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La bruma de Goya inunda el teatro: una exploración de los sueños del pintor a través de su “familia bastarda”

Francisco de Goya (1746 – 1828) produjo unas setecientas pinturas, doscientos ochenta aguafuertes y mil dibujos. No hay ninguna duda acerca de su valor en el panorama artístico ni de su maestría a la hora de plasmar la España de su era a través del pincel, ya fueran retratos de Carlos IV o la ignorancia de un pueblo dominado por la guerra, la violencia o el fanatismo religioso. Esos son los “monstruos” a que se producen cuando la razón duerme. Pero ¿quién acompañó al artista en su periplo?

Puede que nombres como Leandro Fernández de Moratín, Leocadia Zorrilla o Rosario Weiss no sean tan conocidos como el del pintor aragonés, pero, de una manera u otra, también estuvieron presentes en la vida de quien se dedicó a pintar horrores sobre las paredes de la Quinta del Sordo, una finca cercana al río Manzanares de Madrid. Así nacieron las Pinturas negras (1819 - 1823), de las que este año se celebra su 200 aniversario.

El Centro Cultural de la Villa (Madrid) no solo le rinde homenaje a través de una exposición dedicada a explorar su el arte contemporáneo. También explora en el creador con una fantástica obra de teatro que, al igual que sus pinturas, está llena de claroscuros, de risas y lágrimas, que contextualizan de forma muy inteligente esos monstruos que le rondaban por la cabeza.

Monsieur Goya, una indagación, escrita por José Sanchis Sinisterra y dirigida por Laura Ortega, estará disponible hasta el 10 de noviembre y es de visionado obligada para todo el público interesado en descubrir al pintor, tanto para expertos en la materia como para aquellos que nunca han investigado su contexto familiar y político.

“Todas las dudas que existen alrededor de su vida y del contexto se plantean aquí como una fantasmagoría”, explica la directora de la función a eldiario.es. La obra comienza en 1824, cuando Goya abandonó Madrid para desplazarse a Burdeos tras la vuelta de la monarquía absoluta instaurada un año antes por Fernando VII y los Cien Mil Hijos de San Luis. Se difuminaba de esta manera el espíritu de la Ilustración, que anteponía la razón frente a las tradiciones que, según el pintor, lastraban el progreso.

Lo fácil hubiera sido que un actor se pusiera en la piel de Goya para aportar datos biográficos, pero la función, por fortuna, opta por otro camino mucho más atractivo. “Sanchís Sinisterra lo tenía complicado, ya que le pidieron que escribiera sobre Goya y sobre las Pinturas negras. Pero, de repente, decide hacerlo de otra forma: a partir de sus satélites, de 'su familia bastarda'”, apunta Ortega. El pintor, a pesar de que está presente como personaje ausente, no es el protagonista del espectáculo.

Por primera vez son sus allegados, familiares y amigos, los que tienen la voz cantante de aquello que se le pasaba por la cabeza. “Es lo que sucede con Leocadia, que es una madre soltera [en la práctica, ya que se casó con Isidoro Weiss y entonces no existía el divorcio, ndlr.] con dos hijos que también tienen que huir del país por sus tendencias liberales y sus conceptos políticos; o con Leandro Fernández de Moratín, que es un segundón en el mundo de las artes y ve cómo su gran amigo lo gana todo”, aprecia la directora.

Pero reinterpretar el pasado no es fácil, y el texto de Sanchís Sinisterra deja claro el problema que supone indagar en la historia del artista zaragozano. Así lo refleja el diálogo que establece uno de los personajes, Fernández de Moratín, con el narrador omnisciente. Por momentos la función se convierte en un foro de debate sobre qué aspectos se deben señalar, qué partes se deben obviar o incluso qué idiomas deben hablar. Esta riña es, a su vez, un ejercicio de honestidad con los espectadores: evidencia que lo que vemos es una interpretación sugestionada por nuestro tiempo y por quien escribe las líneas de diálogo.

“La metateatralidad de Sanchís está presente en muchas de sus funciones. Es el juego de qué ocurre cuando uno recibe el encargo de narrar la vida de Goya: desde qué óptica la cuenta, si se acerca mucho, si se aleja, si lo hace a partir de él mismo o de sus alrededores…”, afirma Ortega.

Una conexión evidente con el presente

Goya es considerado como “el primer pintor moderno”, ya que con él se subvirtieron las reglas hasta entonces establecidas en el arte y se pasó de una representación de la guerra basada en el patriotismo a otra que reflejaba los horrores sobre la población. Sus monstruos son atemporales y siguen siendo fruto de inspiración en la actualidad, como reflejan los pupilos de la exposición anteriormente mencionada.

Por esta razón, Monsieur Goya, una indagación se esfuerza en traer a nuestros días algunos de los temas tratados por el artista. “Me gusta pensar que las obras hablan al presente y que tienen esa función de estar en continuo diálogo con lo que sucede”, considera Ortega. De hecho, se produce una serie de anacronismos bastante destacados, como el momento en el que uno de los personajes saca un sable de luz, como si estuviera en Star Wars.

Es una forma sutil de romper la cuarta pared y de que tanto los personajes como los espectadores tomen conciencia de lo que son más allá de la ensoñación propia del teatro. Y esto es importante, porque al mismo tiempo permite percatarse de otro elemento: de que cada era tiene su propio Aquelarre o Perro semihundido.

Uno de los momentos más potentes de la función es aquel en el que las intérpretes aparecen en escena con sillas en la cabeza, imitando la obra Ya tienen asiento pintada por Goya en alusión a la práctica de la prostitución. “Quería jugar a darle la vuelta, a mostrar a mujeres conscientes de que están haciendo lo que se espera de ellas y riéndose de eso”, explica Laura Ortega. De ahí que cojan las sillas, que por momentos parecen cárceles, y la coloquen en el suelo dando un golpetazo.

Las protagonistas de los Caprichos esta vez hacen algo más que poner cara a los vicios y a la ignorancia: reivindican su lugar en una sociedad que les discrimina por el mero hecho de ser mujeres. “Yo quiero ser pintora”, dice el personaje de Rosario Weiss. Aun así, no logró ganarse un gran renombre en el panorama artístico, al menos no tanto como el de su mentor. Porque, como señala la directora, “la invisibilidad de todos los personajes que rodearon a Goya veces también tiene que ver con dónde se pone la mirada”.