Siete minutos. Es el tiempo que la Policía de Guiyang necesitó para capturar al reportero de la BBC John Sudworth, que había decidido retar a los nuevos sistemas de vigilancia por reconocimiento facial de China.
Las autoridades entraron al trapo, le hicieron una foto para tenerlo fichado en el registro nacional, que ya cuenta con imágenes y huellas digitales de todos sus ciudadanos y de gran parte de quienes visitan el país, y luego se dedicaron a buscarlo utilizando las cámaras de videovigilancia de la capital de la provincia sureña de Guizhou.
Los algoritmos de inteligencia artificial no tardaron en dar con él y unos agentes lo interceptaron en la estación de tren. Así, Sudworth demostró que es imposible escapar al Gran Hermano del gigante asiático.
Lo ha certificado hace unos días un caso real en la ciudad de Nanchang. Allí, estos sistemas de seguridad identificaron a un fugitivo entre los 60.000 asistentes a un concierto. A través de las cámaras situadas en las taquillas, el software reconoció al señor Ao, buscado por delitos económicos y envió la alarma a los policías que se encontraban en la zona. “Estaba completamente sorprendido de que lo hubiésemos capturado”, declaró orgulloso uno de los agentes que participó en la operación, Li Jin, a la agencia Xinhua.
170 millones de cámaras de videovigilancia
Basta un breve paseo por cualquier ciudad china para darse de bruces con una innumerable cantidad de cámaras. Las hay de todos los tamaños y formas: las que parecen un huevo negro, las que apuntan en una sola dirección como si fuesen un cañón, y las baterías de cámaras que rotan 270 grados y que incluyen hasta flashes para operación nocturna. La presencia de algunas resulta muy evidente, otras hay que buscarlas a conciencia. Todas ellas, hasta unos 170 millones, son los ojos del Partido Comunista. Y esto es solo el comienzo, porque China sumará otros 400 millones en los próximos años.
En Yitu, una de las empresas que desarrollan software de reconocimiento facial para el Gobierno, me enseñan cómo funciona el sistema poniéndome a mí mismo como ejemplo. Sin que me haya percatado, nada más entrar a su sede en Shanghái, una cámara me ha tomado una fotografía que sirve al resto para identificarme en cada rincón del edificio.
Luego, el sistema muestra dónde he estado y a qué hora en un mapa en el que también se pueden ver los vídeos de lo que he hecho en cada uno de esos lugares. Su fundador, Zhu Long, afirma que son sistemas de vigilancia que mejoran notablemente la efectividad de las fuerzas de seguridad y que, por ende, hacen a China un país mucho más seguro.
Las 30.000 cámaras de seguridad del metro de Shanghái, el más extenso del planeta, han servido para capturar a diferentes personas requeridas por la justicia. Pero el problema está en que el Gobierno también los utiliza para neutralizar cualquier activismo. Sumados a la férrea vigilancia en Internet, sobre todo en redes sociales –todas las empresas están obligadas a compartir sus datos con las autoridades–, China está creando lo que la ONG Human Rights Watch denomina una “nube policial” que, denuncian, viola la privacidad y los derechos fundamentales de sus ciudadanos.
“Las autoridades recaban y centralizan cada vez más información de cientos de millones de ciudadanos corrientes, identifican a los que se desvían de lo que ellos consideran 'ideología normal', y utilizan los datos para vigilarlos”, ha afirmado la directora de HRW para China, Sophie Richardson.
“El Gobierno está explorando de forma activa nuevas tecnologías, como la analítica de 'big data' y los sistemas basados en computación en la nube para agregar y 'minar' información personal –en la que se cuentan transacciones online, historiales médicos o afiliaciones a diferentes organizaciones– de forma más eficiente”, añadió la organización en un informe publicado el pasado noviembre.
La vigilancia traspasa las fronteras chinas
Es un Estado policial invisible, facilitado por los últimos avances tecnológicos. Y en regiones 'problemáticas' como Tíbet o Xinjiang se suma a la tradicional red de informadores del Gobierno para crear un marco de seguridad inquebrantable dentro de sus fronteras. Un ejemplo lo viví cuando viajé a la ciudad de Kashgar, en el extremo oeste de Xinjiang: cinco minutos después de entrar al hotel, la Policía apareció en el hall para llevar a cabo un interrogatorio aparentemente inocuo.
Pero el asunto va más allá de China: diferentes casos han demostrado que las fuerzas de seguridad –oficiales o no– también operan en el extranjero. Como el de Gui Minhai, editor chino, nacionalizado sueco y residente en Tailandia, especializado en la publicación de libros críticos con el Partido Comunista en Hong Kong. En 2015, unos desconocidos –aparentemente agentes chinos– lo abdujeron en su domicilio tailandés y lo trasladaron a China. Allí permanece recluido, y su caso ha enfrentado a China con Suecia, ya que Gui fue interceptado hace unos meses por la Policía china cuando viajaba en un tren con diplomáticos del país europeo para recibir tratamiento médico.
Otros casos han sobresaltado a Hong Kong, un territorio donde las fuerzas chinas no tienen jurisdicción. Un documental emitido recientemente por Al Jazeera demuestra que todo tipo de activistas forzados al exilio viven con el temor de que agentes chinos arremetan contra ellos en sus países de acogida o tomen represalias con sus familiares en el gigante asiático.
Tanto la CIA como el FBI han acusado a Pekín de haber tejido una tupida red de espías por todo el mundo, y diferentes organizaciones denuncian que el mundo lo permite con el objetivo de agradar al régimen y de asegurarse así oportunidades económicas. “No es solo una amenaza gubernamental, es también una amenaza social. Es algo que vemos con preocupación”, señaló el director del FBI, Christopher Wray, durante una comisión del Senado estadounidense.
En esta coyuntura, Wray –y muchos otros– señala al Instituto Confucio, equivalente al Instituto Cervantes de España, como una de las principales armas de China en la expansión de su influencia política y social. El Confucio se instala en universidades y centros educativos extranjeros –ya hay más de 500 en el mundo– que le prestan un lugar y logística a cambio de financiación directa del Gobierno chino.
Aunque sus responsables niegan que su labor vaya más allá de la enseñanza del idioma y de la cultura de China, sus profesores son elegidos por los dirigentes chinos y ejercen presión sobre los centros extranjeros en los que anidan para que se eviten temas críticos con la segunda potencia mundial. “Son una herramienta de propaganda y crean una red de gente afín a China para influenciar a las próximas generaciones occidentales”, explicó a Al Jazeera Chen Yonglin, un diplomático chino que decidió desertar tras haber ayudado a crear la estrategia para acabar con la disidencia.
No obstante, estos sistemas de control se ven con buenos ojos por muchos otros gobiernos, democráticos o no. China marca el camino en Asia, donde diferentes países de su esfera –Tailandia, Filipinas, Camboya– han tomado un cariz cada vez más autoritario, pero los escándalos sobre la privacidad afectan también a EEUU y Europa, donde se considera adoptar sistemas de inteligencia artificial para vigilar a la población con el pretexto de la seguridad.