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No me gusta el fútbol

El Cristo Redentor del Corcovado renace a dos días de la final del Mundial

Natalia Millán Acevedo

Plataforma 2015 y Más —

Cualquier persona que haya pasado por la experiencia de decir “no me gusta el fútbol” sabe la amplia gama de respuestas que puede recibir de su interlocutor; puede ir desde el asombro hasta la incredulidad, desde la indignación hasta la burla pero, en todo caso, siempre es una respuesta negativa y te deja con la desagradable sensación de que eres un extraterrestre que no puede compartir las emociones e ilusiones más básicas y humanas de la sociedad. Pues bien, en pleno éxtasis del final mundialista, donde se ha analizado (hasta el cansancio) en los medios de comunicación noticias tan fundamentales como la “humillación histórica” de Brasil, el “polémico y asombroso” balón de oro de Messi o la sanción “ injusta y desmedida” de la FIFA a Suárez (recibido por cierto como un héroe por el mismísimo presidente Mujica) es que me he decidido a reivindicar públicamente mi postura antifutbolera, una postura, por cierto, muy impopular para estos tiempos enfervorecidos.

Ojo, no me refiero a la práctica del deporte en sí, que claramente puede promover el trabajo en equipo, el compañerismo, la cooperación y el ánimo de superación. Es indiscutible que el fútbol ha supuesto para miles (o millones de personas) una actividad positiva e ilusionante así como un espacio de compañerismo y comunidad entre personas que pueden ser de orígenes, visiones y pensamientos muy divergentes. Sin embargo, terminado el mundial de 2014 y viendo los hechos horrendos e inhumanos que temporalmente han acompañado a este certamen, sí creo que podría ser interesante una humilde reflexión sobre lo que filosófica, política y éticamente está significando el fútbol.

Cifras millonarias en escenarios de creciente desigualdad

Quizás la primera crítica, fácilmente compartida por la mayoría de las personas que pudieran leer este artículo, radica en el proceso de mercantilización tan brutal en que ha derivado este deporte. Así, los ciudadanos asistimos estupefactos a las cifras millonarias que a diario se publicitan sin ningún pudor en los medios de comunicación sobre fichajes pases, cambios y recambios de los ya multimillonarios jugadores de fútbol. Pero además, en las últimas semanas y gracias a la movilización ciudadana hemos sabido que la organización del último mundial costó más de 13.600 millones de dólares, la mayor parte financiada por las arcas públicas del Gobierno de Dilma Roussef. A pesar de la incomprensión de algunos, parece lógico que parte del pueblo brasileño proteste y se rebele contra tamaño despilfarro en un país con casi 40 millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza. Todo ello coronado por una institución como la FIFA, extremadamente opaca en sus actuaciones, denunciada por diversos escándalos de corrupción y que además se ha dado el lujo de no pagar impuestos sobre los servicios y operaciones destinados a organizar el Mundial de fútbol de 2014. Frente a este panorama, surge una pregunta obvia; ¿en un mundo donde 846 millones de personas pasan hambre no habría una forma mejor de destinar los recursos para respetar los derechos de todas las personas en vez de promover un negocio mundial que favorece a una oligarquía mundial? Sí, es cierto que esta pregunta puede hacerse sobre múltiples variables, las armas, la seguridad, la moda o los coches. Pero bueno, el fútbol no escapa a este fenómeno asimétrico que parece caracterizar al actual mundo globalizado.

El opio del pueblo

La segunda crítica que, en mi opinión se le puede hacer al fútbol se relaciona con la función social que actualmente está cumpliendo este deporte convertido en un importante catalizador de emociones humanas. Así, se dedican innumerables esfuerzos destinados a analizar (hasta el más mínimo detalle) las jugadas, sanciones, giros y volteretas que se suceden en los estadios, además de las declaraciones, rencillas y cotilleos de vestuario entre jugadores, técnicos, periodistas y árbitros. Al final del día, muchas personas han dedicado mucho tiempo y atención en comprender, seguir, analizar y debatir sobre lo que pasa en las canchas y en los partidos.

Ahora bien, es cierto que cada uno de nosotros es dueño de su tiempo y puede (mal) gastarlo como mejor le parezca, sin embargo no deja de ser pertinente la inquietud que surge al valorar la cantidad de horas dedicadas al fútbol: ¿No es esta una nueva forma de distraer, desorientar y obnubilar a la opinión pública? Por ejemplo, veamos la actualidad en la que durante el mundial de fútbol hemos estado asistiendo a un ataque brutal e inhumano a Gaza donde han muerto ya más de 170 personas; y digo asistiendo porque este ataque sólo puede ser perpetuado bajo la mirada indiferente de la comunidad internacional (y de su población). Sin embargo, parece más importante (o al menos para una buena parte de los medios de comunicación si lo ha sido) las vicisitudes del Mundial que la humillación y la muerte de cientos de niños, mujeres y hombres. Hubiera sido bonito (y un sueño poco probable) que los países se negaran a jugar la final del mundial hasta que no cesaran los bombardeos en Gaza; lamentablemente esto quizá hubiera sido mucho más efectivo que las escasas acciones de los países demócratas por detener este horror. Pero, es que parece que la función del fútbol es justamente la contraria, no pensar, olvidar, evadir, enajenar. Como diría Marx, el nuevo opio de los pueblos es la religión del fútbol.

Una versión reduccionista y alejada de los Derechos Humanos

Finalmente, la tercera crítica hacia lo que ha derivado el fútbol (y que tiene que ver con mi trabajo académico y profesional) se relaciona con la exaltación del sentimiento nacional. Desde la perspectiva cosmopolita, los derechos deben estar garantizados para todas las personas por una única condición, que todos somos humanos; así tal como lo sostiene la Declaración Universal de Derechos Humanos estos derechos no pueden estar restringidos por la raza, el sexo, la nacionalidad o cualquier otra consideración. Por tanto, es necesario avanzar hacia la configuración de un orden internacional más justo y garantista para los seres humanos del planeta. En contraposición, la modernidad ha creado un mundo lleno de fronteras, donde las personas acceden (o no) a sus derechos por el mero hecho de pertenecer a un país o a otro. Basta con observar las situaciones que se dan a diario en la valla de Melilla para entender que la condición de ciudadano y de personas se le niega sistemáticamente a grupos de individuos por no tener la nacionalidad “correcta”. En este sentido, el fútbol parece ser un gran aliado de los nacionalismos, de los enfrentamientos entre unos y otros, de la exaltación de las banderas, símbolos, cánticos que nos separan por naciones, colores y razas. Esto además con una parafernalia nacionalista donde los partidos son “contiendas” y los jugadores “héroes” dispuestos a defender el “orgullo” nacional.

En fin, soy consciente de que puede considerarse injusto atribuir al fútbol mucho de los trastornos de nuestra sociedad: la mercantilización, el inadmisible reparto de la riqueza en el mundo, la exaltación del nacionalismo o la indiferencia fría, sistemática y egoísta conque a diario enfrentamos la realidad que nos rodea. Sin embargo, creo que el fútbol se ha convertido en un reflejo y un promotor de varios elementos negativos que, lamentablemente, nos definen como sociedad. Quizás podamos plantearnos otras opciones, reflexiones y sueños que los que nos imponen. Quizás, en vez de seguir la “ilusión” de todos los avisos publicitarios que nos recomiendan encarecidamente que soñemos con ganar otro mundial, podamos plantearnos otros sueños, más solidarios, más justos y más cooperativos para construir una sociedad donde el centro sea la vida y donde todas las personas puedan vivir en paz. Eso sí que podría ser una ilusión compartida entre sociedades, pueblos y personas.

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