Parafraseando un viejo adagio del especialista en ciberseguridad Bruce Schneier se puede decir que si crees que la tecnología resolverá tu problema social o no entiendes la tecnología o no entiendes tu sociedad. Porque los aparatitos, apps o nuevos desarrollos pueden ser bonitos, interesantes y hasta deslumbrantes; pueden incluso crear nuevas categorías de interacción y convertirse en fenómenos sociales.
Pero lo que no hacen es resolver por sí mismos situaciones complejas: es necesario además integrar la quincallería en una estructura funcional de la que formen parte fundamental todos los eslabones de la cadena, incluyendo a los usuarios.
Los conductores atrapados en varias autopistas españolas el pasado fin de semana por una nevada nos ofrecen un ejemplo perfecto de este dilema: desarrollar nuevas aplicaciones o servicios de información no es suficiente si quienes deben beneficiarse de ellos no los utilizan o no confían en sus datos. La tecnología no es más que una pequeña parte de la solución.
Los inventos individuales por sí mismos no resuelven problemas sociales complejos. Los ejemplos abundan en la Historia: hoy sabemos que durante etapas teóricamente oscuras en lo que se refiere a tecnología como el Imperio Romano ya existían desarrollos tecnológicos puntuales de asombrosa sofisticación, desde complejas calculadoras astronómicas mecánicas como el Mecanismo de Anticitera a enormes factorías de producción en serie de harina basadas en molinos hidráulicos como Barbegal.
Y sin embargo ni la máquina de Anticitera provocó una revolución de la tecnología del conocimiento ni la fábrica de Barbegal cambió el rumbo económico del Imperio Romano, basado en la esclavitud. La mera existencia de una máquina no cambia de golpe el comportamiento de toda una sociedad; la historia de la tecnología está repleta de inventos adelantados a su época que fueron un fracaso cuando llegaron y sólo se extendieron mucho tiempo después. La innovación va más allá del invento de un objeto o aplicación: necesita estar integrada en los usos sociales para ser revolucionaria.
Un ejemplo de este fenómeno lo vimos el pasado fin de semana cuando miles de personas se quedaron atrapadas en sus coches por la nieve en varias autopistas españolas. Estos viajeros disponían de información y y sistemas de difusión de esa información que nadie en el siglo XIX hubiese sido capaz de imaginar: mapas vía satélite de los frentes meteorológicos en su móvil, alertas en carteles luminosos en la carretera, avisos en la radio o un panorama completo de la situación en servicios de cartografía como Waze o Google Maps con información en tiempo real procedente de los propios usuarios. Y sin embargo o no recibieron las indicaciones o no actuaron sobre los datos recibidos: en términos comunicacionales el proceso de transmisión de información no se completó o bien el receptor hizo caso omiso de la información recibida.
Se trata de una paradoja que conocen muy bien los técnicos en seguridad informática, que saben que el principal obstáculo para proteger una red es el comportamiento del usuario; no la robustez de la criptografía o la resistencia de las protecciones, sino el factor humano.
Para que el problema se resuelva, en este caso para asegurar la protección contra intrusos de un sistema informático, no son tan importantes los cerrojos de avanzada tecnología como la cultura de seguridad; de nada sirve el mejor sistema de encriptación si un usuario utiliza ‘password’ como contraseña o conecta una memoria USB que se ha encontrado en el aparcamiento a un ordenador de la red protegida. Las protecciones tecnológicas son necesarias, pero no suficientes para asegurar la seguridad de una red. El nuevo y brillante cerrojo de alta tecnología no sirve de nada si alguien se olvida de echarlo por la noche.
Lo mismo ocurre cuando se trata de evitar que la gente se quede atrapada en una autopista: nuevas apps, más información y mejores métodos para enviar y recibir esa información no son suficientes si los usuarios finales no saben de qué manera interpretarla y cómo responder a ella.
Nuevas y rutilantes apps no resolverán el problema, como tampoco lo harán carteles luminosos más brillantes: la aportación de la tecnología tiene sus limites, porque el problema va más allá de lo simplemente técnico para transformarse en comportamiento humano. Y ahí entran otros factores: la arrogancia, la falta de costumbre de encontrarse en ese tipo de situaciones en un país como España, la desconfianza de las fuentes de información oficiales (¡fake news!), la equivocada sensación de que en una autopista de peaje las cosas estarán mejor controladas... numerosos factores sicológicos, sociológicos y hasta políticos conspiran para que la situación se produzca.
Y por eso ningú nuevo cacharrito o flamante app de relumbrón resolverá la cuestión por sí mismo. Porque los problemas sociológicos, ay, no tienen solución tecnológica, por más que la tecnología pueda contribuir con herramientas para ayudar a resolverlos. Algo de lo que muchos tecnólogos son más que conscientes, y desde hace mucho.