Ruido, desinterés, abuso del móvil y falta de respeto por el artista: los conciertos en la era “del individuo tirano”
“No sé por qué aguanto a esta gente, que la tengo enfrente” cantaba Kaka de Luxe en una explícita y punk Pero qué público más tonto tengo en 1978. Algo similar debió de pensar Damon Albarn durante su actuación, hace pocos días, en el festival Coachella de California. Atónito, el cantante de Blur gesticulaba frente a una parroquia incapaz no solo de corear su más festivo estandarte, Girls & Boys, sino de prestar mínima atención a lo que sucedía sobre el escenario. Pocos le seguían. No se escuchaba un sonoro y colectivo “oh, oh, oh” de vuelta hacia el grupo. Actitud –o más bien su defecto– que provocó un monumental enfado del británico, que llegó a esgrimir un airado “nunca nos volveréis a ver”.
Algo está pasando con el público de la música en directo. La anécdota de Blur aviva la conversación pero no es el mejor ejemplo. Sirve, eso sí, para constatar un error en la programación del festival o una falsa expectativa por parte de la banda. Los británicos jamás sedujeron al público norteamericano más allá del éxito de Song 2. Y de aquello hace más de 25 años. Brecha geográfica y generacional para esclarecer un sonado bluf.
Pero no todos los comportamientos irrespetuosos se explican desde estos parámetros. Hace unas semanas a Magüi Berto, cantante de Ginebras, le resultó imposible presentar una de sus canciones debido al insalvable murmullo. Algo incomprensible, teniendo en cuenta que se trataba de un concierto de su propia gira. Era su público, abarrotando el Teatro Albéniz de Gijón. Su compañera, Sandra, se explayaba poco después en redes: “Si no os molan las chapas, no vengáis a un bolo de Ginebras y si no vais a respetar al de al lado –ya no digo a nosotras, eso es hasta secundario–, tampoco vengáis”. Algo parecido le sucedió a Thom Yorke (Radiohead) con sus The Smile el pasado mes de marzo en Birmingham. No solo pidió al público que “se callara la puta boca”, también acabó mostrando su dedo medio a alguien que le había estado increpando.
No se trata de un fenómeno nuevo. Cualquiera que se haya pateado conciertos antes del cambio de siglo puede dar cuenta de similares conductas. “El que era maleducado antes, lo es ahora. No es que ahora haya más”, afirma la cantante y actriz Rocío Saiz. Y, ciertamente, casos hay para aburrir. La bengala disparada por un seguidor de Frank Zappa que acabó incendiando el Casino de Montreaux en 1971. O el fan español que llamó “gordo, calvo, viejo y vendido” a Greg Graffin de Bad Religion tras haber sido invitado al escenario del Doctor Music Festival en 1996. Hasta The Beatles se despidieron de los directos por culpa de los alaridos de sus fans, un ejemplo llamativo pero diametralmente opuesto a lo que sucede ahora, cuando el objeto de interés de quienes rompen con la armonía no parece estar sobre las tablas.
“Siempre fue algo molesto, pero creo que en los últimos cinco años ha ido a más”, puntualiza el músico holandés afincado en España Rick Treffers. Apreciación que coincide con la del crítico musical británico Simon Price, quien hace pocos meses dedicaba a este tema un artículo en The Guardian. En él afirmaba, con la experiencia de quien se dedica a esto desde mediados de los 80, que “el comportamiento del público en los conciertos ha ido empeorado de forma objetiva y observable”. El periodista aludía a unas normas básicas de conducta distribuidas por la cantante Lucy May Walker y las reducía a una sola: “No seas un idiota egoísta”. Para, a continuación, añadir: “Desgraciadamente, ser un idiota egoísta está muy de moda y los conciertos suelen arruinarse por gente que no se calla y gente que no suelta sus teléfonos. Tras esto, dos causas: drogas y narcisismo”.
El narcisismo no es la única variable que, estudiada por la sociología, podría explicar estos comportamientos. El profesor de Filosofía del Derecho en la Universitat Jaume I, filósofo y escritor Jesús García Cívico expone algunas otras. Entre ellas, la preocupante visión neoliberal de que el público puede disponer a su antojo de la experiencia: “Es la mercantilización de todas las esferas de la vida desde la lógica del consumismo capitalista”, anota. Alude también a un rasgo que, bajo distintos nombres, es propio de la posmodernidad: “El desprestigio de los profesionales, el desdén por el reconocimiento de las trayectorias o la ignorancia del esfuerzo”. “Sucede como si, por decirlo como en el famoso ensayo de Walter Benjamin, se produjera una suerte de pérdida de aura”, apunta. Y añade otro: la desvalorización del concierto “como consecuencia de la inflación de la información sobre eventos y la ubicuidad del entretenimiento. Hoy se predica el estar entretenido desde la comida a la educación”.
Jesús García Cívico señala la desvalorización del concierto “como consecuencia de la inflación de la información sobre eventos y la ubicuidad del entretenimiento. Hoy se predica el estar entretenido desde la comida a la educación”
Tampoco se olvida García Cívico de mencionar la más controvertida de todas ellas: el predominio de lo metarreal sobre lo real, producto de “nuestra obsesión por grabar con el móvil”. Y, si bien no cree que haya intención específica de faltar al respeto al artista, sí la incluye en lo que el filósofo Éric Sadin llama ‘era del individuo tirano’. “Hoy la experiencia no se basta a sí misma sino que debe ser sistemáticamente duplicada y luego publicitada, lo cual provoca que, paradójicamente, se pierda la experiencia directa”, señala. Algo a lo que también se refiere el músico Francisco Nixon (Australian Blonde, La Costa Brava) al advertir que “se está más pendiente de subir stories que de lo que se tiene alrededor”. “El ocio ya no existe, la gente está trabajando todo el rato. El protagonista es el público, el artista es la excusa”, sostiene.
Ya hay quien, como respuesta a esta intermediación tecnológica, ha optado por prohibir los móviles en sus actuaciones. Bob Dylan, Jack White y Björk han dicho “no” al mar de pantallas y otros, como Savages o Afghan Whigs, interpelan constantemente al público para que deje de utilizarlas. Decisiones con las que no está de acuerdo Rocío Saiz, quien cree que “no podemos quejarnos de este mundo que requiere de estímulos constantes. Es lo que hay y hay que adaptarse”.
Cuidado con las cabezas
A la omnipresencia de los smartphones hay que sumar otra práctica generalizada y, en este caso, también peligrosa: el lanzamiento de objetos. Puede ser tan bizarra como las cenizas de un familiar muerto vertidas sobre el escenario de Pink o tan agresiva como un móvil impactando en la cara de Bebe Rexha, quien necesitó tres puntos de sutura. No es algo nuevo pero ahora todas estas expresiones se han intensificado, pudiendo esconder un deseo de protagonismo –y, por ende, viralización– de quienes las provocan.
Al análisis sociológico de estos fenómenos conviene graparle, a continuación, el del contexto histórico. “Para Sadin –explica García Cívico– gran parte de la sobreactuación del individuo contemporáneo se explica porque después de la invención del smartphone (hacia 2007) hay una autopercepción deformada de nuestro propio poder e importancia. Además, las crisis coexisten con toda una tendencia a utilizar fuentes sustitutivas o compensatorias de la frustración, lo que parece liberarnos, momentánea, y creo que inútilmente, de la sensación de impotencia sobre las posibilidades reales de transformar el presente”.
No es aventurado, por tanto, relacionar el incremento de este tipo de conductas con el fin de la pandemia ni con el deseo por recuperar la hasta entonces mutilada interacción social. Tampoco con la necesidad de evasión ante una desmoralizante actualidad. Son precisamente estas circunstancias las que han contribuido a disparar la venta de entradas, en cifras récord desde 2022. Tocante a esto, Guille Galván (Vetusta Morla) expresaba hace unas semanas –en un viralizado tuit en X– su perplejidad ante lo que considera una paradoja: “Nunca ha habido tanta gente comprando entradas para conciertos. Nunca ha habido tanta gente a la que le importe menos la música de los conciertos”.
Al respecto, el veterano dj de la escena indie y creador del podcast Toxicosmos Juan Carlos Mataix cree importante diferenciar en este fenómeno lo que son las salas, donde “sigue yendo el público a ver a su grupo favorito”, de los festivales o eventos al aire libre, a los que “se acude por la experiencia de vivirlo, de maquillarse con brillos o subir a la noria y, en muchas ocasiones, al margen de quien actúa”. De hecho, no es raro que agoten las entradas antes de hacer público el cartel. Algo radicalmente opuesto a lo que sucedía hace más de 20 años. “Antes, el cartel era el principal motivo por el que ibas. Era una experiencia brutal así que es lógico que con los años se haya extendido a otro público. Pero no percibo mayores muestras de mal comportamiento”, recalca.
Juan Santaner, de la agencia de Industrias Bala, mánager de Capitán Sunrise, Crudo Pimento o Pablo Und Destruktion, parece compartir la opinión de Galván pero matizada: “Lo que aumenta es la asistencia a los festivales pero disminuye la de las salas, y están cerrando muchas”. Y aporta una nueva variable a tener en cuenta: la degradación del concepto de cultura. “Un concierto es una expresión cultural que debería protegerse. No se está haciendo. Los festivales son más ocio y vacaciones que cultura, aunque haya excepciones”, expone. Para concluir, advierte del contagio de esa actitud festivalera “poco a poco, pero desde hace tiempo, a las salas”.
El público tiene derecho a distraerse si se aburre. Puede hasta irse. Yo, el día que no me hagan caso, cierro el chiringuito y me busco otra cosa
Quienes descartan categóricamente que la actitud del público haya empeorado en los últimos tiempos es la banda coruñesa Triángulo de Amor Bizarro. Sí señalan, en cambio, que es en estos festivales masivos, “con más fiesta que música”, donde se reproducen conductas más propias de los bolos del fenómeno fan, “como intentar coger las primeras filas para ver al artista que te gusta y despreciar ostensiblemente a los demás, algo muy molesto para las bandas y para el público que sí presta atención”.
Rocío Saiz, por su parte, no cree que deba juzgarse la forma en que se entretiene la gente. “La cultura hace que sobrevivamos. Por eso cuando estás mal te pones una peli y cuando no puedes más te vas de festival”. Además, señala la necesidad de hacer autocrítica en torno a este asunto: “El público tiene derecho a distraerse si se aburre. Puede hasta irse. Yo, el día que no me hagan caso, cierro el chiringuito y me busco otra cosa”. Los componentes de Triángulo de Amor Bizarro agregan: “A un concierto de rock la gente va a divertirse y desfogar. Mientras no haya conductas tóxicas o que molesten o pongan en peligro al público, tampoco deberíamos poner puertas al campo y marcar cómo comportarse”.
Al final, todo se reduce a un mínimo de respeto, sentido común y adaptarse a las circunstancias, como apunta Fran Nixon: “No es lo mismo ir a un concierto concebido como una misa que a otro que se plantea como una fiesta”. García Cívico, a su vez, es partidario de que el público pueda moverse, beber y hablar en los conciertos: “Comentar un concierto durante su desarrollo es una forma comunitaria de expresión y acercamiento cultural que recuerda la naturaleza social y lúdica del acto frente al consumo individual del modelo Spotify”. Y, ya desde un plano más personal, confiesa: “No creo en la sacralización de los músicos, muchos de ellos son irrespetuosos con el público de muy variadas maneras”. Saiz considera, en la misma línea, que el desprecio también se produce del otro lado: “¿O no cogen y se piran, mean a la peña o salen tarde a actuar? ¿Es respetar al público poner entradas a más de 100 euros?”.
Comentar un concierto durante su desarrollo es una forma comunitaria de expresión y acercamiento cultural que recuerda la naturaleza social y lúdica del acto frente al consumo individual del modelo Spotify
Y, por último, ¿es posible mitigar estas molestas situaciones? Rick Treffers, cansado de soportar tanta cháchara –con nombre propio en Holanda, dutch disease–, apostó por un nuevo modelo de directo: “En 2002 monté un ciclo de conciertos en salones particulares. No se usaba micrófono por lo que los asistentes se callaban automáticamente”. Del lado del público, las opciones de mejora se reducen. Es frustrante –e injusto– pagar por un concierto y que otros te imposibiliten su disfrute. Siempre se puede apelar al manido “tu libertad termina donde empieza la mía” antes de pasar a mayores. Aunque, para evitar enfrentamientos, Mataix recomienda “ponerse en primera fila, ahí es donde están los fans”.
En caso de lidiar con una audiencia mohína o desinteresada, en lugar de decantarse por la pataleta a lo Damon Albarn se puede probar la técnica que Triangulo de Amor Bizarro empleó en un bolo en México: “Subimos hasta el tope los potentes amplificadores, respondimos a un par de insultos y procedimos a tocar nuestras canciones más ruidosas. Al terminar, entre gestos de dolor auditivo y desesperación en las primeras filas, nos escabullimos rápidamente y asunto concluido”. A falta de mejor solución, siempre nos quedará el punk.
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