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Cristina Rota: la reinvención de una vida

Cristina Rota.

Toño Fraguas

Si el teatro sirve para que una sociedad observe y analice sus contradicciones, entonces Cristina Rota contribuye desde hace cuatro décadas a que España se conozca a sí misma. A través de la escuela de actores que lleva su nombre, por la que han pasado más de diez mil estudiantes (muchos de ellos, rostros muy conocidos), esta actriz, maestra y productora, influye y ha influido de manera decisiva en nuestro relato colectivo. Un relato que corre paralelo y a veces se entrelaza con el de otro país, Argentina, de cuya dictadura fascista tuvo que huir en 1978 para salvar su vida y la de sus hijos: “Siempre tendré el dolor, mucho dolor. Por la pérdida. Porque he perdido muchos afectos. Y porque Argentina me duele”.

Cristina Rota, nacida en La Plata, en 1945, parece frágil cuando está quieta. La apariencia queda desmentida al hablar, al acompañar con gestos decididos sus argumentos. Al posar, también. El cuerpo y la palabra son sus herramientas de trabajo y, a sus 73 años, Rota los domina con maestría. En su despacho ha movido la silla de tal forma que la mesa no se interponga entre los conversadores. No hay ordenador. Tampoco teléfono. Sólo libros, papeles y afiches de montajes teatrales. La luz del mediodía cae por los amplios ventanales que dan al patio de la Sala Mirador.

Este teatro-escuela tiene algo de plaza de pueblo y de parlamento; algo de claro en el bosque de corralas del madrileño barrio de Lavapiés. Aquí empezó Cristina Rota a reconstruir su mundo, desde cero: “La primera sensación que tuve al poner el pie en España fue de euforia, de 'me he salvado, he salvado a mis hijos'. Daba gracias a la vida, como en la canción de Mercedes Sosa. Esa euforia es la misma que veo hoy en los que vienen en patera”.

Atrás dejaba la persecución, las torturas y la muerte. Su pareja, el actor Diego Fernando Botto (padre de los actores María y Juan Diego Botto), había desaparecido un año antes, en plena campaña de terror del dictador Jorge Rafael Videla. Rota frunce el ceño y desvía una mirada, todavía incrédula, hacia el pasado: “No podía explicar a mis hijos que lo habían matado, que no sabía dónde estaba su padre. Así que, para no provocarles odio y rencor, fui creando toda una historia y poco a poco, encajándola para ellos”.

Pero en Argentina, Rota vivió también con emoción la clandestinidad: las conversaciones secretas sobre filosofía y política, con intelectuales, compañeros y maestros. Cenáculos cargados de humo y pasión: “Yo entonces era 'anarca'. Se compartía todo, menos el cepillo de dientes. Estábamos realmente en vías del socialismo. Y aquí, en España, yo quería ser una turista accidental, pero acabé insertándome y comencé a construir una nueva red de afectos”.

Construir. Construcción de un relato para sus hijos. Reconstrucción de sí misma. Quizá sea esa una de las principales tareas del migrante: la dramaturgia de uno mismo. Porque, cuando Cristina Rota tuvo que huir de Argentina, dejó atrás un lugar en el mundo y un tejido de relaciones, o sea, un escenario y una trama. “En España, nadie me reconocía por la calle, no tenía amigos, no tenía parientes y me preguntaba quién era yo. Era como Medea con sus hijos: sola y extranjera”.

Era la nieta de una abuela canaria y un abuelo navarro, anticlerical y antimonárquico. En cierta manera, Cristina no vino a España, sino que regresó a ella. En su memoria todavía ve a sus parientes huidos de la dictadura de Franco, refugiados allá, llevando en la maleta el uniforme de miliciano, sucio de sangre y arena. Paradójicamente, recién llegada aquí, se dio cuenta de que no sabía nada de la España de aquel tiempo: “Me pareció un lugar tan dividido, lleno de 'paisitos'. Me puse a estudiar historia y, mientras tanto, a recapacitar sobre quién era yo. Cuál era mi identidad”.

Tuvo que vestir otros uniformes: el de camarera, el de cocinera… “Quería sobrevivir, tenía una vocación por la vida. Venía ya de tanto horror, que lo que quería era descansar y ver cómo iba a comer, comer, comer. Dar de comer a mis hijos. Pero, a la vez, para mí era muy importante ser coherente con lo que había vivido en Argentina. Que mi ideología permaneciera en concordancia: no cambiar de rumbo para no perderme”.

En esa España que salía del letargo de la dictadura, en ese país tan dividido, detectó una falta, una ausencia: no había centros de creación, quizá porque la creación había estado proscrita. Entonces se fijó una meta: devolver a los actores su dignidad. Para ello, necesitaban una escuela en la que estudiar, cultivarse y reflexionar: “Aquí hasta entonces se tomaba la carrera de actor como de adorno. Se quería que los actores no molestasen”.

Así fue como empezó a reencontrar con su identidad, siguiendo el consejo que en su día le diera la actriz Norma Aleandro. El mismo consejo que daría Rota a los argentinos que llegaron a España décadas después, cuando estalló la crisis del 'corralito': “En este país, no cuentes tu currículum, ni cuentes la historia de Argentina, porque no la van a creer. No digas quién eres. Simplemente: haz cosas. Haz. Da igual quién eres: demuéstralo”.

Volvió a la Argentina en alguna ocasión, para recuperar la memoria y restituir la historia, para que sus hijos pudieran tener claro “el sitio de sus afectos y sus raíces”. También declaró en 2013 en el juicio a los mandos militares, 36 años después del secuestro y desaparición de Diego Fernando Botto. En Argentina, los jueces también han llevado adelante el trabajo de la memoria. No así en España. Rota cree que aquí la memoria sigue siendo un tabú, una enfermedad: “La sociedad que no recuerda está enferma porque no puede elaborar quién es. Por eso los españoles no entienden España, y llevará mucho tiempo”.

Con todo, Cristina Rota no es una persona melancólica. No piensa demasiado en la vida que pudo ser y que no fue. Al contrario. Ella considera que la vida es “una eterna sustitución y una eterna despedida”. Una migración constante, en definitiva.

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