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“La religión sustituyó la ausencia de comunidad en España”, según Juan Uceda
Madrid, 31 jul (EFE).- Antes de que los Reyes Católicos, y sus sucesores, los Austrias, fomentaran la religión como empresa y objetivo común para los habitantes de los reinos de la Península Ibérica, “un gallego y un aragonés tenían que ver entre sí tanto como con un polaco”, explica el historiador Juan Uceda.
“Esto no estaba en mi libro de Historia de los Austrias” (Almuzara), es el libro que a él le hubiera gustado leer, explica su autor, no centrado en relatos políticos o militares, sino en curiosidades que se adentran en el lado más humano (y a veces macabro) de los monarcas, emperadores y cortesanos, así como en las conjuras y casualidades que marcaron los siglos XVI y XVII.
La gula de Carlos I, la codicia del Duque de Lerma, la lujuria de Felipe IV, la figura de personajes como Guillén Lombardo, que quiso convertir México en un reino independiente y gobernar sobre él (y que inspiró “El Zorro”), o la del pastelero castellano que pudo acabar como rey de Portugal, son algunos relatos alternativos -y documentados- que muestra esta obra.
No faltan acontecimientos como los intentos de algunos nobles de que Felipe II invadiera China, algo que el “rey prudente” descartó completamente tras el desastre de la Armada Invencible, que por su parte solo constituyó un capítulo, y no el más importante, de un largo conflicto entre España e Inglaterra. De hecho, acabó siendo más perjudicial para los isabelinos a pesar de la creencia general.
SENTIMIENTO CATÓLICO Y SOBERBIA
La importancia de la religión católica fue enorme en aquellos siglos, hasta el punto de que suplió “la falta de sentimiento de comunidad” que había al comienzo de la Edad Moderna en lo que hoy es España frente a lugares como la actual Italia, donde los habitantes ya se definían como italianos y un veneciano sentía que tenía vínculos con un milanés, afirma este estudioso de la España imperial.
En pleno auge del protestantismo en otros reinos, el catolicismo, unido a acontecimientos históricos que venían de atrás como la Reconquista, o la llegada a América, generaron el sentimiento generalizado en la población española de ser “elegidos de Dios” y de pertenecer a una comunidad.
“En aquellos siglos se respiraba una atmósfera de soberbia y todos se consideraban caballeros cruzados aunque estuvieran arando en el campo”, relata el joven historiador (Madrid, 1988), para quien los “palos” de los siglos XVIII y XIX, en los que se fueron perdiendo territorios, rebajaron ese sentimiento y lo sustituyeron por “el vicio de la vergüenza respecto a la identidad”.
Un sentimiento de inferioridad que aún a día de hoy impregna el sentir general y lleva a intentar ver siempre el lado negativo de cuanto acontece en el país o a rebajar la propia autoestima como nación, opina Uceda.
En todo caso, en los siglos en los que los Habsburgo llegaron a gobernar el imperio español en sustitución de los castellanos Trastámara por la vía del matrimonio de Juana “La Loca” con Felipe el Hermoso, y de su hijo, el emperador Carlos I, no existía nada parecido a un sentimiento patriótico.
“Una provincia o territorio cambiaban de gobernante por una boda, un nacimiento o un tratado, la soberanía era algo mucho menos fijo y trascendente que a día de hoy” y de hecho los habitantes de a pie estaban poco enterados y preocupados de quién les gobernaba, aunque sí había revuelo entre la élite y los nobles para mantener sus cotas de poder.
Uceda se adentra también en instituciones como la Inquisición, de la que defiende que practicaba un sistema procesal garantista y avanzado para su tiempo. “Habían constatado que la tortura no era algo fiable y estaba prohibida para obtener confesión salvo que hubiera otras pruebas incriminatorias previas. Podías sentirte afortunado si te juzgaba la Inquisición española y no su equivalente romano o suizo”, asegura.
Como ya es conocido, el declive de los Habsburgo se produjo porque estaban tan convencidos de que eran una raza de seres sobrenaturales que gobernaba por derecho divino que preferían afrontar los peligros de la consanguinidad (de los que eran conscientes) antes que mezclar su sangre.
La consecuencia fue una progresiva decadencia genética que acabó con el último de sus monarcas españoles, Carlos II, que murió en 1700 sin descendencia y tras una regencia en la que “bastante tuvo con mantenerse vivo”, relata Uceda.
Marina Estévez Torreblanca
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