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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La revolución española del vino

Las viñas españolas han encontrado quienes cuenten su historia. Los nuevos protagonistas de la elaboración de vinos en España están revolucionando el sector volviendo a lo más básico: el territorio. Reivindican variedades autóctonas, se adaptan al cambio climático y diferencian el estilo de sus vinos para que estos hablen del lugar del que proceden, huyendo de la homogeneización. Dan protagonismo a zonas hasta hace poco desconocidas. El movimiento empezó en el viñedo y está llegando ya a las cartas de los restaurantes y las pizarras de los bares, que se abren a zonas y variedades que resultaban desconocidas hace solo 20 años, o incluso 10, para el común de los consumidores. 

El cambio ha venido, en muchos casos, de elaboradores que han estudiado o practicado su oficio fuera de España y han vuelto aquí para hacer un vino que expresara su paisaje. Como hizo en su día Emilio Rojo en Ribeiro, Jorge Monzón regresó a La Aguilera, en la Ribera del Duero burgalesa, de sus prácticas en La Romanée-Conti y su trabajo en las viñas familiares se tradujo en interesantes vinos —uno incluso llegó a obtener 100 puntos en la prestigiosa lista Parker— bajo la marca El Dominio del Águila. Julia Casado (La del Terreno) se formó en diferentes bodegas hasta desarrollar su proyecto en Bullas con una innovadora bodega modular. La mayoría de los elaboradores que protagonizan esta revolución entendieron que lo radical estaba en volver al origen para diferenciarse. Algunos de ellos, pertenecientes a familias que poseían uva y que vendían a cooperativas, o con la que elaboraban vinos genéricos para el gran mercado, han iniciado proyectos que ponen en valor determinados viñedos o variedades de uva e incluso se han atrevido a criar sus vinos de otra manera: en barricas más viejas o directamente en otro tipo de depósitos. De esta manera, productores como Juan Antonio Ponce (Bodegas y Viñedos Ponce, D.O. Manchuela) o Arturo y Kike de Miguel en La Rioja (Bodegas Artuke) han renovado sus proyectos familiares interpretando sus mejores parcelas. Las nuevas generaciones, a veces, toman otros caminos: Goyo García Viadero elabora vinos en la Ribera del Duero con criterios ecológicos y un estilo distinto al de la marca familiar. El inquieto Roc Gramona hace vinos tranquilos —su familia hace uno de los grandes espumosos del Penedés—, colabora con otros elaboradores y desarrolla el proyecto Academia de la Poda de Respeto. 

Hay tantos ejemplos como zonas, estilos y variedades: Península Vinicultores, la compañía liderada por el austríacoespañol Andreas Kubach, define sus vinos como “merecedores de ser bebidos”. Los hacen en diferentes lugares de España y en un amplio rango de precios, y todos con algo en común: el protagonismo es para el paisaje, de ahí su empeño en que sus vinos en Rioja puedan distinguirse por sus lugares de procedencia. Laura Lorenzo, desde Daterra Viticultores, traslada la particularidad de las parcelas y, sobre todo, de las viñas viejas, a sus vinos de Ribeira Sacra y Valdeorras, entre otros proyectos. No son los únicos que entienden que cada vino tiene que contar una historia ligada a la tierra, al clima y a las uvas: en el Bierzo, en diferentes parcelas de la finca El Rapolao cultivan y elaboran vinos, en una colaboración sin precedentes propiciada por el enólogo Raúl Pérez, productores tan distintos como Antoine Graillot —descendiente de una de las familias elaboradoras más destacadas del Ródano— o Diego Magaña. El Rapolao va camino de convertirse en una finca de culto para los aficionados al vino, que también están volviendo la mirada hacia zonas que, hasta hace unos años, no se relacionaban con la producción de vino de calidad, a pesar de ser zonas de cultivo de uva desde hace siglos. El proyecto La Furtiva, de Óscar Navas, reivindica la garnacha blanca de Terra Alta, en la provincia de Tarragona. Jonatan García, de Bodegas Suertes del Marqués, ha colocado al Valle de la Orotava, en Tenerife, entre los lugares a tener en cuenta en este mapa actualizado del vino en España. La reivindicación —y en algunos casos, recuperación— de variedades autóctonas está detrás de muchos de estos proyectos. 

El Barco del Corneta —con Beatriz Herranz al frente— apuesta por recuperar la esencia de la uva Verdejo. Viñas Serranas o Malahierba Vinos trabajan con Rufete, En Rías Baixas, Rodrigo Méndez (Forjas del Salnés) o Eulogio Pomares (Zárate) elaboran con Albariño, pero también con Caiño o Loureiro. La D.O. Madrid también tiene su variedad autóctona en alza: la Morenillo, puesta en valor por el trabajo de Juan Díez en Bernabeleva. Los vinos mallorquines de 4kilos Vinícola (la bodega de Francesc Grimalt y Sergio Caballero) están hechos con Manto Negre, Callet y Fogoneu. La recuperación de variedades autóctonas no solo parte de la iniciativa privada; organismos públicos como el Itacyl (Instituto Tecnológico Agrario de Castilla y León) está llevando a cabo un interesante programa en este sentido. En algunas zonas, las uvas autóctonas incluso van ganando protagonismo: en Tarragona ha crecido la elaboración de tintos con la Trepat. En el Penedés, la Xarel.lo cada vez se usa más, tanto en vinos tranquilos como en espumosos. 

De hecho, algunas han encontrado su oportunidad en el cambio climático: la variedad Sumoll ha comenzado a utilizarse, también en esta zona, porque tiene un ciclo vegetativo más largo y se adapta mejor a temperaturas altas sostenidas. Uno de los cambios que está experimentando la viticultura en estos últimos años está sucediendo en paralelo a lo que está pasando con el clima: en muchos lugares se está buscando una mayor altitud, de menor temperatura para las viñas, persiguiendo una maduración más lenta de las uvas y preservar la acidez, como ha hecho en la Ribera del Duero Bosque de Matasnos, con Jaime Postigo al frente. Las bodegas catalanas Albet i Noya, Alta Alella y Celler Piñol están desarrollando un programa de investigación de viña experimental con variedades resistentes y autóctonas adaptadas al cambio climático. En Galicia, este incremento de temperaturas ha resultado beneficiosa para la producción vinícola: los veranos más largos han obligado a adelantar las vendimias, lo que reduce el riesgo de algunas enfermedades de la viña y la acidez de sus vinos. 

Movimientos que provocan cambios

Estas nuevas realidades en el mundo del vino en España han sucedido, en muchos casos, al margen de la regulación que establecían las diferentes denominaciones de origen. Algunas de ellas se han ido adaptando a las demandas de algunos productores de sus zonas, aunque otras se han resistido a realizar cambios hasta que la cuerda se ha terminado rompiendo. Una de las denominaciones que mayor cabida ha dado a estas necesidades ha sido Bierzo. Al igual que hizo la D.O. Priorat, introduce en su clasificación las de “Villa”, “Parajes”, “Viña Clasificada” y “Gran Viña Clasificada” además de abrirse a más variedades de uva (admite algunas autóctonas, como la Estaladiña): un modelo claramente inspirado en Borgoña. En Priorat van más allá e incluso se ha introducido una clasificación especial para el vino elaborado con uvas de viñedos viejos. Ambas denominaciones tienen en común un nombre imprescindible para entender el momento actual del vino en España: Álvaro Palacios.

La D. O. Jerez es otra de las que más modificaciones ha hecho en su reglamento: admite vinos sin encabezar —siempre que alcancen los 15 grados y dos años de crianza— y amplía su ámbito de Sanlúcar de Barrameda, Jerez y Puerto de Santa María a otros municipios. La D.O. Ribera del Duero no es, ni de lejos, de las más antiguas de España (sus primeros estatutos se aprobaron en 1982), pero parecía estar muy definida en sus vinos tintos de variedad Tempranillo. Sin embargo, dio un pequeño paso en 2019 al abrirse a la elaboración de vinos blancos con la Albillo Mayor y adaptó su normativa a la clasificación de rosados. El caso extremo es la escisión, y eso ha ocurrido en la D.O. Cava. Un determinado grupo de elaboradores que no encontró respaldo para los cambios que demandaba para proteger el marchamo de calidad de sus vinos abandonó la denominación y creó Corpinnat. Sus espumosos ya no están amparados por una Denominación, sino por una marca colectiva, basada en la VDP alemana, una asociación privada de productores de vino, con estatutos propios y una auditoría externa que certifica que se cumplen los criterios de calidad que marcan sus normas.

La revolución del vino se ha extendido a todos los ámbitos del sector y es difícil no encontrar, al menos, un lugar en cada ciudad donde encontrar la expresión de muchos de los paisajes vitivinícolas españoles: ya no hay que irse a un tabanco de Jerez para beberse un amontillado a deshoras. Muchos bares y restaurantes han superado el consabido “¿Rioja o Ribera?” y apostado por incorporar vinos a su oferta y algunos locales se han instituido en auténticos bares de vinos con cartas —o pizarras— en ocasiones imponentes. El crecimiento de este tipo de establecimientos va en paralelo a una mejor preparación de los profesionales del sector. De hecho, algunos españoles están desarrollando carreras muy destacadas y continúan formándose: Roberto Durán, sumiller del 67 Pall Mall de Singapur, está estudiando Master Sommelier. Diego González, dos años campeón de España de Sumilleres, trabajó en el tres estrellas Core de Claire Smith, en Londres, y ahora es jefe de sumillería en Alma Carraovejas. España exporta pero también importa talento, como el danés Jonas Tofterup, Master of Wine, que dirige la Iberian Wine Academy en Málaga. Una revolución llena de nombres propios y con mucha historia por delante.