El caso de las tarjetas black, la Operación Púnica o los viajes de José Antonio Monago bien podrían ser el argumento de un thriller negro de corrupción como los que escribe Rafael Chirbes si no fuera porque son verdad. Son tantos sus detalles, incluso de comedia negra –si exceptuamos la amargura que provocan– que a veces el ciudadano podría creer que está ante un relato de ficción de la España más berlanguiana. Pero son ciertos. El Parlamento, la clase política, convertidos en puro teatro. Con el dolor de que esto no es ningún cuento.
De hecho, los dramaturgos, que casi siempre han estado ahí para reflejar lo que nos pasa desde los tiempos de Shakespeare y compañía, si quisieran no tendrían casi ni que escribir para delatar la serpiente de corrupción que ha zigzagueado por este país en los últimos años. Como hizo Jordi Casanovas en Ruz-Bárcenas al mostrar tal cual las actas de aquel famoso interrogatorio entre el extesorero del PP y el juez.
Sin embargo, en las últimas semanas se han estrenado varias obras en escenarios de pequeño y mediano formato de Madrid que retratan la corrupción, pero dándole además un punto satírico, como si fuera la manera de otorgar la última dignidad al espectador-ciudadano, que ha visto cómo le han robado la cartera y sin pistola. El que ríe el último ríe mejor, aunque sea en una butaca.
Es el caso de obras como El río en llamas, en la sala Montacargas, sobre un concejal honesto que pierde toda su integridad por una buena cantidad de millones; El Ministro, en el Alcázar, que muestra a ese político que no duda sacrificar la ética por el poder; El peñón es nuestro, en el Off de La Latina, un reflejo de la España bipartidista y más cañí donde corren las medallas y el dinero negro por doquier; Comunidad, en la Trastienda, que teje un triángulo entre la política, la empresa y el poder; o Marca España, que se estrenó en el Teatro del Barrio y que desmitifica ese eslogan que el Gobierno tanto ha querido vender fuera de nuestras fronteras. A estas obras también se puede unir Mongolia, el musical, ahora en La Mirador, que no duda en machacar a base de carcajadas a corruptos y corruptores.
La indignación de los dramaturgos
La indignación de los dramaturgos “Sentía la pulsión de indignación absoluta desde hace unos años. Esa ruptura del contrato social, la sensación de que el sistema no tenía credibilidad, y la sensación de que no fallaban solo los políticos sino también la sociedad. Y la obra es una reflexión en ese sentido”, explica Antonio Prieto, autor de El Ministro, texto que escribió hace dos años “cuando entró el PP y comenzó a desmantelarlo todo”.
Algo así le ocurrió a Miguel Murillo, autor de El río en llamas, que es también una especie de vuelta de tuerca a La piel de Macbeth y que escribió el año pasado: “Cuando me puse a releer esta obra me dije: es lo mismo que sucedió en Marbella con Julián Muñoz. Era una cosa que ya había sucedido y que ahora se volvía a repetir. Yo no escribí buscando adecuarme a lo que estaba en boga, pero entiendo que hay un hartazgo que se muestra a través del arte, que es lo que mejor puede eliminar las frustraciones de la sociedad. Liberar a través de contar historias esa tensión”.
Precisamente, es curioso que los casos más recientes tengan una cierta sensación de déjà vu. Con una salvedad: mientras pensábamos que la Operación Malaya era toda una horterada de nuevos ricos con cuadros de Miró en el cuarto de baño, ahora los que desfilan ante los medios como corruptos eran los que tenían el verdadero poder del Estado. Los que estaban en lo más alto y en los bancos. Aunque también se fueran de juerga y se gastaran el dinero público en clubes.
“Comunidad es una adaptación de textos míos de Jorge Sánchez de la obra Alejandro y Ana, que es de 2003, en la era Aznar. Me parece muy relevante que este texto tenga actualidad, pero creo que nos quedamos cortos. En Alejandro y Ana había un texto llamado Inocencia, donde había un personaje italiano que era una suerte de conseguidor, un tipo que se dedicaba a vender de todo, desde petróleo, tanques, hasta jugadores de futbol. Y era expresivo de esa mezcla de intereses privados e intereses públicos”, comenta Juan Mayorga.
Estos textos han saltado ahora a los escenarios gracias a la evolución de la famosa crisis: “A esta se sucedió el diagnóstico de la austeridad, que ha consistido en aplicar recortes a aquello que era la zona más frágil de nuestra sociedad, la sanidad y escuela públicas. Y luego a eso se le ha acompañado con la aparición de una corrupción tan celosa que la gente ha pasado del dolor a la irritación”.
El poder de la carcajada
El poder de la carcajadaY ahí sólo tienes dos opciones: o llorar con amargura o intentar reírte con un extraño pudor. “Desde luego con historias como la del pequeño Nicolás a uno le dan ganas de construir una suerte de ruedo ibérico”, apostilla este autor. De ahí que en estas obras al espectador a veces no le quede más remedio que sonreír, aunque sea con la boca un poco torcida. También ocurre en Ruz-Bárcenas, donde con toda su seriedad, hay algunos gestos –ya sea por la arrogancia del personaje de Bárcenas o por los datos que salen a la luz– que dan lugar a la carcajada.
“Está claro que a todos nos indigna mucho. La gente sale a la calle poco, pero está muy enfadada, y una comedia es la mejor oportunidad para hablar de cosas que nos indignan”, sostiene Rosa Fernández, directora artística de El peñón es nuestro, una obra que habla de los desmanes del bipartidismo “pero que creamos incluso antes de que apareciera Podemos”. “Se trata de quitarle dramatismo a la situación. Reírse de lo humano que son esos personajes. Y verlos a través del teatro es muy liberador”, añade Murillo.
Esa reflexión es la que también aplica Prieto sobre El Ministro, un texto que, aunque tiene un tono cómico, no deja de ser desagradable: “A mí me gusta contar las cosas través de la comedia. No me gusta que me cuenten panfletos, que sea muy evidente que me están llamando la atención sobre algo. A través de la comedia quiero que la gente se ría y también diga, joder, lo que nos está pasando”. Lo cual no deja de ser la tesis que siempre aplicó Luis García Berlanga a sus propias películas y que hoy podrían tener un visionado bastante actual –las monterías no han desaparecido– con esa mezcla de lo tronchante con lo amargo.
Como estas obras que “son una muestra del clamor social”, afirma Fernández, más allá de la reflexión que algunos podrían tildar de oportunista: “Un autor pone en escena lo que le inquieta y le indigna”, admite Prieto. Además, para Mayorga son también el símbolo de que la política ha regresado: “Hace años, por todas partes se hablaba la muerte de la política. Ahora mucha gente está conversando sobre cómo nos tenemos que organizar como sociedad para que sea más eficaz. El modo de organizarnos no solo se ha revelado injusto sino ineficaz porque si no puede aprovechar el talento y fuerza de las generaciones más jóvenes, la sociedad está condenada. Y ahora hay mucha gente que dice que no podemos conformarnos con lo que hay, por lo que es normal que el teatro también participe de esa conversación”. Y que al menos sonriamos, que bastante se han reído ya de nosotros.