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La tercera caravana de migrantes mira a Canadá como plan B ante las amenazas de Trump

Rosa tiende la ropa en el campamento de migrantes improvisado en una cancha de fútbol en Ciudad de México (Gabriela Sánchez)

Gabriela Sánchez

Ciudad de México —

Cuando falta muy poco para la unión de la primera gran caravana migrante en Tijuana, Rosa tiende la ropa en las gradas de un estadio de fútbol situado a casi 5.000 kilómetros de ese lugar, al que no llegará. Son los relegados, la tercera caravana, el plan B que ya no ve factible entrar en EEUU y plantea otro lugar: Canadá.

El campo de fútbol convertido en campo de refugiados es el mismo donde miles de hondureños descansaron durante varios días en Ciudad de México y celebraron asambleas decisivas. Ahora solo alberga a 700 salvadoreños, preparados para ser reubicados en otro lugar para resguardarse del frío.

Dos palabras se repiten con fuerza. Una de ellas es “Canadá” y la segunda es “Padre”, con la que se refieren al hombre que ha empujado a cientos de salvadoreños a pensar que es posible una alternativa a Estados Unidos, blindado al paso de los migrantes. El sacerdote Alejandro Solalinde, coordinador de la Pastoral de Movilidad Humana Pacífico del Arzobispado Mexicano, les ha mencionado la opción de obtener un “puente aéreo” a Canadá, donde podrían conseguir una visa de trabajo temporal. Con el fin de avanzar en su propuesta, el sacerdote se reunirá este martes con el arzobispo de la organización religiosa independiente 'Iglesia Anglicana Latinoamericana'.

Todo está en el aire y no ha habido ningún ofrecimiento del Gobierno canadiense, pero cientos de ellos ya se han aferrado a esta nueva posibilidad. De la misma manera que quienes esperan en la frontera de Tijuana encomiendan a Dios su paso al otro lado, quienes han mostrado su disposición a viajar a Canadá han depositado sus esperanzas en el sacerdote Solalinde.

Un joven salvadoreño camina por el estadio cuaderno en mano donde aparecen inscritos alrededor de 600 nombres, indica. “Quien no se haya apuntado en la lista, pueden hacerlo ahora”, resuena a través de un megáfono.

Rosa no se mueve de las gradas. Espera a que se seque la ropa porque, dice, teme que alguien se la robe. Su nombre ya se encuentra en el cuaderno. “A Tijuana no voy a ir. Eso se está poniendo muy feo”, explica frente a la valla donde permanecen colgadas las pequeñas y coloridas prendas de su hija. “Solo quiero un lugar donde estar en paz con ella. El Padre nos habló de la posibilidad de conseguir una visa a Canadá. A mí me gustaría, así que esperaremos aquí a lo que nos diga”, detalla la salvadoreña, que aún le cuesta creer la situación en la que se encuentra.

No le hacía falta mucho más de lo que ya tenía. Una casa, una niña dicharachera y un trabajo. Y por eso recuerda el día exacto en el que su rutina, que le mantenía fuera de casa de nueve de la mañana a nueve de la noche, se torció. Era un domingo de agosto, su día de descanso. Salió un rato por la noche con unas amigas. De regreso a casa, a las 21:45 horas, la carretera estaba más oscura de lo habitual. “Me pareció raro y vi que alguien se quejaba. Escuchaba los quejidos y me puse en alerta. Saqué mi teléfono del bolso para dar la luz. Alumbre y donde oía los quejidos vi a una amiga mía que vivía tres calles más abajo. La vi llena de sangre, bañada completamente y pedía agua. Lloraba y pedía agua”, recuerda Rosa.

Su condena: ayudar a una amiga

Encontrarla fue el inicio de su huida. “Me agaché, le coloqué la cabeza en mi cartera. Me decía: dame agua, dame agua. Estaba agonizando. Yo no hallaba que hacer”, insiste la mujer. Rosa se excusa y se justifica una y otra vez para explicar lo que haría después: ayudarla.

“Inocentemente pequé y llamé al 911. La vinieron a recoger rápidamente. La Policía me preguntaba cómo la había hallado, que cómo había sido”, relata. “Yo le dije la verdad: yo no he visto nada. Si lo hubiese visto, tampoco hubiese dicho nada, porque sabía que mi vida corría peligro”.

Tomaron sus datos y su numero de teléfono. Regresó a casa, inquieta. No había cumplido ese lema tan asumido por la sociedad salvadoreña: 'Ver, oír, y callar'. Para estar tranquila, debería haber continuado su camino, ignorado los gritos de su amiga. Verla y seguir caminando de largo. Ver, oír, y callar. Y ni siquiera avisar a una ambulancia que pudiera salvarla.

Pero ella llamó, y su amiga se salvó. “Pasó lunes, martes, miércoles... la mujer estuvo tres días en coma porque le clavaron una puñalada de 26 puntadas en la cabeza. Y otras tres, aquí, aquí y aquí”, continúa señalando varias zonas de su rostro. “Pensaban que la iban a matar, pero la mujer sobrevivió. Tres días en coma y otros tres que no podía hablar”, sostiene ahora en el estadio donde duerme de Ciudad de México. Al sexto día habló.

Entonces, mientras se encontraba en el trabajo, sonó el teléfono de Rosa. Era su madre.

—Hija, los capturaron. Y dicen que te van a matar a vos. Porque vos llamaste a la Policía. Si vos no hubieses llamado a la Policía, la muchacha no habría sobrevivido y ellos no estarían presos. Mejor no vengas. Ve a donde está tu madrina. Pero ahorita siento que te puede pasar algo.

Esa noche Rosa no volvió a su casa, sino a la de su madrina, pero ese barrio también estaba controlado por la pandilla que la amenazó [no detallada por salvaguardar su seguridad].

“Rápido se comunicaron y avisaron de que allí estaba yo. Me tuve que venir a la frontera de El Salvador con Guatemala. De ahí, yo dije: 'En una de las caravanas que están saliendo yo me voy, mamá. Pero sin mi niña yo no me voy”, continúa la salvadoreña.

Y aquí están. Las dos. “Yo tenía todo en mi casa, vivía bien, tenía mi trabajo, le daba todo a mi hija. En un momento me he arrepentido de haberla traído, pero no podía dejarla”, insiste la mujer. Los primeros días caminaron cientos de kilómetros. “La niña tenía muchas llagas en los pies. Yo me sentía muy mal. Yo la agarraba sobre mis hombros y le decía: 'Caminamos hasta alcanzar ese cartel. Continuaba, y mi niña me recordaba que ya la tenía que dejar abajo, que me iba a cansar. Yo seguía un poco más, y ya le pedía perdón por tener que bajarla cuando no aguantaba más”, relata Rosa.

Cuando el dolor de las llagas empezaba a aparecer y no tenía fuerzas para cargarla sobre su espalda, Rosa trataba de distraerla. “Me ponía a cantar las de Peppa Pig [programa de televisión infantil]. Yo solo quería que se olvidase de ese dolor que debía de tener”.

La hondureña recuerda esos momentos con cierto arrepentimiento, lo mismo que cuando piensa en la madre que deja detrás. “Mi mamá ha tenido problemas, la han extorsionado después de irme. Los pandilleros le dijeron: 'A esa maldita que ni se le vaya a ocurrir regresar'. Me da lástima porque ella ha sufrido por esto que me ha pasado a mí”, dice.

“Ella dice: 'Si me matan a mí, pues… Lo que quiero es que te salves vos y la niña. Pero si algo le pasa a ella, no sé si yo podría vivir con eso en mi conciencia”, continúa la mujer, que vuelve a recordar, de nuevo con cierto tono de justificación, el inicio de su huida: “Cualquiera que vea a alguien tirado puede tomar la iniciativa de ayudar, ¿no?”.

No sabe si llegará a Canadá, aunque espera que el sacerdote Solalinde lo consiga. Otra opción es México. Su única certeza es la imposibilidad de volver a casa. “Yo puedo regresar a mi país. Quizá preferiría morir fuera, en México, pero no en manos de los pandilleros. Porque yo quisiera que, si alguna vez me pasa algo, mi familia supiera dónde estoy y tengan dónde llorarme”.

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Nota: Esta cobertura ha sido posible gracias a la invitación de la ONG Alboan. La organización ha corrido con los gastos del viaje.

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