Recuerdos que hacen barrio
En estas noches de calor perruno, cuando el insomnio sobra y se convierte en un sueño que nos traslada a otra época, me da por salir al balcón y encender un cigarrillo. Son hábitos que uno cultiva desde hace la tira de años, de cuando aún vivía en Madrid y en las noches asfixiantes de verano salía a fumar a la ventana. Y así, entre una calada y la siguiente esperaba que el insomnio se gastase hasta conciliar el sueño.
Eran noches en las que el horizonte se podía alcanzar con la punta de los dedos, el mapa del mundo estaba aún por hacer y el cine Lido lucía sus carteles pintados a mano. 'Indiana Jones', 'Top Gun', 'La mujer de rojo', una sesión continua que yo emborronaba con el humo de mis cigarrillos. Un poco más arriba estaba la Sala Carolina, que antes había sido un cine donde echaban pelis de Charles Bronson y Burt Reynolds, actores tan capaces para el crimen como para la caricia; tipos duros con los que suspiraban las mujeres de entonces. Confieso que siempre quise ser como cualquiera de ellos. Al final, me tuve que conformar con ser un chaval delgaducho al que el viento levantaba de las calles.
Pero no quiero despistarme. Iba diciendo que desde la ventana de mi casa me asomaba a la noche de la calle Bravo Murillo, y que la Sala Carolina había dejado de ser cine para dedicar su espacio a los conciertos de rock. Allí fue donde vi el primero de todos los que vinieron después. Entonces yo era un 'micurria' que entraba por la puerta grande para asistir a la grabación en directo del tercer disco de Leño, la mejor banda de rock que ha tenido este país. Tres músicos de barrio que no necesitaban más para llenar el escenario, tres instrumentos que manejaban como si fueran una orquesta numerosa, tres monstruos que andaban sobraos. Con todo, para la ocasión, se dejaban acompañar por Teddy Bautista a los teclados. Por si fuera poco, Luz Casal hacía los coros junto a Jaime Asúa y José Manuel Díaz, ambos de Cucharada, otro de los grandes grupos de la época.
En una de las canciones se subió a tocar el saxofonista Manolo Morales, que se marcó un solo inolvidable. Aquel soplido del metal aún me acompaña en el recuerdo cada vez que el verano escupe su calor. Es entonces cuando salgo al balcón y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero ilumina tiempos lejanos igual a una dalia azul que crece a la sombra prieta de la noche. Y vuelvo a tocar con las manos aquellos momentos que viví en Madrid años atrás, a cientos de kilómetros de distancia.
Puedo escuchar el solo de saxofón de Manolo Morales mientras Rosendo puntea y Tony Urbano hace vibrar su bajo desplazándose de un extremo a otro del escenario. A todo esto, un desmelenado Ramiro Penas marca el ritmo, dándole a la caja con la contundencia de un boxeador que ha cambiado los guantes por las baquetas. No hay golpe malo. Leño fueron tremendos.
Eran otros tiempos, ya dije, no había cacharritos ni zarandajas, y las cabinas de teléfono se mostraban bajo la piel de la noche, siempre a la espera de que alguien las encendiese. Porque siempre hay alguien que necesita escuchar una voz. Porque, aunque nadie es imprescindible, todo el mundo es necesario. Porque los recuerdos nos sirven para conjurar fantasmas, para no perder la sombra ni en la noche más prieta, ahí donde el calor hace que el insomnio suba y el humo de los cigarrillos se convierte en el esqueleto descarnado que baila su danza de puntillas.
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