“Me propinaron dos impactos con proyectil de arma en el cuerpo, me dejaron una lesión vertebral, una hernia discal y hoy no puedo caminar bien”. Sobre las 20:40 del 3 de mayo de 2021, Darnelly Rodríguez, coordinadora de una red regional de derechos humanos, visita una estación de policía en el centro de Cali para verificar el estado de los detenidos en aquellos días de paro nacional. Mientras una misión formada por distintas organizaciones entra a las instalaciones, Rodríguez espera fuera, pero varios policías empiezan a gritarles que se vayan, que “no sirven para nada”.
Luego llegan insultos más gruesos. Después, las amenazas de muerte. Los agentes abren fuego.
El caso tuvo algo de notoriedad en aquellos días porque entre la misión de verificación se hallaban delegados de la ONU y de la Procuraduría, entre otros. Pero Rodríguez, que trabaja en la Red de Derechos Humanos Francisco Isaías Duarte, subraya que la información puso el foco en el lugar equivocado.
La violencia, afirma, solo afectó a los representantes “de las organizaciones sociales” que estaban allí, a la intemperie, esperando a solas en aquella noche de zozobra. La ayuda de un grupo de habitantes de la calle, y también de un agente de policía que hizo de escudo humano, los salvaguardó de las granadas que unos antidisturbios lanzaron.
Los excesos, y la presunta brutalidad policial de aquellos incidentes, son objeto de estudio en la Fiscalía. Las denuncias por la violencia cotidiana contra líderes sociales, que llegan de todas partes, retratan el infierno que viven aquellos que hoy se atreven a defender los derechos humanos en Colombia. Un informe de este mes de la ONU señala que en 2021 fueron asesinados 78 activistas. El departamento del Valle del Cauca, al occidente del país, fue la zona más azotada, con 31 crímenes.
Para el sociólogo Juan Manuel Torres, coordinador en el Pacífico de la fundación Pares, el informe es sólido y pone en perspectiva los desbarajustes entre las cifras que manejan colectivos de la sociedad civil o entidades oficiales. Los resultados, de cualquier modo, son terribles. De acuerdo con los informes de la Defensoría del Pueblo, por ejemplo, el año pasado habrían sido asesinados 145 líderes sociales, el equivalente a un homicidio cada 60 horas.
Entre tanto, a la oficina de la ONU llegaron a lo largo del año 202 denuncias de asesinatos, de las cuales ha verificado los 78 casos ya mencionados. 39 están en proceso de comprobación y 85 siguen abiertos o son no concluyentes, informa la agencia internacional en su página web.
¿Qué pasa en el Valle del Cauca?
¿Por qué la mayoría de incidentes se concentraron en el Valle del Cauca? Parte de la respuesta se halla en la magnitud de las protestas de abril, mayo y junio en Cali, capital del departamento y tercera ciudad en importancia del país. Para Torres, el “estallido social” del año pasado, que arrancó como protesta contra una reforma fiscal fallida del Gobierno de Iván Duque, desembocó en “varios asesinatos contra líderes sociales y líderes juveniles”. La capital departamental fue, quizás, el escenario principal de la desafección ciudadana.
Jorge Mantilla, director del capítulo de dinámicas del conflicto en la Fundación Ideas para la Paz, recuerda que la ubicación de Cali la convierte en un punto estratégico para comprender un conflicto que se alimenta de la ausencia estatal y la violencia desbordada en los departamentos del Cauca y Chocó, dos regiones vecinas bordeadas por la costa suroeste del Pacífico colombiano.
Se trata de un corredor comercial y natural clave, asediado desde hace décadas por una amalgama de grupos guerrilleros, paramilitares de extrema derecha, narcotraficantes y delincuencia común que se disputan el control de las rutas de tráfico de cocaína, o los territorios para la explotación de la minería ilegal. Tras la firma del acuerdo de paz entre el Estado y la guerrilla marxista de las FARC en 2016, hubo una desescalada pasajera de la violencia, a la espera del desarrollo de programas de desarrollo con enfoque territorial o de sustitución de cultivos de coca.
Pero los retrasos en la ejecución de los acuerdos por parte del Gobierno del derechista Iván Duque han despertado el sentimiento entre la población de que las negociaciones fueron un fracaso. Mantilla alerta que las “afectaciones humanitarias” en la zona, como el “desplazamiento forzado, los confinamientos u homicidios contra personas protegidas”, han vuelto a niveles similares a los de 2011, un año con registros históricos.
El panorama es opaco. A juicio de Mantilla ya no existe una “confrontación armada entre el Estado y grupos ilegales”, sino, más bien, una guerra entre clanes ilegales que siembran el terror y “erosionan la legitimidad estatal”. Y las maquinarias violentas han tomado un segundo aire: disidentes de las extintas FARC se han rearmado; el castrista ELN se ha reforzado; han surgido nuevos clanes paramilitares, llamadas bandas emergentes, y los narcos potencian sus negocios ilícitos en estrecha colaboración con los carteles mexicanos.
Como consecuencia, miles de pobladores han sido desplazados de sus asentamientos a orillas de los ríos del aislado departamento del Chocó, o de los barrios de Buenaventura, quizá el puerto más importante de Colombia. Se trata de familias indígenas que, generalmente, han escapado para proteger sus vidas hacia Cali u otras ciudades medias del departamento del Valle del Cauca, como Buga o Tuluá. Juan Pappier, investigador de Human Rights Watch, declaró al diario El Espectador que la crisis de derechos humanos también es un reflejo de las errores de la política de seguridad del presidente Iván Duque: “Necesitamos proteger a todas las comunidades en riesgo y ese debe ser un rol central de las fuerzas de seguridad en Colombia”.
¿Chalecos antibala o blancos móviles?
Diversos colectivos defensores de los derechos humanos reclaman desde hace años a las autoridades que tomen cartas en el asunto. Pero todo ha sido en vano. Leyner Palacios, líder chocoano e integrante de la Comisión de la Verdad estatal para explorar las causas del conflicto, explica por teléfono que durante las movilizaciones sociales del año pasado, todas estas tensiones se canalizaron a través de protestas masivas, en ocasiones violentas.
Destaca, asimismo, que varios ataques contra activistas sociales ocurrieron en la segunda mitad de 2021. Algunos, teóricamente, “fueron represalias provenientes de miembros de la fuerza pública”. Y la violencia se arrimó más de lo habitual a las ciudades. Enzo Álvarez, portavoz del colectivo Convergencia por la paz, afirma que hoy las organizaciones criminales “hacen presencia en los barrios de Buenaventura, de Tuluá y dificultan aún más el trabajo de los defensores de derechos humanos”.
Para entender la profundidad del problema basta con mencionar que 20 organizaciones armadas ilegales operan hoy en la zona del Pacífico. Por eso, identificar la filiación de los criminales resulta casi utópico, más aún si se tiene en cuenta que se trata de un país donde las estadísticas oficiales de 2015 indicaban que nueve de cada diez asesinatos quedan en la impunidad.
Los mecanismos de apoyo de la estatal Unidad de Protección de Víctimas son insuficientes o contraproducentes. Darnelly Rodríguez cuenta que los “estudios de riesgo” que el Gobierno elabora a los activistas amenazados son bastante estériles. La ayuda suele incluir accesorios como un móvil, un chaleco antibalas o un botón de pánico: “El chaleco en una zona rural es como llevar puesto un tiro al blanco. Y el celular y el botón de pánico, en territorios sin cobertura, son inútiles”.
En bastas zonas de Colombia el proyecto de presencia estatal no suele pasar de ser un ensayo. Palacios lo confirma: “aquí no hay presencia del Estado. Y cuando la hay, produce niveles de desconfianza enormes. En el Chocó, por ejemplo, los líderes no denuncian porque los actores armados pueden acceder a más información sobre los procesos que las personas que instauran la denuncia”.
La magnitud de la violencia se suele agudizar en la antesala de años electorales, como este 2022, con carreras parlamentarias en marzo y presidenciales en mayo: “Los líderes tratan de orientar a las comunidades, y de hacer visible que el abandono no es una anécdota. Nada de esto le gusta a los políticos tradicionales, y se suele traducir en hechos de violencia”, asegura Palacios.
Por eso Rodríguez, de 31 años, decidió darle una pausa de trabajo hasta febrero a su equipo de la red Francisco Isaías Duarte. Sabe que para encarar este año hará falta algo más que recargar las energías gastadas: “Aún estamos muy afectados psicológicamente”, dice, “el cubrimiento del paro, la pandemia, las amenazas, haber tenido que recoger a chicos muertos en plena calle y luego tener que esperar horas en un anden hasta que llegaran los forenses a hacer el levantamiento…”.