A nadie sorprenderá saber que la venta de flores se dispara entre los días 11 y 14 de febrero o que las ventas de ramos por Internet se multiplican por 20. El Día de los Enamorados concentra alrededor del 8% del total del negocio anual de la floristería española. El día de Sant Jordi es otro pico del consumo de un bien que, pese al simbolismo que lo asocia al amor y las muestras de afecto, genera un reguero de consecuencias socioambientales semejante a cualquier otro oficio del modelo del agronegocio orientado a la exportación masiva.
De Colombia, el segundo país exportador de flores a nivel internacional, proceden alrededor del 10% de las flores que llegan a España, y que suponen un jugoso negocio de 106 millones de euros anuales. La floricultura ocupa en ese país 6.700 hectáreas, de las un 73% se ubican en la Sabana cercana a Bogotá, en el departamento de Cundinamarca. Los defensores del sector subrayan que da empleo a unas 130.000 personas, en su mayor parte mujeres; pero la industria de las flores supone también sobreexplotación laboral, daños a la salud de las trabajadoras y graves consecuencias ambientales.
“El impacto es bien complicado. Sacan el agua del río, del humedal, de lo que haya, para la industria floricultora; y eso va apocando el agua para los cultivos de papa, zanahoria, del agro; entonces, eso es muy perjudicial para la Sabana, y también para la población”, resume María (nombre ficticio), una trabajadora del sector.
Según el estudio hídrico de la entidad estatal Ingeominas, el sector florícola consume unos 54,8 millones de metros cuadrados de agua por año, frente a los 10,7 millones que abastecen para el consumo humano a los tres municipios que concentran la producción de flores: Funza, Madrid y Subachoque. Así, la industria agroexportadora de flores compite directamente con la producción de alimentos, y pone en riesgo la soberanía alimentaria en la región.
María conoce de primera mano los impactos sobre la salud de quienes trabajan en los invernaderos: “Los agroquímicos causan intoxicaciones y, a largo plazo, afectan a los pulmones, provocan hongos y enfermedades dermatológicas, en función del contacto que uno tenga con esos químicos”. Como sucede con cualquier oficio del agronegocio, la floricultura requiere el empleo masivo de productos químicos (plaguicidas, fumigantes y fertilizantes) vendidos por grandes transnacionales como Syngenta o Bayer, las mismas que controlan la fase de distribución.
El uso y abuso de agrotóxicos generó una intoxicación masiva en la empresa Aposentos en 2003, cuando 374 trabajadoras y trabajadores tuvieron que ser llevados al hospital por ingerir sustancias tóxicas. Después de aquello, y en gran parte gracias a la presión de consumidores en países europeos y en los Estados Unidos, algunas sustancias tóxicas dejaron de utilizarse; pero se sustituyeron por otras que no han sido testadas y las medidas de seguridad laboral no son fiscalizadas.
El trabajo en los invernaderos también genera enfermedades asociadas a los movimientos repetitivos, en posiciones incómodas y sometidas a altas temperaturas. “Las cortadoras de flores sufren dolencias como el síndrome del túnel carpiano, el espolón calcáneo y el manguito rotador. También hay enfermedades psicológicas porque el hecho de estar tan presionado, a la gente le estresa, y a veces sufren depresión”, explica María. En los picos de demanda, las operarias se ven forzadas a realizar jornadas por encima de las doce e incluso las quince horas diarias, y cortar 400 flores por hora, lo que requiere un ritmo de trabajo frenético. La consecuencia lógica de realizar un movimiento tan repetitivo durante 12, 14 o 16 horas diarias es la pérdida de movilidad y fuerza en la mano.
Esto tiene que ver con la aguda estacionalidad del negocio, que se concentra en fechas señaladas como San Valentín y Sant Jordi. Dar cuenta de esa demanda implica someter a una gran presión a las trabajadoras; y son otras trabajadoras, las supervisoras, las que deben asegurarse de que se alcanza ese rendimiento: “Uno generalmente anda presionando a la persona para que cumpla con las labores semanales, diarias, por horas; eso de cansar a la gente hace que la gente se enferme de estrés y de depresión”, afirma María. “Esa es la labor de un supervisor, revisar que el trabajo está bien hecho y exigir que se cumpla con el trabajo”, matiza Inés, que también prefiere ocultar su identidad; ella trabaja desde hace dos décadas como supervisora en los invernaderos de la Sabana de Bogotá.
“Funciona como una maquila”
“Una entraba a las seis de la mañana pero no sabía cuándo iba a salir”, así que llega un momento en que “ya los oficios de la casa se atrasan un poco más, ya uno descuida un poquito más a los hijos”, cuenta una trabajadora entrevistada para el informe Las mujeres en la industria colombiana de las flores, del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
“La industria funciona como una maquila: se trate del textil, de nuevas tecnologías o de las flores, la lógica es la misma: producir al máximo con el menor coste posible; y eso lleva a niveles tremendos de explotación”, afirma Erika González, autora del citado informe. Además, añade la investigadora, “se tiende a la subcontratación para evitar toda responsabilidad; o, si se hace contrato, es cada vez más precario; entre otras consecuencias, esto deja a muchas trabajadoras por fuera del acceso a una jubilación.
Como en toda maquila, el trabajo está feminizado. Ellas cultivan, recogen, cortan las flores y hacen los ramos, mientras los hombres son empleados en tareas mejor pagadas, como el mantenimiento de infraestructuras. “Emplear a mujeres asegura el empresario mayores niveles de explotación: la mayor parte son mujeres cabeza de hogar, es decir, de sus ingresos depende el sostenimiento de sus familias, y eso les genera una dependencia muy alta de estos empleos”, asegura González.
Y añade otro factor que perpetúa un sistema de explotación en el que se tocan la esfera del trabajo formal y la del trabajo reproductivo: “Este tipo de trabajo, con jornadas extensísimas y que además no saben cuándo van a salir, provoca mucha angustia a estas mujeres, que no pueden hacerse cargo de las tareas de cuidado y crianza; las que quedan a cargo de los hijos suelen ser las hijas mayores, que muchas veces se ven obligadas a dejar de estudiar”.
Quienes deciden organizarse para reivindicar mejoras laborales, se exponen a pagar un alto precio. Desde que comenzó 2020 y hasta el 5 de febrero, 28 líderes sociales han sido asesinados en un país que cada año se encuentra entre los más peligrosos para defensores de la tierra, sindicalistas y periodistas.
Por todo ello, quienes conocen desde dentro el sector florícola en Colombia no celebran el día de San Valentín: en su lugar, el 14 de febrero conmemoran el Día Internacional de las Trabajadoras y Trabajadores de las Flores, en el que reivindican formas de vida más justas y sustentables para ellas y para sus territorios. “Debemos visibilizar que, si compras un ramo de rosas, por hablar de un producto que viene en gran parte de Colombia, esas rosas llevan una parte de agua que no pudo usarse para producir alimentos, de agroquímicos que afectaron la salud de la mujer que las cultivó; de sobreexplotación laboral. Tal vez después de saber todo esto, podamos pensar alternativas para mostrar afecto, cariño o lo que se quiera mostrar ese día”, reflexiona Erika González.
En la campaña Tras las flores, que en 2019 promovieron las y los activistas de la Sabana de Bogotá, pedían a los consumidores “buscar otras formas de celebración que sean sostenibles, tanto con el entorno como con las personas, para evitar perpetuar las lógicas de desigualdad”. Así lo resume González: “Debemos interesarnos por quién y cómo se produce algo; y después, vemos si seguimos pensando que regalar rosas por San Valentín es una buena idea”.