Más Guerras Culturales: sigue el rastro del dinero
The Wire nos recuerda dos cosas importantes: la primera es que muchas veces el poder acontece en la sombra, lejos de los lugares en los que se gobierna. La segunda, que si queremos saber quién tiene el poder, hay que seguir el rastro del dinero. La gran serie sobre el tráfico de estupefacientes en Baltimore es perfecta para explicar los movimientos estratégicos que se están dando en torno a las áreas de cultura de los ayuntamientos de Barcelona y Madrid. En Barcelona, y tras un giro inesperado, la concejalía de Cultura ha caído en manos del socialista Jaume Collboni después de firmar un pacto con Ada Colau. En Madrid, el PSOE quiere arrebatarle cultura al consistorio de Manuela Carmena. Desde que Ahora Madrid asumiera el poder, el ataque contra la concejalía que dirige Celia Mayer ha sido constante. Recientemente han salido a la luz conversaciones en las que el socialista Antonio Miguel Carmona se ofrecía a Ausbanc para atacar a la concejala de cultura. A veces política y ficción están demasiado cerca.
Lo único que le faltó a The Wire para ser un retrato perfecto de cómo funciona el poder en los enclaves urbanos fue dedicarle algunos capítulos a las instituciones culturales y su capacidad para producir imaginarios y ordenar el territorio. La gestión pública de la cultura constituye un ejercicio difícil, porque no sólo opera en diferentes niveles (el simbólico, el estético, el emocional, el identitario, etc.) sino que también cruza distintas esferas de valor. La cultura es valiosa porque ayuda a definir nuestra identidad colectiva, nos ayuda a entender nuestras diferentes memorias y nos hace reflexionar sobre el presente, pero también puede contribuir a revalorizar un enclave urbano (lo que se viene llamando gentrificación o procesos de ennoblecimiento urbano), puede ser un factor clave para atraer turismo o para hacer que una ciudad más atractiva para inversores y corporaciones internacionales.
Así se da la paradoja de que la cultura, pese a operar fundamentalmente en un nivel inmaterial, tiene consecuencias materiales muy tangibles que se manifiestan en forma de ordenaciones urbanas, planes especulativos, entradas de turismo, etc.
Fase 1: controlar los símbolos
Esto lo hemos visto de forma clara en lugares como Bilbao, donde el denominado efecto Guggenheim es innegable. La llegada del museo ha transformado la percepción simbólica y la imagen de la ciudad, pero también ha influido en la revaloración de su suelo, ha hecho de Bilbao una parada obligatoria para el turismo y ha servido como emblema para resituar la ciudad en el panorama internacional. En Barcelona es imposible disociar grandes eventos culturales como el Foro Internacional de las Culturas de 2004 con la reurbanización de la zona Diagonal Mar, un complejo hotelero y de viviendas de lujo que físicamente rodea el enclave en el que se produjo el foro. El encarecimiento del suelo que rodea el Tate Modern de Londres, o el impacto económico y turístico que tiene el Festival de Cine de San Sebastián, son tan sólo unos pocos ejemplos de un fenómeno que se repite en ciudades y municipios de todo el mundo. La cultura y las tramas de desarrollo urbano son primas hermanas.
Es por eso que, quien gestiona la cultura desde las instituciones públicas, debe entender la realidad simbólica en la que opera, prestando atención al relato de ciudad que quiere producir. Esto es, los imaginarios colectivos, las identidades que se quieren potenciar, las memorias que se quieren hacer visibles y las que se quieren ocultar. Pero también ha de saber enfrentarse a los intereses económicos y comerciales que subyacen a las acciones culturales, a los lobbies y grupos de interés que se benefician de ella, intereses y tramas urbanísticos, concesiones y empresas que gestionan los grandes equipamientos, a las tramas de contratación de personal. En definitiva, a toda la actividad comercial que de forma más o menos visible nos recuerda la realidad material de la cultura.
Las guerras culturales que se están dando en este país desde que entraron en los consistorios ciudadanos que no tenían un perfil de políticos profesionales, empezaron en torno a la dimensión simbólica de la cultura: el color del traje de los reyes, el contenido de algunos tuits, el cambio de nombre de ciertas calles, la presencia o no de de un retrato del rey en diferentes consistorios, casos de censura, las reinas magas de Valencia o los mensajes que aparecían en una pancarta de cartón sostenida por títeres de calle. Cualquier gesto podía ser susceptible de dar pie a un escándalo. El fondo de estas batallas mediáticas era más o menos trivial, pero el desgaste que han producido en diferentes consistorios es del todo real. Estas guerras han tenido consecuencias notables: ceses de cargos directivos, reordenación de áreas de gobierno, paralización de planes y, sobre todo, la instauración de una cultura del miedo en la que el “más vale prevenir que curar” ha calado hondo. Desde la ciudadanía comprobamos con tristeza que lo que podían haber sido ayuntamientos del cambio se han convertido en gigantes cautelosos que avanzan con miedo a caer en una nueva trampa dialéctica.
Fase 2: controlar las instituciones
Las guerras continúan, la contienda crece de escala. Una vez debilitados los equipos de gobierno es más fácil ir a por las posiciones importantes. En esta segunda fase ya no está en juego el interés por controlar los símbolos, sino que hay una voluntad clara por controlar las instituciones y las tramas económicas que de ellas dependen. No es casualidad que Collboni quisiera asumir no tan sólo el área de cultura, sino también innovación y parte de economía. En este gesto por capturar la vertiente empresarial de la cultura, lo primero que hizo fue intentar colocar como comisionado a Xavier Marcé, viejo conocido del PSC y antiguo Director General de Industrias Culturales de la Generalitat.
Marcé, como indicaba La Directa, siendo subdirector de la empresa Focus, ha gestionado durante muchos años una parte importante de eventos públicos del instituto de cultura y tenía importantes relaciones comerciales con el ayuntamiento. Igualmente Focus lleva la explotación de cuatro teatros de la Condal (Romea, Villarroel, Condal y Goya) y del Teatro de La Latina en Madrid.
Darle la capitanía de cultura implicaba entender la cultura como un recurso al servicio de intereses privados y empresariales, todo lo contrario a lo que apostaba Colau en su programa. Sin embargo, esta maniobra se frustró en el último momento. Eran tan evidentes los intereses cruzados de Marcé, que esta puerta giratoria se le cerró bruscamente, en parte gracias a la notable reacción de gran parte del sector cultural que hizo patente su descontento a través de las redes.
El asedio en Madrid
En Madrid, los ataques a Celia Mayer desde que asumiera cultura han sido incesantes y tras debilitar el área contamos con indicios de que el PSOE también quiere hacerse con cultura. De nuevo, hemos pasado de luchas por dominar los símbolos a abrir una contienda por dominar la máquina que mueve el dinero. La semana pasada saltó la noticia: con la abstención del PSOE, los populares y Ciudadanos pidieron la destitución por “motivos éticos y morales” de Santiago Eraso, director de Madrid Destino, la empresa pública que maneja un presupuesto de alrededor de 56.000.000 de euros y de la que dependen gran número de equipamientos públicos y teatros como son el Circo Price, el Teatro Español, Medialab Prado, Matadero Madrid o el Teatro Fernán Gómez entre otros. Eraso, un profesional con una carrera dilatada y ampliamente contrastada, se ha visto en el centro de una polémica innecesaria que lo único que busca es debilitar un poco más cultura para intentar arrebatar una empresa pública que es, sin duda, una de las maquinarias más importantes para gestionar la cultura en el municipio, y de la que dependen tramas económicas nada desdeñables. De nuevo vemos una batalla en torno a lo simbólico que tiene como objetivo recuperar el control material de la ciudad.
Las guerras culturales se han cobrado sus primeras víctimas en forma de destituciones y ceses de profesionales del más alto nivel. Paradójicamente, lo que parecían grandes escándalos se han quedado en anécdotas; a nadie le importan ya el color de la túnica de un rey mago ni el contenido exacto de un tuit. Con Eraso volvemos a ver cómo las batallas que están teniendo lugar distan mucho de ser elegantes: son rastreras y nos recuerdan que hacer política también es eso, pelear en el barro. Las luchas por dominar los símbolos han dejado paso a las contiendas por controlar las máquinas que producen dinero, que ordenan la ciudad y que bien gestionadas pueden llegar a desplegar un importante poder en el medio urbano. Como vemos, ir a por la cultura no es un capricho. Lamentablemente, lo que tienen en común ambos consistorios es que ninguno de los dos ha sabido ver el valor estratégico de cultura. ¿Será esa la razón por la que tanto Colau como a Carmena se han mostrado tibias a la hora de defender a sus equipos? Quizás, finalmente, no resulte tan fácil entender lo que significa la cultura como bien común. Lástima que The Wire eso no nos lo pueda enseñar.