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Respuestas para James Rhodes sobre Bad Bunny y “la popularidad del reguetón”

La batalla cultural por los gustos musicales es una de las más cíclicas y espinosas. Si esta inmiscuye al género urbano latino –simplificado bajo la etiqueta de reguetón– es todavía más intensa, sobre todo desde que hace tres años se convirtió en el estilo más popular del planeta. Precisamente eso es lo que no entiende James Rhodes, el pianista británico y nacionalizado en España, que ha vuelto a viralizar el asunto en las redes de forma involuntaria.

“Explicadme, por favor, lo del reguetón y Bad Bunny. Os juro que no estoy diciendo que sea una mierda, pero no entiendo su popularidad”, pidió este domingo a los jóvenes que participan en las charlas organizadas por el BBVA en La 2, A mi yo adolescente. Para muchos, el problema no estuvo en la pregunta sino en la formulación. Rhodes empieza comparando a Bad Bunny con Bach, Chopin y Beethoven: “¿Vamos a escucharlo dentro de 200 y 300 años? Pues no, ni de coña”, afirma el profesional de 46 años.

El pianista pretendía lanzar un alegato en defensa de la música clásica, tachada según él de “pija” y aburrida, comparándola con otros géneros actuales. Admite que hay piezas de Serrat, Sabina o Robe Iniesta que le ponen la piel de gallina, y que lo seguirán haciendo dentro de 50 o 60 años. Tampoco cree que Beethoven tuviera más mérito que Rosalía o Leiva –“ni de coña”–. No obstante, “lo del reguetón” es distinto.

Rhodes ahonda en las diferencias que él encuentra entre Bad Bunny y los clásicos y muestra una clara estupefacción por su hegemonía. Varias personas han compartido en redes este mismo criterio y han aprovechado para defender que se trata de una duda legítima.

Pero, ¿qué tiene el reguetón que provoca tanta acritud? Y, en respuesta a Rhodes, ¿quién es Bad Bunny y qué ha hecho para convertirse en uno de los cantantes urbanos más escuchados y aplaudidos?

Anhelo político, fama machista: las contradicciones del reguetón

Para monseñor Builes, un fanático obispo colombiano, en los años 50 cualquier ritmo latino que incitase al baile era sinónimo de conexión directa con el diablo. Para los más críticos, el reguetón son solo letras machistas sobre bases musicales repetitivas. En la era trumpista, algunos lo han considerado un alarde de “lo latino” por encima de cualquier muro. Dependiendo de a quién se pregunte, suena a basura, a éxito mundial o a predominio cultural. La respuesta también cambia según el lado del planeta en el que se plantee, y ahí radica otra de las críticas a James Rhodes: el eurocentrismo.

El problema está en reducir todo a una etiqueta comercial como es el reguetón. Dentro de ella se unen no solo artistas de distinta procedencia, sino también estilos latinos diferentes que se han entrecruzado con la radiofórmula. La cumbia, la bachata, el dancehall, el afrobeat y también el flamenco, el trap o el hip-hop. Una mezcla que lleva décadas predominando en los países de Latinoamérica y el Caribe, y que solo ha alcanzado el debate académico al llegar a Europa y a Estados Unidos.

Como en todo, hay cantantes de variable calidad y talento, algo que no ponen en duda ni los propios exponentes del sector: así lo demuestra el beef entre J Balvin y Residente, dos de los grandes artistas urbanos del momento. Y esto es porque en los últimos años, el reguetón también ha crecido en aspiraciones políticas. Por ejemplo, durante el verano de 2019 en Puerto Rico, el reguetón sonó a revolución.

Las revueltas que vivió Puerto Rico entonces se suelen englobar dentro de las que hicieron estallar a América Latina aquel año. El conocido como Telegramgate, las filtraciones de un servicio de mensajería que provocaron la salida del gobernador Ricardo Rosselló de “La Fortaleza”, fueron solo el detonante. Las otras razones para tomar la calle no distaron de las que empujaron a Chile, Ecuador o Colombia: desempleo, pobreza extrema y corrupción.

Las pancartas con consignas en contra de la corrupción se mezclaban con lo que en redes se llamó el “perreo combativo”. “Si el pueblo entero quiere que te vayas, caradura, y tú te quedas, entonces estamos en dictadura”, cantaban Residente, exmiembro del grupo Calle 13, y Bad Bunny en Afilando los cuchillos.

Los jóvenes coreaban sus versos y los bailaban frente a la sede del Ejecutivo: “Que se enteren todos los continentes que Ricardo Roselló es un incompetente, homofóbico, embustero y delincuente”. La canción saltó de las calles de San Juan a las redes sociales y las protestas se convirtieron en trending topic mundial. En ese momento ya no hubo duda: el reguetón era un gran altavoz para la causa de Puerto Rico. Este cariz político es importante para que el género tenga más aceptación y relevancia exterior, pero no es lo único que le ha hecho avanzar en las listas de éxitos.

Sus bases más rítmicas que melódicas y sus letras pegadizas podrían ser la razón por la que el reguetón ha duplicado su popularidad en el último lustro. Artistas de todos los géneros, desde cantautores hasta raperos y poperos, se han adherido a él porque es más fácil sumar reproducciones, vender copias y sonar en los locales de fiesta. Por eso también hay críticos y músicos profesionales que ponen en duda que la música se deba conformar con estas ambiciones efímeras. Pero ¿debe un género musical aspirar a la perpetuidad de Beethoven? Algunos de los que han salido a responder a Rhodes alaban precisamente ese propósito fugaz, grupal y pasajero que ha recibido un verbo propio: perrear.

El reguetón no se puede comparar con la música clásica. Pero tampoco lo pretende. Su mayor punto en común es la necesidad de revalidarse por encima de los prejuicios. James Rhodes lo intenta hacer con Bach y Beethoven: quitarles el halo de élite y profesionalidad y acercarlos a un público heterogéneo. Precisamente esto es algo que ha logrado la música latina en Occidente en los últimos años. En cambio, el gran desafío del reguetón sigue siendo enfrentarse al pasado y presente de sus mensajes capitalistas y denigrantes hacia la mujer.

Sus oyentes han salido del armario gracias a que el género se ha adaptado a los cambios sociales con un lavado de cara necesario, aunque no radical. Sus letras machistas existen, pero ya no pasan desapercibidas. Ahora hay muchas más reguetoneras que antes y hombres que no necesitan injuriar a la mujer para calzar sus canciones en las listas de éxitos. De estos últimos, destaca Bad Bunny, un puertorriqueño de 27 años que ha puesto a bailar a continentes enteros mientras modernizaba el imaginario urbano.

Bad Bunny no es un reguetonero más

El inicio de la faceta comprometida de Benito Antonio Martínez (su nombre real) es difuso, ya que él mismo ha participado en colaboraciones altamente sexistas dentro del reguetón. Por eso, justo después de que le tildaran como tal en la canción M.I.A, que cantó junto al rapero Drake, lanzó su poderosa Solo de mí. La letra contradecía a la anterior diciendo “yo no soy tuya ni de nadie, soy solo de mí” y llegaba acompañada por un vídeo que denunciaba el maltrato machista.

“No queremos ni una muerte más. Menos violencia y más perreo (si ella lo quiere, si no, déjala que perree sola y no la jodas)”, escribió el cantante en su Instagram para anunciar. Esa idea tomó forma en una canción para su nuevo disco titulada Yo perreo sola, junto a la rapera Nesi, que ha dado pie a una campaña viral en la que mujeres de todo el mundo reivindican su derecho a bailar sin ser acosadas. “Se puede perrear y ser educado y respetuoso a la misma vez. Si ella no quiere bailar contigo, respeta. Ella perrea sola”, dijo en 2020 mientras recogía su premio Billboard como mejor artista latino.

Antes de convertirse en el artista más escuchado de 2020, Bad Bunny ya había roto con el imaginario anterior, aun a riesgo de ser rechazado. Después de décadas en las que los reguetoneros usaban su altavoz para competir por fajos de billetes y número de mujeres que aparecían en sus videoclips, Benito dinamitó la escena. Ya en 2018, le echaron de un centro de estética de Oviedo durante su gira por España en el que se disponía a hacerse una manicura y pedicura. Atónito, lo comentó en redes y más tarde apareció en su siguiente videoclip, Caro, pintándose las uñas como acto reivindicativo.

Este último es uno de los grandes retos del género: huir de etiquetas y demostrar que el mainstream también se puede usar para inocular conciencia en la sociedad. Así, la universidad de Harvard le llevó a impartir una masterclass al respecto en la que Bad Bunny habló sobre la canción-protesta dentro de distintos estilos. Previamente, había hecho lo propio en Miami para apadrinar una beca de estudiantes hispanos con bajos recursos en una de sus escuelas superiores.

En su última acción sobre el escenario del late night de Jimmy Fallon, donde en 2020 presentó su álbum, apareció vestido con enaguas y una camiseta que rezaba: “Mataron a Alexa, no a un hombre con falda”. Alexa era una mujer trans que fue asesinada a balazos en Puerto Rico y a quien solo él reivindicó en uno de los programas de mayor audiencia de EEUU.

Más allá de sus discos y sus canciones, reproducidas con números récord en las plataformas de streaming, Bad Bunny es el artista que mejor ha conectado con un público joven y moderno a quien le gustaba el género latino pero no sus exponentes ni sus mensajes. Sin convertirse en una voz experta en política puertorriqueña, transfobia o misoginia, ha usado su altavoz para posicionar esas materias en la agenda mediática y en las pistas de baile. Y quizá no suene dentro de 200 años, pero con ello su popularidad actual se puede llegar a entender.