En el país de Isatu Koroma y Angela Taylor, hay casas en cuarentena envueltas por una cinta y puestos de control montados por voluntarios blandiendo un termómetro. Las escuelas están cerradas y se han colocado carteles en las calles pidiendo a la gente que no se toque. La enfermedad que más preocupa a Isatu y Angela causa fiebre y puede ser letal. ¿Cuál es?
Más de 3.000 muertes y 10.000 casos tan solo en ese país sugieren que la respuesta es el ébola. Pero no, la respuesta es la malaria. En 2013 se registraron más de 1,7 millones de casos de paludismo en Sierra Leona, un pequeño país de África Occidental con unos seis millones de habitantes. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), perdieron la vida 4.326 personas. “Esa chica tuvo malaria. Esa mujer también. Y ese chico”, dice Ibrahim Sesay, que vive en un edificio destartalado de Freetown junto a otras familias.
Una de las aludidas, Isatu Koroma, se levanta y explica: “He tenido malaria muchas veces. Continuamente. Me afectaba mucho, iba al hospital con frecuencia”. En esta vivienda en ruinas donde se agolpan 24 personas, el demonio cotidiano no se llama ébola, sino malaria.
En el mismo barrio de Murray, cuesta arriba, vive Angela Taylor con sus cuatro hijos. “La malaria era y es nuestro principal problema de salud”, cuenta Angela, que antes de la distribución de MSF pagaba 25.000 leones (algo más de cinco euros) por cada tratamiento de malaria. “El ébola también es un problema muy serio –prosigue Angela–. Estamos rezando para que no nos alcance. La gente está concienciada”.
Isatu y Angela han recibido dos de los 1,8 millones de tratamientos antimaláricos que los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF), en colaboración con el Ministerio de Salud, repartieron en Sierra Leona entre el 16 y el 19 de enero. Es la mayor distribución que jamás se ha hecho en medio de una epidemia de ébola. El fármaco escogido es el artesunato-amodiaquina, que se puede usar para tratar y prevenir la malaria.
El objetivo es doble: reducir los casos de paludismo y descongestionar un sistema de salud debilitado por la epidemia de ébola. Como ambas enfermedades tienen síntomas similares (fiebre, fatiga, dolor de cabeza), muchos pacientes con malaria acudían a los centros de tratamiento de ébola con el miedo de haber contraído el virus. O no eran atendidos en sus centros de referencia porque el personal médico temía que sufrieran ébola.
El dispositivo que debe montarse para una distribución así es colosal: la epidemia de ébola lo hace mucho más complejo. Más de 5.000 trabajadores comunitarios acudieron a 119 centros de atención primaria abastecidos por MSF para recoger los medicamentos y repartirlos puerta a puerta para evitar las aglomeraciones y las colas, algo común en otro tipo de distribuciones. El radio de acción fue la Zona Occidental, también conocida como península de Freetown, que incluye la capital y toda la zona metropolitana.
Los antimaláricos llegaron a barrios de chabolas superpoblados como Mabella, donde es imposible que la población respete la regla de no tocarse, y a pueblos pesqueros aislados como Tombo, donde el contacto con la comunidad es más fácil. “Hay que explicar muy bien cómo y por qué tomar el medicamento, porque si no se pueden potenciar posibles efectos secundarios o la gente se puede negar a tomarlo”, dice Ramiro García, responsable de comunicación comunitaria.
Las radios urbanas y rurales emitieron programas para informar a la población de la distribución y para atender las consultas de los oyentes. Esta fue la segunda ronda de reparto de antimaláricos, tras la efectuada en diciembre. La distribución forma parte de una campaña más amplia, con una población diana de 2,5 millones de personas, y cuenta con el apoyo del Ministerio de Salud y de Unicef.
En el barrio de Isatu y Angela, donde la pesadilla de los vecinos se llama malaria, solo ha habido un caso de ébola, pero todo el mundo lo conoce. “Era una enfermera. Vivía allí abajo, pero murió”, dice Angela. De repente interviene uno de los vecinos que está escuchando la conversación. “¿Cuándo se acabará la epidemia de ébola?” pregunta a los trabajadores comunitarios de MSF, que se encogen de hombros. Nadie tiene la respuesta, pero lo que todos saben es que cuando el ébola se vaya, la malaria se quedará.