Mientras en el Mediterráneo los rescates de pateras, lanchas de goma y botes de pesca antediluvianos se sucedían día sí, día también, sumando a más y más personas huidas de los conflictos y la miseria de Somalia, de Yemen, de Mali, o de la amenaza de Boko Haram en Nigeria o Camerún, Europa vivía un traumático regreso de sus vacaciones estivales. Las islas griegas ya se habían convertido en un –demasiadas veces trágico– aluvión de personas que huían de las guerras de Siria, de Irak, de Afganistán. En muy poco tiempo, miles de refugiados se acumulaban en las fronteras de Hungría, cuyo Gobierno intentaba detener su avance. Hungría fue criticada por su intransigencia, cuando, en realidad, su actuación representa los reflejos colectivos de los líderes europeos en materia de inmigración y refugio.
Dicho sin rodeos, su actitud se basa en mantener a estas personas fuera, y dejar que otros se ocupen de ellas. La Cumbre de La Valeta, que ha reunido ayer y hoy a los jefes de Estado y de Gobierno de Europa y África, podría ser el siguiente paso hacia la formalización de esos reflejos.
Desde una perspectiva más amplia, el mundo se enfrenta a la mayor crisis de desplazados desde la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces, eran los europeos los que huían. Por aquel entonces, se elaboró el derecho de asilo y refugio. Por aquel entonces, las fronteras eran porosas. Y por aquel entonces, era fácil para los líderes europeos hablar de solidaridad y compasión.
El contraste con lo que ocurre hoy en día no podría ser más desolador. En la actualidad, las personas entran, pero Europa quiere que sus fronteras exteriores se sellen; los líderes europeos hablan de una guerra contra los contrabandistas y su modelo de negocio, y la solidaridad y la compasión han caído en el olvido. Hoy, los políticos no debaten sobre cómo ayudar, sino sobre cómo evitar los reasentamientos de refugiados en sus territorios. Las conversaciones ahora no giran en torno a todo lo que hay que hacer, sino en torno a lo poco que puede o quiere hacerse.
Europa ha estado construyendo una fortaleza durante este último par de décadas, y ahora el proteccionismo ya forma parte de su naturaleza. Basada en una lógica de seguridad, la política sigue centrándose firmemente en mantener la fortaleza Europea intacta. Para ello, con el tiempo se ha desarrollado toda una batería de estrategias. Europa ha levantado grandes muros, algunos de ellos de ladrillos y alambre de púas, pero también otros, quizá más impresionantes, hechos de papel (un sinfín de obstáculos legales y burocráticos).
También ha externalizado el control de la inmigración a una zona de amortiguación formada por Estados nacionales que están de acuerdo en realizar el trabajo sucio de Europa a cambio de apoyo económico y de otro tipo. Lo advertimos en el pacto entre Italia y el anterior régimen libio, lo venimos viendo entre España y Marruecos desde hace años, y se repitió en los acuerdos entre Mauritania, Senegal y España a raíz de la crisis de los cayucos.
Así, el derecho de los refugiados se va erosionando progresivamente y el acto de cruzar una frontera se criminaliza. Los obstáculos a los procedimientos de asilo, el acceso limitado a servicios básicos como la salud, y el aumento y uso prolongado de la detención son una práctica común. Así mismo, el envío de la gente de regreso a través de acuerdos de readmisión y devolución establecidos con terceros países (no necesariamente los de origen) es una herramienta cada vez más importante de esa externalización.
La retórica y la justificación que la UE esgrime para formalizar este tipo de acuerdos se enmarca cada vez más dentro de esa “guerra contra los contrabandistas y traficantes”. Pero en lugar de poner freno a las operaciones de tráfico de personas, esas políticas migratorias restrictivas no hacen sino alimentarlas. Cuantas más personas son criminalizadas, menor recurso tienen a solicitar protección, lo que, a su vez, les hace presa fácil de la extorsión y el abuso por parte de las redes de tráfico de personas, que pueden actuar con impunidad.
Las consecuencias de la externalización
Después de años de trabajo en los países ribereños del Mediterráneo y en el norte de África, hemos sido testigos de cómo estas políticas de externalización generan graves consecuencias humanitarias y no solo tienen un precio muy alto para la gente que se desplaza, sino que a veces ponen sus vidas y su salud en peligro. No se trata ya de una secuela no deseada e ignorada, sino más bien de una realidad muy conocida por los líderes europeos. Europa ha hecho la vista gorda ante esta realidad, incluso cuando los informes elaborados por varias organizaciones (entre ellas Médicos Sin Fronteras) nos traen sistemáticamente alarmantes relatos de abusos y torturas.
Desde la frontera sur de Europa, la historia nos habla de un intento constante (a menudo silencioso y a veces violento) de hacer retroceder a aquellas personas que se considera que están entrando irregularmente en Europa. Desde más lejos, fuera del campo de visión de la opinión pública europea, existe una historia de abusos generalizados a manos de las fuerzas de seguridad y de las redes de tráfico, con elevados niveles de violencia física y sexual; de expulsiones de grupos vulnerables al desierto; de detenciones prolongadas, y de tortura.
Y, puesto que las rutas fáciles ya han sido bloqueadas con éxito, la gente ha optado por otras alternativas más peligrosas. Muchos sobrevivirán al viaje, pero también muchos mueren en el camino, convirtiendo lenta y silenciosamente en fosas comunes los dos obstáculos naturales que protegen Europa: el mar Mediterráneo y el desierto del Sáhara. Una sola cifra: en 2015, 1 de cada 50 personas que han tratado de cruzar el Mediterráneo desde Libia a Italia ha perecido en el intento.
Este miércoles, los jefes de Estado y de Gobierno comenzaron una reunión de dos días en Malta para debatir sobre el futuro de este tipo de políticas. Europa invita (¿presiona?) a África. Para África, la circulación de personas hacia Europa no es una prioridad. Para Europa, se trata de un asunto de seguridad de suma importancia. Por eso, se pondrán sobre la mesa unos acuerdos más o menos tentadores a cambio de colaboración. Cualquiera que sea el resultado, la tendencia actual de falta de respeto por los derechos de los refugiados, mientras se hace caso omiso de los abusos y la tortura, ya no puede ser una estrategia aceptable. Sin negar la enorme complejidad de este asunto, La Valeta no puede ser recordada como la oficialización de la externalización del trabajo sucio por parte de Europa.