepto global de esta cita, que sería una apuesta por “sonidos inusuales”, donde la experiencia y el descubrimiento están por delante del reclamo que suponen varios nombres conocidos. No obstante, el peso del hecho artístico seguía estando en esa tarima elevada que llamamos escenario. Y el foco estaba ahí puesto. Sobre el papel, In Strict Confidence o Sixth June parecían los nombres más llamativos. En cambio, entregaron los directos menos interesantes.
En un cartel mayoritariamente masculino, resultaron ser dos mujeres las que se coronaron como las grandes estrellas del festival, muy por encima de todo lo demás. La primera de ellas, la sorpresa del festival y sin duda el mejor directo, es Kleio Thomaïdes, cantante del grupo suizo Bound By Endogamy, con un espectáculo vibrante y enérgico.
El siguiente grupo, o quizás a la misma altura, en conquistar de una manera arrasadora la atención del festival, en elevar al menos anímicamente las temperaturas bajísimas de la nave —los asistentes no se quitaban los abrigos— fue María Aguirre, cantante del grupo de Portland Puerta Negra. Aportaron la actuación más política del festival, que empezó con una kufiya colgando del micrófono y el grito de “¡libre Palestina!”, y siguió con una bandera de Estados Unidos pisoteada en el suelo, que acabaría siendo rasgada por María y su compañero Mark al final de su concierto. Una oda electro punk antiimperialista y anti Trump, una banda combativa pero bailable, con una puesta en escena de las más divertidas del festival.
Puerta Negra graba en el interesantísimo sello alemán de cintas de casete Detriti Records (reconocible por su estética devota del marginal arte de fotocopia), y cuyo responsable, el italiano Davide Lace estaba allí también y se marcó dos conciertos seguidos. Con un ligero cambio de vestuario entre medias sin bajar del escenario, uno fue con su proyecto Ascending y el otro con Parole e Azioni.
Fue precisamente la cantante de Puerta Negra al final de su show quien reveló que ese mismo día el productor de su disco Costo humano (publicado con el sello barcelonés Oraculo Records, coorganizadores del festival), Susan Subtract, presente en el festival también con dos proyectos diferentes, estaba de cumpleaños. Conocido agitador norteamericano de la música industrial, Susan Subtract golpeó al público con dos apariciones reseñables: High-Functioning Flesh y Physical Wash. Tuvo que soportar que le cantaran desde el público el Cumpleaños feliz, gesto que devolvió con gritos, bailes sincopados y demenciales, ruido a alta velocidad y volumen violento.
Otro peso pesado del cartel, pero que no defraudó, fue A Split Second, una de las bandas más importantes de la corriente belga de música electrónica durante los 80. Su actitud macarra y pasada de rosca competía con su elegante música electrónica. El momento de mayor locura colectiva tuvo lugar con su himno Flesh, un tema mítico en Valencia durante la ruta del bacalao, además de ser recordado como sintonía del programa musical de Telecinco durante los 90, La quinta marcha.
En un festival que habilita el espacio para la transgresión, es difícil transgredir. Por eso quizá uno de los grupos más provocadores fue el proyecto del joven catalán Raúl Paez, componente del grupo Los Yolos y que se presentaba aquí bajo el nombre 80%Baul. En una primera parte del set, interpretó su música con banda, lo cual ya era un punto de partida raro para un festival donde mandan los sintetizadores. Entre sus miembros, un bajista que parecía extraído de Los Nikis, un destartalado ‘árbol’ de metal y un Raúl sin ninguna vergüenza comiéndose el escenario, una estética no adscrita a los estereotipos de un festival como este. El resultado de esta combinación, un concierto osado y vibrante.