“Te quiero tal y como eres” es seguramente una de las cosas más bonitas que se le pueden decir a una persona, ya que el anhelo de ser aceptados, entendidos y amados es una pulsión que como seres humanos y sociales forma parte inherente de nuestras vidas. También de la de Pinocho, el niño de madera que el escritor Carlo Collodi creó en 1883. Un personaje que cautivó al mismísimo Walt Disney, que le concedió el honor de ser el protagonista del segundo largometraje animado de su estudio tras Blancanieves y los siete enanitos en 1940. También fue el primer filme que lanzaron durante la II Guerra Mundial, aunque la contienda no está reflejada en el metraje.
Hubo que esperar más de treinta años para que llegara su siguiente adaptación, obra de Luigi Comencini en 1972. Otras figuras como Alejandro Malowicki en 1986 y Matteo Garrone en 2019 aportaron sus versiones y, alcanzado 2022, han sido otros dos directores —con apenas mes y medio de diferencia— los que suman sus propias adaptaciones, ambas tituladas Pinocho: Robert Zemeckis y Guillermo del Toro. El remake de acción real del artífice de Forrest Gump (1994) protagonizado por Tom Hanks, desembarcó en cines el pasado 25 de septiembre. El realizador de El laberinto del Fauno (2006) y La forma del agua (2017), por su parte, estrena este viernes 25 de noviembre en salas —9 de diciembre en Netflix— su propia adaptación en un preciosista y comprometido stop motion.
Al comparar ambas obras con la de Disney, quedan patentes sus diferentes contextos de producción así como la personalidad y prioridades que han tenido sus creadores sobre qué discursos trasladar a través de la pantalla. En este sentido, el largometraje de 1940 es el más conservador, el de Zemeckis el más buenista y el de Del Toro el más comprometido a nivel político. Los tres comparten a la marioneta como personaje principal. Un niño de madera fabricado por el carpintero Gepetto al que un hada (varía de nombre según la adaptación) concede el deseo de que este cobre vida.
Una vez otorgado, es responsabilidad del muñeco ganarse la transformación definitiva en 'niño de verdad'. Para ello debe ser bueno, valiente, honrado y desinteresado. Nadie nace sabiendo, por lo que la maga —blanca y rubia en la versión de Disney, negra en la piel de Cynthia Erivo en la de Zemeckis y azul con voz de Tilda Swinton en la de Del Toro— nombra a Pepito Grillo/Sebastian como conciencia temporal. Un planteamiento algo perverso, ya que Pinocho actúa como lo haría cualquier niño desde que se le permite moverse, hablar, pensar y sentir. Sin embargo, ser de madera y no de carne y hueso pesa como una losa que en los filmes se materializa en forma de rechazo, bullying, frustración y aislamiento. Pero no ha sido cosecha de los filmes: ya se cuenta en la novela original.
El villano gitano que nunca más se menciona
La versión de Disney y la de Zemeckis cuentan como villanos principales con Stromboli, el director del espectáculo de marionetas que secuestra a Pinocho; Honrado Juan y Gedeón, quienes convencen al protagonista para que se dedique a ser actor y vaya al colegio; y el Cochero, que le conduce junto a otros chicos a la Isla del Placer para convertirles en burros y venderles a las minas de sal. “Cuanta más libertad se les da, más se comportan como asnos”, llega a declarar sobre los críos. Este último es un hombre gordo, patrón en el que se han enmarcado otros antagonistas de la Factoría del Ratón como la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas (1951), Úrsula de La Sirenita (1989) y el Gobernador John Ratcliffe de Pocahontas (1995), evidenciando que ni el cine de animación se escapa de la preocupante e imperante gordofobia presente en la ficción.
Otro malvado de la cinta de 1940 es utilizado para verter xenofobia. En una de las escenas, Honrado Juan y Gedeón pasean por la calle del poblado italiano en el que tiene lugar la acción cuando el primero repara en un cartel que hay pegado en una fachada. “¿Qué es esto, Stromboli? El viejo gitano ha vuelto”, espeta el primero, “¿recuerdas cuando te puse hilos y te hice pasar por títere? Por poco engañamos al gitano esa vez”.
Así, en apenas diez segundos repite hasta dos veces el término 'gitano' para calificar de forma peyorativa a un hombre al que le puede la avaricia y la codicia; y que además, plantean como si fuera estúpido y se le pudiera engañar fácilmente para robarle dinero. Acto que, a su vez, él mismo perpetra cuando Pinocho triunfa en su debut en el teatro y le niega toda recompensa económica. En las dos siguientes versiones analizadas, y pese a que la de acción real fue producida igualmente por Disney, no mencionan la etnia del citado antagonista. Ni se utiliza para caricaturizarle ni humillarle.
La soledad de Gepetto como alegato antibelicista
Gepetto aparece en las tres películas como un hombre solitario. En las dos adaptaciones de Disney, tiene un espíritu vitalista y está siempre acompañado de su gato Fígaro y su pez Cleo. Habla con ambos continuamente, baila y comparte todas sus inquietudes. En la versión de 2022 se menciona que tuvo un hijo y esposa, Costanza, pero no se explica por qué ya no está junto a él. Aquí es donde Guillermo del Toro se desmarca, dedicando un bello y dramático prólogo a revelar el porqué del aislamiento del carpintero, que recuerda al descorazonador arranque de Up (2009).
Los primeros minutos de la película que el mexicano ha dirigido junto a Mark Gustafson, sirven para poner en contexto la historia. En las anteriores películas se sabe que se sitúa en Italia, pero apenas se dan más detalles sobre el periodo concreto en el que se insertan. Así, el —de momento— último Pinocho se ambienta en la Italia de los años 30, sumida en el fascismo de Mussolini. El filme muestra a un Gepetto viudo que comparte feliz su día a día con su hijo, hasta que la Gran Guerra se interpone en su camino. Una jornada, en la que el pequeño acompaña a su padre a restaurar la estatua de Jesucristo que preside el altar de la iglesia del pueblo, una bomba acaba con su vida. Y en cierto modo, con la de su progenitor.
El hombre, abatido y consumido por la tristeza, se recluye en su casa, que aquí está en las afueras de la localidad y no en su centro como en las versiones previas. El tiempo solo le lleva a estar más cabreado, más desesperado, más apático y vacío. Una noche, borracho como tantas otras, fabrica enajenado una marioneta de madera a la que el hada presentada como 'La guardiana de lo olvidado' da vida. A partir de aquí, la historia es similar a la del resto de propuestas. Después llegará el espectáculo de marionetas, la gran ballena y los intentos de rescate de Pinocho y Gepetto. La gran diferencia es que Del Toro ha ido un paso más allá imprimiendo de antibelicismo su filme por las profundas y drásticas consecuencias que la guerra y el fascismo tiene en los personajes.
Una de las claves la personifica Conde Volpo al que pone voz Christoph Waltz, estrechamente vinculado con el sacerdote del pueblo que visita en numerosas ocasiones al carpintero para decirle que enderece a su extraño hijo. El cura está implicado en una de las escenas que denotan la sutileza e inteligencia del cineasta, en la que Pinocho se sorprende al comprobar al acudir a misa que todo el mundo venera la estatua de Jesucristo fabricada con su mismo material. “¿Por qué él les cae bien y yo no?”, implora. En un ambiente de totalitarismo, en el que las normas son aún más exigidas, constreñidas y castradoras, la existencia de un muñeco de madera que habla es una rara avis sin lugar que lleva el concepto de otredad hasta lo supuestamente inmaterial. Aunque con reverso.
Este Pinocho tiene la capacidad de volver de entre los muertos, algo que en el cuento original, que muchos han relacionado con la masonería y la cultura alquímica, también sucedía. Esta característica le convierte a ojos del conde en el soldado perfecto ya que, no importa las balas que le alcancen, sobrevivirá siempre. Por ello, le obliga a internarse en un centro de entrenamiento militar para niños, a la que lleva hasta a su propio hijo, dispuesto a sacrificarlo por la patria.
Este episodio forma parte del regalo de viaje emocional al que el cineasta somete al público en su cuidadísimo largometraje. El virtuosismo del stop motion que emplea es una joya. Las texturas de cada personaje les confiere un potencial para emocionar muy poderoso. Hay una secuencia en la que Pinocho llora desconsolado por sentirse una carga para su padre que lleva la conmoción a unas cotas de nivel altísimas. En estas cobra igualmente protagonismo la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat, con quien Del Toro ya había trabajado en títulos previos como La forma del agua.
Lo más bello de todas las versiones de la novela de Collodi es cómo subyace el amor entre un padre y un hijo imperfectos. Y el viaje emocional que realizan de aceptación que incluye episodios de reflexiones en voz alta sinceras, útiles y hermosas. Más allá de las oscuridad y lo tenebroso de estampas como los niños convertidos en burros y la aniquiladora ballena —imposibles de olvidar para quienes vieron la película de 1940 en la infancia—; volver a esta historia de la mano de Del Toro es una suerte de reconciliación. Al fin y al cabo, las imperfecciones están para celebrarlas.