Con el fallecimiento de Richard Rogers desaparece uno de los gigantes de la arquitectura del último medio siglo. Un destino extraordinario le llevó a ser responsable de transformaciones arquitectónicas drásticas, que se han aplicado a edificios y ciudades en todo el planeta.
A lo largo de una extensa carrera, ha compartido pensamiento y acción con dos talentos formidables como los de Norman Foster y Renzo Piano, ganadores del premio Pritzker antes que Rogers, pero los tres partieron desde la misma línea de salida, un radical replanteamiento de qué, y cómo, debía ser un edificio.
El nuevo pensamiento incluía ideas de sostenibilidad, de ligereza, de transparencia y de expresión estructural, que modificaban los parámetros tradicionales de la arquitectura. Aunque no eran conceptos de su creación, supo leer en las construcciones industriales de acero y cristal, y fue continuador de los trabajos de Pierre Chareau, de Jean Prouvé, de Alison y Peter Smithson, y de las utopías de Archigram. Durante sus estudios en Yale, en Estados Unidos, no solo conoció a otro futuro genio de la arquitectura, Norman Foster, también se acercó a creadores visionarios que trabajaban en América, el filósofo e ingeniero Buckminster Fuller, Richard Neutra, los Eames, y estudió las innovadoras Case Study Houses de la costa oeste.
De vuelta en el Reino Unido, tuvo su primer estudio junto a su esposa, Su Brumwell, y más tarde, se unieron a Norman Foster y Wendy Cheeseman en el Team 4. Sus proyectos innovadores para construir con materiales industriales y con estructuras ligeras encontraron buena acogida en el ambiente de avanzada tecnología británico, y despegaron con el encargo de la factoría Reliance Controls (1969) en Swindon, de una elegante sencillez y ligereza, tan económica en su esencialidad como innovadora en sus espacios fluidos y compartidos, sin trabas físicas al movimiento ni a las conexiones visuales.
Rogers, que había nacido en Florencia en 1933, regresó con su familia a Gran Bretaña cuando solo contaba cinco años. En 1968 construyó una sencilla casa para sus padres en Wimbledon, inspirada en los modelos americanos que había conocido en California. Dispuso una composición elemental, de distribución flexible, realizada con tecnología innovadora, logrando fachadas completamente acristaladas y empleando colores vivos en los paramentos interiores. Un trabajo avanzado que no pasó desapercibido.
Conociendo las ideas de Richard Rogers respecto a una nueva manera de hacer arquitectura, fue la prestigiosa empresa de ingeniería de estructuras Ove Arup quien tuvo la iniciativa de invitarle a unirse a otro arquitecto nacido en Italia, Renzo Piano, para participar en el concurso del Centro Nacional del Arte y la Cultura Georges Pompidou en París. Su propuesta resultó tan radicalmente distinta al entorno de ciudad burguesa en la que debía insertarse, que parecía más una provocación, o un manifiesto utópico, que un diseño capaz de ser construido de manera institucional.
Contra todo pronóstico, los dos jóvenes arquitectos, apenas treintañeros y con poca experiencia, ganaron el concurso gracias al apoyo de dos miembros notables del jurado, el ingeniero francés Jean Prouvé y el arquitecto estadounidense Philip Johnson. La yuxtaposición entre el edificio de Piano+Rogers y su entorno urbano, el París decimonónico, causó casi tanto rechazo cuando se inauguró como la construcción de la torre Eiffel en 1889.
El proyecto del Centro Pompidou carecía de elementos formales o compositivos convencionales. Era un puzle de espacios finalistas, salas, auditorios, oficinas, engarzados en otros de conexión y movimiento. Los elementos sustentantes debían soportar la macla de piezas sin interferir en sus características. En cierto modo, se había prescindido de muchas cualidades arquitectónicas, potenciando otras. Esquivó la representatividad, la solidez o la decoración, y se centró en las necesidades de luz y movimiento del ser humano, en la flexibilidad de la organización interna, y en la expresión de la estructura como protagonista de la imagen.
El edificio, terminado en 1977, no oculta nada. Su aspecto exterior se compone de una gran variedad de barras y tubos pintados de azul, verde y amarillo, correspondientes a climatización, fontanería y electricidad, además de las mangas acristaladas de las escaleras mecánicas y las torres de los ascensores que muestran la circulación de los visitantes. La estructura metálica externa otorga al descomunal armatoste la imagen de una nave espacial procedente del futuro que hubiera aterrizado en el centro de París. Una metáfora profética.
La incomodidad que produjo la vecindad del Pompidou con la ciudad tradicional hacía pensar que se trataba de un edificio antimonumental, pero resultó ser el apóstol de una nueva monumentalidad. De hecho, se trata de la única obra de su tiempo que compite en prestigio con las del pasado, y se ha incorporado a todas las historias de la arquitectura del siglo XX.
Inmediatamente se convirtió en el icono de un nuevo estilo al que se llamó high tech, de alta tecnología, cuyo desarrollo acaparó los proyectos más ambiciosos y costosos del último cuarto del siglo pasado. Las nuevas formas exigían una industria sofisticada y solo podían afrontarla los países más avanzados, Reino Unido, Francia, Alemania, Japón o Estados Unidos, que encontraron nuevos mercados en los países orientales con poderosas economías emergentes.
En 1986, Richard Rogers logró otra obra maestra de reputación mundial. El edificio Lloyd’s de Londres, supondría su consagración como emblema de una nueva manera de concebir la arquitectura. La estructura se realizó en hormigón, pero las fachadas se revistieron de acero inoxidable para lograr una hermética y fragmentada imagen exterior que contrastaba con la espaciosa sala de operaciones interior, inundada de luz natural.
La paradoja de que el mayor mercado asegurador del mundo, Lloyd’s, en plena city de la capital británica, se ubicara en un edificio de vanguardia abrió la puerta a que las instituciones financieras del resto del planeta adoptaran el costoso y exclusivo high tech como emblema de su poder económico, marcando el camino que llevaría a la apoteosis del estilo.
La obra de plenitud de Rogers se manifestó en los grandes temas arquitectónicos de finales del siglo XX, los centros culturales, las sedes de instituciones financieras y los aeropuertos. A este último grupo pertenece la Terminal 5 (1989-2008) del aeropuerto londinense de Heathrow, un laboratorio en el que desarrolló conceptos como la cubierta continua flotante sobre un espacio unitario, las circulaciones claras entre el lado tierra y el lado aire, la conexión visual con el exterior y el empleo de largos vacíos verticales para hacer llegar la luz natural hasta las profundidades del edificio.
Los mismos principios serían aplicados también en el proyecto con el que se levantó la Terminal 4 del aeropuerto Madrid-Barajas (2005), la mayor obra europea en el momento de su construcción, que compartió con el estudio español de Antonio y Carlos Lamela. El sistema modular combina elementos de hormigón armado que soportan los forjados y sirven de base a los oblicuos puntales metálicos que se elevan sustentando una cubierta de suave ondulación, que parece flotar como una alfombra voladora sobre el espacio continuo, revestida en su interior con una celosía de bambú, la madera más sustentable, para que aporte confort y calidad acústica.
El prestigio de las grandes obras le abre las puertas a construir en todo el mundo. En Tokio levanta la Torre Kabuki-cho (1993), en Londres la sede del canal de televisión Channel 4 (1994), en Estrasburgo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (1995), el Palacio de Justicia en Burdeos (1998), y la Cúpula del Milenio en Londres (2000). Más tarde, cuando firma obras tan notables como la oblicua torre de 50 plantas de The Leadenhall Building (2011), en Londres, el estudio había crecido considerablemente, incluso había cambiado el esquema de propiedad, para convertirse en una gran oficina de arquitectura con numerosos trabajos en varios continentes, cuyas cualidades se encuentran más a menudo en el terreno de la calidad que en el de la excelencia.
En nuestro país, Richard Rogers ha dejado su nombre en varios proyectos. Además de la obra magna de la Terminal 4 madrileña, en Barcelona construyó el hotel Hesperia Tower (2006), con Alonso-Balaguer y Asociados, coronado con una capsula-restaurante de perfil flashgordoniano, aunque menos afortunada puede considerarse la transformación de la plaza de toros barcelonesa de Las Arenas en centro comercial (2011). Mayor interés atesora el sevillano Campus de Palmas Altas (2009), desarrollado con Vidal y Asociados, definiendo un modelo de oficinas de alto rendimiento energético en una obra condicionada por el clima. Otra intervención de interés la realizó en las nuevas instalaciones para las Bodegas Protos en Peñafiel, Valladolid, situadas al pie del formidable castillo.
Frente a la fuerza icónica del Pompidou, del Lloyd’s, de las terminales 5 de Heathrow y 4 de Madrid-Barajas, o de la Cúpula del Milenio, el trabajo de Richard Rogers en el campo del urbanismo resulta menos espectacular, pero no menos relevante. Sus poderosas ideas presentadas en el año 1994 para la urbanización del distrito de Lujiazui, en Shanghái, resultaron muy influyentes tras la competición de consultores planteada por la ciudad antes de proceder al desarrollo de la zona del nuevo centro de negocios a orillas del río Huangpu.
Defensor de un modelo de ciudad más compacto y sostenible, ha firmado el Masterplan de Barangaroo, en Sídney y, en España, el Masterplan de Valladolid Alta Velocidad que ganó el concurso fallado en 2005. Ha sido consejero en temas de arquitectura de la alcaldía de Barcelona con Pascual Maragall, y asesoró también a la de Londres, para la que desarrolló el Canary Wharf Riverside South, y recomendó el cobro de una tasa a los vehículos privados que accedieran al centro urbano.
El alto nivel de calidad industrial empleado en sus principales obras siempre ha tenido como referencia un profundo humanismo colectivo, un intento de que la gente disfrutara de la luminosidad, el espacio y el orden en sus edificios. Por esta razón rechazaba el término high tech, porque representaba el medio, pero no la finalidad de su trabajo, que era lograr mejores edificios y ciudades para la vida de la gente. Siempre luchó contra la arquitectura opresiva, los espacios jerarquizados o discriminatorios, buscando la transparencia, la luz natural, la accesibilidad, las referencias visuales para la orientación, la máxima relación con el entorno natural y el empleo de la tecnología para mejorar la sostenibilidad y reducir los consumos de energía.
Sus obras más valiosas siguen respirando alegría, vitalidad e inconformismo. Claude Pompidou, la viuda del promotor del revolucionario centro cultural parisino, identificó “pasión, audacia y libertad” como las tres fuerzas desplegadas por su marido para crear el centro que lleva su nombre. Richard Rogers empleó los mismos ingredientes para hacer realidad la obra revolucionaria que creó junto a Renzo Piano en París, que parece haber atrapado en su arquitectura el mismo espíritu rebelde, lúdico, juvenil y optimista de Mayo del 68.