En el último goteo de hipótesis sobre la muerte de Prince, su cuñado afirma que el cantante trabajó 154 horas sin descanso antes de caer fulminado por agotamiento. Ni siquiera hace falta que la dedicación a su trabajo fuese tal para entender su obsesión por los derechos de autor. La batalla napoleónica de Prince contra las garras de los grandes sellos discográficos y el streaming relegaría a la misma Taylor Swift. Lo que la mujer mejor pagada de las listas de éxitos consiguió juntando unas cuantas letras y haciendo pública una carta a Apple, el de Minneapolis se lo peleó en tribunales desde los más tiernos años 90.
Esa decisión no ha sido siempre bien acogida entre sus seguidores, que no entienden por qué acceder a su música -incluso post mortem- es una tarea hercúlea. Spotify, Rhapsody o iTunes no son consuelo para los dolientes, pues Prince no era partidario de la difusión online en particular y de la tecnología musical en general. “No soporto la música digital. Recibes el sonido en bits. Eso afecta a tu cerebro de distintas formas. Si la vuelves a reproducir ya no sientes nada. Somos gente analógica, no digital”, confesó a The Guardian.
A día de hoy, Prince se retorcería ante el destino de su ingente cantidad de temas inéditos. La docena de álbumes y material no publicado verá la luz en cuestión de semanas bajo una política que él jamás hubiese autorizado. Las licencias comerciales bailarán en un limbo entre la culpa y la legitimidad que, aunque nos permitan disfrutar de su legado, atentarán contra su labor vitalicia. Sin embargo, todo esto quedaría en un mal sueño si se descubriese un testamento que asegure el control de sus canciones desde la tumba.
La polémica está servida. Por un lado, los defensores del creative commons, gigantes discográficos y fans huérfanos de su música. Por el otro, los agradecidos compañeros de profesión que ven cómo su talento es malversado en despachos y contratos esclavistas. Entre batallas de Propiedad Intelectual, la única realidad objetiva es que la cruzada de Prince cambió la industria musical moderna para siempre.
La explotación del niño prodigio
Ser un virtuoso en la industria discográfica, donde los sellos roen los beneficios hasta el hueso, es un arma de doble filo. Eso le ocurrió al joven Prince Rogers Nelson cuando llegó a Warner Bros en 1978. En su álbum debut, For You, Prince aparece en los créditos como músico de todos los instrumentos, cantante y compositor de cada una de las letras. Si bien no fue un gran éxito, el disco descubrió a un genio en ciernes y reveló una actitud perfeccionista hasta el disparate. Esta autenticidad se mantendría en la visión artística de 1999 y Purple Rain. Justo antes de que estallase la tormenta.
En los albores de la locura desatada con Diamonds and Pearls, Prince firmó un contrato de 100 millones de dólares con Warner por seis discos. Los artistas cerraban este tipo de pactos sin leer la letra pequeña y, en lo que dura un garabato, renunciaban a todos los derechos y al control de sus creaciones en última instancia. Un error en el que también cayeron grandes leyendas como The Beatles o Michael Jackson.
A modo de rebelde escapatoria, el cantante empezó a aparecer en los conciertos con la palabra slave (esclavo) tatuada en la mejilla. También firmó su propia muerte artística al prescindir de su nombre y utilizar un epónimo impronunciable para meter en líos a la Warner. El sello tuvo incluso que crear un software para reproducir el símbolo en las notas de prensa y huir de los tribunales. Como resultado nos queda su fantástico Chaos and Disorder, que no es más que un disco apresurado para cumplir sin ganas con las exigencias de la compañía.
Las secuelas del trauma
Después de concluir con su contrato y recuperar el nombre de Prince, el artista comenzó una serie de relaciones promiscuas con varios sellos discográficos. Sus abogados se sentían despechados y vendían a la prensa que Prince les intercambiaba como si fueran “ropa interior”.
Esta inversión en asistencia legal terminó por dar sus frutos y recuperó el catálogo íntegro de sus canciones, junto a los derechos de autor que se derivan de ellas. Sin embargo, las secuelas de esta tóxica relación propagaron su batalla hacia otros campos musicales.
El caso más sonado tuvo lugar en 2007, cuando el cantante y Universal Music demandaron a una madre por subir a Youtube el vídeo de su pequeñó bailando Let's Go Crazy durante 29 segundos. De acuerdo con la controvertida Ley del Digital Millenium Copyright, Youtube tendría que cerrar la página de la infractora, quien respondió con una demanda que sigue vigente en la actualidad. Además, tras este incidente, la plataforma de vídeos de Google retiró más de 2.000 grabaciones del cantante.
Mientras que la mayoría de artistas lo han asumido como consecuencia inherente a estos tiempos, Prince no soportaba la futilidad de las redes sociales. También intercedió para retirar los vídeos que grabaron sus fans durante un concierto en el Coachella donde interpretó Creep, de Radiohead. En este caso, el mismo grupo británico tuvo que reclamar su posesión del copyright para que estos fragmentos permaneciesen al alcance del público. No corrieron la misma suerte los usuarios de Vine, que subieron pedazos de seis segundos de una actuación en 2013. Al cantante de Cream se le metió entre ceja y ceja que estos clips representaban un uso ilícito de su música y los vídeos tuvieron que desaparecer.
Aunque estos episodios no favorecieron precisamente su popularidad, en 2014 Prince volvió a denunciar a 20 personas por violar los derechos de copyright. Su delito fue colgar las actuaciones del cantante en sus redes sociales y ofrecer enlaces a otras plataformas que reproducían su música. La querella exigía un millón de dólares en daños a cada uno de los demandados, pero se resolvió sin dramas.
El mal del streaming
streamingPrince comenzó su campaña de desprestigio de las plataformas en streaming, como Taylor Swift, criticando que esos servicios no pagan suficientes royalties a los artistas que incluyen. Así que en 2015 cortó lazos con la mayoría de los vendedores digitales y mantuvo su contrato únicamente con la red de Jay-Z, Tidal. Este sistema no admite reproducciones gratuitas y establece una suscripción desde los 9,99 a 19 euros para escuchar la música en una mejor calidad.
Aunque algunos de los casos anteriores nos puedan parecer exagerados, estos éxitos legales animaron a los jóvenes talentos a proteger el valor de su propio trabajo. Son muchos los que se resisten a las restricciones draconianas de los sellos y prefieren un desarrollo independiente de su música. Para muestra, Macklemore y Ryan Lewis se alzaron con cuatro Grammys por un disco de rap que se grabó sin el tradicional apoyo de un gigante discográfico.
Respecto a su legado, nada podrá impedir que los próximos temas de Prince sean un caramelo para las redes sociales. Aunque él no lo quisiese así. Y es precisamente ese respeto y detalle por su trabajo lo que hoy nos hace llorar su prematura desaparición.