Rocío Molina, la reina lesbiana del flamenco explora los límites corporales

Venecia se ha rendido al poder de Rocío Molina como ya lo hicieron París, Londres, Nueva York, Berlín, Tokio o Singapur. Recoger el León de Plata de la Bienal le hizo sentirse “disfrutona”, como le confesó a este periódico justo antes de recibirlo.

La bailaora es consciente de la importancia del galardón, que también implica el último momento relajado antes de enfrentarse al estreno mundial de Carnación, que tendrá lugar este miércoles dentro de la programación de la Bienal. La obra supone la vuelta de esta creadora al formato de la pieza escénica después de la Trilogía sobre la guitarra, más centrada en el baile flamenco

Sus palabras en el discurso de entrega del premio fueron reveladoras: “Me pregunto: ¿a qué, a quién debo dedicar este premio? Y entiendo que el esfuerzo hoy me ha traído aquí. Pero en realidad es que el esfuerzo no te lleva a ninguna parte (…) Hoy quisiera compartir este galardón con mi actual compañera: la fragilidad. La fragilidad que, de la mano de la renuncia y el desapego, me guió hasta la honestidad, todas ellas hijas del miedo. Ahora sí: gracias madre, gracias padre, gracias hija. Solo la fragilidad es noble y elevada”. Unas palabras en las que se vislumbra el momento de madurez de su baile y esa capacidad conceptual e introspectiva, de saber mirarse, que es una de las patas que sostienen el éxito mundial de sus trabajos. Molina no solo baila, también piensa, y muy bien. 

Esta malagueña nacida en 1984, pequeña, socarrona y luchadora, asombró al mundo flamenco con su técnica y fuerza. Los más viejos decían que parecía una Carmen Amaya transmutada, al ver esa fuerza en el taconeo. Molina era capaz de llevar incluso más allá, hasta un paroxismo en el que nunca perdía la técnica ni el compás. Un zapateado que renunciaba al “remate”, a ese final apoteósico tan habitual en flamenco (eso es cosa de machos y de pedigüeños de aplausos) y que continuaba como si se tratase de un hard bop libre e interminable.

Pero pronto demostró, para bien del flamenco y la danza contemporánea, que aparte de intérprete se escondía una verdadera artista con ganas de guerra, de barrer la casa y sacar el polvo. Molina ha subvertido los códigos flamencos, se ha reído con humor de ellos, los ha deconstruido para ir más dentro, hacia una esencia escénica con lenguaje propio donde reina la experiencia del cuerpo y el compás. Y lo ha hecho apoyada en una identidad de mujer guerrera y capaz de ver en la negrura al mismo tiempo que habitar lo áureo.  

Después del dolor

Molina ya no es el terremoto técnico y lleno de energía que asombró con piezas como Almario (2007) o Cuando las piedras vuelen (2009), ya no es incluso la que bailaba desde el dolor extremo y la extenuación en Caída del cielo (2016).

Justo antes de la pandemia, todo viró. Su último espectáculo antes de la retirada fue Grito Pelao (2018), obra que firmó junto con la cantante Silvia Pérez Cruz. Decía entonces: “Llegó un momento en que no encontraba sentido a mi vida, no quería luchar por nada, no quería el éxito y tenía cero creatividad. Grito Pelao surge de un movimiento vital que necesita un cambio de cuerpo y de identidad que permita la generación de vida, de baile, de un nuevo ser”. 

Además, en aquella obra también cambió su relación con el cuerpo: “Para bailar necesitaba traspasar una frontera de dolor, poner a mi cuerpo en un extremo donde el dolor cesaba y me permitía entrar en un estado en el que podía bailar. Desde hace dos años llevo haciendo un trabajo para bajar en disciplina. Frenar, no machacarme, dormir. Hormonalmente estaba muy mal, parecía una deportista de élite, tenía el cuerpo muy estresado. He recuperado mi cuerpo que tenía perdido. Un cuerpo que estaba tan entrenado en el dolor que dejé de sentirlo, había noches que me tocaba el brazo y no sentía nada. Dejé de sentir el cuerpo, a nivel emocional no sentía nada, era como si mi cuerpo se ahorrase hasta de sacar una lágrima. Tenía un cuerpo potentísimo, pero estaba muerto”, declaraba en 2018 durante el proceso de creación de Grito Pelao, una obra que trataba de contar ese renacimiento y en la que compartía con sana impudicia su decisión de quedarse embarazada como mujer lesbiana por el método de fecundación in vitro

La pieza la estrenó en el Festival de Aviñón, con gran triunfo. Molina bailó hasta los siete meses y medio de gestación, y ahí paró. Al poco tiempo nació Juana, su hija. Abrió laboratorio y casa al mismo tiempo. La Aceitera, un antiguo molino a las afueras de Sevilla. Y decidió desmontar la estructura de producción de gran estrella del flamenco: burocracia, subvenciones, producciones contratadas… Decidió volver a una relación más directa con su baile, con aquella niña de trece años que bailaba en los tablaos.

De ahí surge Trilogía sobre la Guitarra, tres obras que han recorrido medio mundo en los dos últimos años: “La trilogía tiene un corte más clásico, no quería mucho riesgo porque no lo gestionaba bien, fue un momento de desapego, desapegarme del equipo e incluso de mi propio personaje. La trilogía era volver, renacer. Solo quería bailar, no quería exponerme a grandes emociones, solo bailar. Sin embargo, necesitaba fugas”.

De esas fugas surge su nueva obra: “Carnación ha sido un escape, un irme al otro extremo. Es una obra de artes escénicas, una performance, el baile o el movimiento no está tan presente, no hay mucha danza. La trilogía y Carnación son dos lugares opuestos”. Durante el proceso de la trilogía, Molina fue haciendo “casi a escondidas” improvisaciones ya centradas en la nueva pieza. “Al final de la trilogía apareció el deseo y comenzó un camino donde descubrí un deseo más profundo, el deseo como guía del alma, algo mucho más elevado, espiritual, que no tiene nada que ver con el de la sociedad actual. Ahí es donde me he metido con Carnación”, relata a este periódico. 

Para Carnación, Molina ha creado nuevo equipo. Tan solo Carlos Marquerie, quien ha acompañado y dirigido en otras ocasiones a la malagueña, sigue haciendo las luces. Para esta obra, Molina cuenta con uno de los colaboradores estrechos de la gran coreógrafa alemana Sasha Waltz, el también bailarín y músico vasco Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola, que está vez firma la dirección escénica con la coreógrafa y la musical con Francisco Contreras, más conocido como Niño de Elche, que también está al cante en escena.

“Con Paco en el escenario se produce una catarsis que genera una fuerza muy poco controlable”, cuenta Molina. “Hemos trabajo esa fuerza y también los cuidados, cómo cuidarnos el uno al otro. Aunque es un cuidado alterado, donde van cambiando los roles y cuando menos te lo esperas muta. En tres segundos podemos pasar por tres pieles diferentes. Es mi gran compañero, es la mitad de mi cuerpo”, dice Molina sobre el cantante ilicitano. 

Además, en esta obra, Molina contará con uno de los gurús de la música al mando del piano y la electrónica: Pepe Benítez, conocido ahora por pertenecer a la banda de música Maga, pero impertérrito de la experimentación en grupos como Pepe Cicuta. El elenco lo completan un coro formado por el colectivo sevillano ProyectoeLe y los italianos de Cantori Veneziani, la violinista Maureen Choi y la soprano Olalla Alemán. 

Reina del 'queer'

Al igual que Israel Galván, Rocío Molina, aunque más joven, ha influenciado no solo el flamenco, sino la escena de la danza contemporánea. Molina ha parido un lenguaje donde la dramaturgia se teje desde un baile basado en la experiencia, en la atención y escucha máxima al cuerpo en escena. La danza contemporánea, reglada y formal en tantas ocasiones, tuvo que crear un movimiento como el de la improvisación para liberarse de su propia prisión. Molina, en cambio, lo lleva dentro. Es a partir de esa libertad que se van conformando sus dramaturgias. Dramaturgias que indagan en la condición humana y que Molina hila con una gran capacidad de mirarse hasta las más recónditas esquinas.

Molina nunca ha renunciado al posicionamiento identitario. Un posicionamiento incluso que la entronó como la reina queer de la escena. Algo que quedó bien patente en Caída del cielo, una obra profunda, con muchos prismas y con una de las soleás más tremendas de su carrera, pero también una pieza donde Molina se vestía de hombre, cogía la vara de mando patriarcal y hacía escarnio de ella, o era capaz de montar un baile con bata de cola toda manchada en pigmento rojizo, metáfora de la sangre menstrual, algo tabú en la sociedad flamenca.

Molina se sabe mujer poderosa –ya consiguió el Premio Nacional de Danza en 2010– e incluso cuenta con las anécdotas propias de todo mito del baile como aquella ocasión en que Mijaíl Barýshnikov, después de una representación en Nueva York de Oro Viejo, se arrodilló ante ella en camerinos. 

Al preguntarle por este tipo de posicionamientos de identidad en su nueva obra, Molina, sin embargo, cuenta: “Carnación tiene mucho más poder, pero sin hablar de ello directamente. Lo que ves no es lo que está sucediendo, es difícil de explicar, genera un conflicto de sensaciones en el espectador. En Caída del cielo yo mostraba la fuerza, la usaba, aquí sin embargo uso la fragilidad para mostrar la grandeza, o uso la violencia para hablar de los cuidados. Es extraño de recibir, quizá duro, te tienes que dejar llevar. No se hablan de cosas tan concretas y, sin embargo, la pieza también cae con rotundidad”. Venecia verá por primera vez esta obra en torno al deseo y sus tensiones, donde se juntan la música sacra y la electrónica, la celebración de la fiesta, así como la represión y el placer de la atadura.

La pieza llegará en diciembre al Teatro Español de Madrid y el próximo verano al Festival GREC de Barcelona, coproductores de la obra junto con la Bienal. Decía otro andaluz, Luis Cernuda, hace más de noventa años en su poema Si el hombre pudiera decir: “Si el hombre pudiera decir lo que ama, / si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo / como una nube en la luz; / si como muros que se derrumban, / para saludar la verdad erguida en medio, /pudiera derrumbar su cuerpo, / dejando sólo la verdad de su amor, / la verdad de sí mismo, / que no se llama gloria, fortuna o ambición, / sino amor o deseo, / yo sería aquel que imaginaba”. Pura fragilidad noble y elevada.