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'Misericordia': La búsqueda de la identidad y la mirada de los hijos del exilio y la tortura

Una escena de 'Misericordia'

Pablo Caruana Húder

23 de enero de 2024 21:57 h

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En 1983, 150 niños de entre tres y 17 años procedentes de varios países viajaron a Uruguay solos, sin sus padres, a conocer a sus familias. Iban a visitar un país que recordaban vagamente o incluso no conocían. Un país que seguía comandado por una Junta Militar que mantenía una férrea dictadura que había comenzado 10 años antes. El viaje lo organizó el Comité internacional pro retorno del exilio uruguayo con varios países entre los que tuvo una especial relevancia España, donde el PSOE acababa de acceder al poder.

Denise Despeyroux era una de esas niñas.

Hay una imagen. La imagen de Denise con traje de domingo, un traje amarillo y con vuelo. Tiene nueve años, es una imagen catódica, gastada, aclarada por el tiempo, donde se la ve mirando a cámara, inquieta, con ojos avispados y labios nerviosos. La imagen proviene de una entrevista de la televisión australiana en 1983. Esa es la imagen que la autora intenta desentrañar en la nueva pieza teatral que acaba de estrenar en el Centro Dramático Nacional (CDN): Misericordia.

El grupo de niños aterrizó en el aeropuerto de Montevideo, a unos 20 kilómetros del centro de la ciudad. Tardaron seis horas en recorrerlo. Todo Montevideo estaba en las calles, celebrando, cantando, dando la bienvenida y gritando aquello de “se va acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. “Recuerdo bien el viaje, no todo cronológicamente, pero sí tengo muchas imágenes”, explica a este periódico Despeyroux el día del estreno de la obra. Inesperadamente, cuando está relatando cómo recibieron en Uruguay a uno de los personajes, Darío (Pablo Messiez) se quebró y rompió a llorar.

Denise Despeyroux ha levantado una comedia que no lo es, una obra de autoficción que reniega de serlo, pero al mismo tiempo supone una exposición a tumba abierta por parte de la autora. La uruguaya va introduciendo obsesiones, traumas y anhelos en cada uno de los personajes en busca de su propia identidad: la de una niña que con tres años se tuvo que exiliar de la dictadura militar, la identidad de la que es hoy una profesional del teatro insatisfecha, obsesionada con el reconocimiento; y la de una mujer que salió del horror y en España también encontró sapos negros y oscuros.

Autoficción oblicua

Pero la obra se aleja del teatro documento o teatro político. Misericordia tiene la manera de hacer de esta autora, que ya lleva a las espaldas una larga carrera teatral. La estructura de la obra es la de una comedia ―romántica, incluso― donde se presenta a los Duarte, una familia de exiliados uruguayos que vive en Madrid. Los padres ya han muerto, ninguno de los tres hijos va a tener descendencia; Despeyroux aborda de nuevo una saga familiar (como en Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales de 2016), pero es una saga sin futuro, cercenada, sin posibilidad de dar ya frutos.

Ellos son Darío, un autor de teatro que va a estrenar en el CDN y decide abordar el género hoy tan en boga de la autoficción para hablar de ese mismo viaje al que fue la propia Despeyroux, pero él no se acuerda de nada, anda traumado. La hermana mayor, Delmira (Natalia Hernández), una psicoanalista lacaniana ahora interesada en los estudios cabalísticos. Y Dunia (Marta Velilla), la menor, nacida ya en España, sumergida en los videojuegos, en una realidad paralela de la que no quiere salir. Su madre ya murió; su padre, quien huyó a España cuando pudo salir de la cárcel donde había sido torturado y delató a sus compañeros de lucha, se suicidó. Lo convirtieron en un “saco de culpa”, dicen en la obra. En la casa de los Duarte entrará el gran amigo de Darío, Dante (Cristóbal Suárez), autor de teatro que reniega de su profesión y que creará un triángulo amoroso con las hermanas.

“No me planteé hacer una obra de autoficción ni salir en la obra”, explica Despeyroux, “fue una necesidad que fue surgiendo, no quería practicar la autoficción, quería dialogar con ella de una manera más oblicua. Ahí surgió la idea de que a Darío le plantearan hablar con una autora que también estuvo en ese viaje, es decir, yo. Darío no se acuerda bien del viaje y le ayudo a recordar, aunque realmente es Darío el que me ayuda a mí a contar”. Pero el retorcimiento del género es mayor. No es casual que todos los personajes tengan las mismas iniciales que la autora, D. D. Despeyroux se introduce en cada uno de ellos, deconstruyéndose. En cada personaje, va dejando partes de sí convirtiendo al final la escena en un laboratorio psicológico y psicomágico donde uniendo las partes va surgiendo el retrato. Y no es benévolo.

Está la autocompasión, el ombliguismo y las ganas de reconocimiento de Darío que incluso en los momentos más trágicos de la pieza no puede dejar de pensar en su obra. La deriva del estudioso está personificada en la hermana mayor, que habla y habla de la Cábala y las tradiciones judías mientras se le escapa la vida. Natalia Hernández hace una interpretación llena de vida y de matices que refleja la solvencia y madurez escénica de una de las grandes actrices de la escena madrileña.

Y Dunia, la pequeña, la más frágil, quizá mucho más consciente y abierta que sus otros hermanos, es acusada de vivir de espaldas a la vida. En ella crece la tragedia como un animal silencioso y negro. Marta Velilla actúa las más de las veces fuera de plano, una interpretación difícil que acaba conquistando. Con ella acabará Despeyroux la obra en una última escena entre la fantasía, la realidad y la muerte, una escena triste y fantasmagórica donde se rompe el tono de comedia y la propuesta se agria. Todo los personajes son el exilio, todos ellos son fragmentos de una identidad rota, inadaptada, de una pequeña niña que salió de Uruguay y que luego encontró otras violencias en la Europa democrática.

La comedia y el personaje

Lo interesante también de esta propuesta es cómo Despeyroux va escondiendo toda esa carga, la va acomodando en una estructura de comedia. Hay escenas delirantes como la del Rosh Jodesh Nisán, celebración mensual judía marcada por la luna nueva. Diálogos trepidantes, a veces extenuantes, donde se va desarrollando el perfil de cada personaje. La construcción de personajes de esta obra es uno de los puntos más fuertes de la propuesta.

La otra veta de la comedia es la que tiene que ver con lo teatral. Darío y Dante hablan y despotrican sobre el sistema teatral actual. Se dan nombres muy conocidos como Andrés Lima, Pablo Remón, incluso Darío, interpretado por Pablo Messiez, critica al propio Pablo Messiez llevando el juego al paroxismo. En el estreno los asistentes rieron, pero cabe la duda de la eficacia de estas escenas cuando el público de esta obra, que estará tres semanas en cartel, sea menos conocedor.

En un momento de la obra, Darío canta una canción de Alfredo Zitarrosa, un Labordeta uruguayo agarrado al folclore y la milonga, pero guapo y con la planta de Charles Aznavour. Canturrea una canción militante y triste de ese cantante al que el gran poeta del norte argentino, Manuel Castilla, definió como “un flaco con voz de otro”.

La canción es Adagio en mi país, una canción premonitoria que habla de la identidad uruguaya y de la lucha de ese pueblo. Al preguntarle a Denise por qué ahora ha decidido mirar hacia atrás, la autora dice que estuvo muchos años desvinculada de aquel viaje. “En cambio, muchos de los niños volvieron a Uruguay, el año pasado contacté con una de esas niñas que hoy trabaja en el Museo de la Memoria de Montevideo, ella fue quien me consiguió la entrevista que ponemos en la obra donde se me ve con nueve años. Ya mis dos padres habían muerto, ninguno llegó a conocer ese vídeo”, explica.

“Además, estamos en un momento horrible. No solo está negando el presidente argentino, Javier Milei, que hubiera desaparecidos. En Uruguay está pasando lo mismo. Hay toda una corriente revisionista de ultraderecha que es directamente negacionista. Y eso está calando entre la gente más joven, se está vendiendo la idea que los militares protegieron al pueblo de las barbaridades de las guerrillas y los revolucionarios, y la gente lo está comprando”, explica Despeyroux con indignación en la voz.

Desde principios de este siglo, comenzó a aflorar la visión de la siguiente generación del horror en el Cono Sur latinoamericano. Eran los hijos de los torturados, exiliados y desaparecidos. En teatro primero fue Argentina, con Moro Anghileri y la obra de teatro por la identidad, Hija (2001). En el cine documental la lista es larga. Una de las primeras fue Los rubios (2003), de la argentina Albertina Carri. Otro es justamente el documental llamado Tus padres volverán (2013), de Pablo Martinez Pessi, que aborda el viaje que realizó la propia autora.

Hace poco pasó por España la obra Villa, del chileno Guillermo Calderón, que abordaba justamente las consecuencias de la dictadura en esa generación de hijos. Una obra que fue votada como la mejor de la temporada por la crítica especializada de Madrid. Todas esas miradas hacia el pasado lo que hacen es escrutar al niño que se estaba construyendo emocionalmente, buscan encontrar una identidad propia, algo donde sustentarse y reconocerse.

Curiosamente, la larga melancolía de esta obra de Denise Despeyroux tiene una fuerte conexión con la de otra comedia estrenada esta temporada en el CDN, Pequeño cúmulo de abismos, de Cristina Blanco. Los finales de ambas obras, aunque desde parámetros bien diferentes, están unidas por dos niñas. Una en del barrio madrileño de La Coma encerrada en un cuarto de baño escribiendo en el vaho de los cristales. La otra una niña uruguaya, que ante las preguntas llenas de intención política de la periodista tan solo dice: “No sé”. No están tan lejos la una de la otra. Salvando las distancias, los exilios se instalan sin previo aviso en cualquier garganta. 

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