Mario David tiene un tono de voz profundo, es curioso, inquieto y con una sonrisa llena de contagiosa picardía. El pequeño guerrero, originario de San Pedro Sula, con sus 12 años es uno de los menores no acompañados que viajan en la caravana migrante que salió el pasado 13 de octubre de Honduras hacia Estados Unidos.
Su inquietud y curiosidad llamaron la atención de los medios de comunicación y de los migrantes que avanzan en la caravana por México, tras pasar por Guatemala.
Lo vi el lunes 15 de octubre, en una de las reuniones de los dirigentes del grupo, después de haber pasado la frontera de Agua Caliente, sentado, cantando consignas. Después lo encontré subido en vehículos avanzando en el recorrido de la caravana por el territorio guatemalteco.
Al enterarse en las noticias de que un grupo de hondureños dejaba su país para buscar mejores oportunidades de trabajo y un mejor lugar para vivir, decidió unirse a la caravana e iniciar el viaje desde San Pedro Sula, su ciudad natal. Salió sin permiso de sus padres y sin avisar a nadie. Llevaba una camiseta de mangas cortas que dice Inglaterra, un pantalón corto, un suéter amarrado a la cintura y un billete de la suerte de dos lempiras en la bolsa.
Como los miles de centroamericanos que desde hace dos semanas caminan rumbo a los Estados Unidos, Mario David Castellanos Murillo es el símbolo y reflejo de una sociedad que huye de la violencia y pobreza en la que la corrupción y desigualdad han sumido a Honduras.
—¿Qué te gustaría estudiar en Estados Unidos? —pregunté a Mario la primera vez que le hablé, en Esquipulas, Chiquimula (Guatemala).
—De lo que sea, con tal de que haga pisto [dinero] —respondió entre risas.
Después de cruzar la frontera de Agua Caliente, el pequeño consiguió que le prestaran un teléfono para comunicarse con su familia. En breves minutos les informó de que no estaba en San Pedro, que se había unido a la caravana migrante y que su objetivo era llegar a Estados Unidos.
Mario es un hombrecito valiente, determinado y atrevido. También es un niño tierno, juguetón y enamorado de su familia.
—¿Qué dice tu familia sobre que estés viajando solo hacia Estados Unidos?
—Que está bien —responde entre dientes, después de un largo silencio que se mezcla con suspiros y lágrimas que recorren sus redondas mejillas.
Su madre, Dilsya Murillo, cuenta, le dijo que siguiera “hasta donde Dios se lo permitiera”. José Castellanos, su padre, dijo a Plaza Pública que el pequeño “salió sin permiso y en búsqueda de ese sueño de poder vivir mejor”.
Desde el día en que Mario salió de su casa, la mamá no suelta su móvil. Cada vez que el teléfono suena, contesta inmediatamente esperando que sea Mario. La llamé tres veces durante la última semana, y al percatarse de que no era su hijo, pasaba el teléfono a José para fuera él quien atendiera la llamada.
Seis días después de iniciar el viaje, tras pasar por Guatemala, a ratos a pie, a ratos subido en camiones o autobuses, Mario llegó a Ciudad Tecún Umán, el pueblo donde termina el territorio guatemalteco y donde, al cruzar el puente Rodolfo Robles, empieza el mexicano; justo sobre el río Suchiate que divide ambos países.
Lo encontré de nuevo en el parque central de ese caluroso pueblo fronterizo. Lucía cansado, pero contento. Estaba satisfecho de haber concluido el primer tramo de su viaje. No tenía claro su futuro, pero estaba orgulloso de lo logrado. Se sentó entre varios periodistas, tomó la cámara de uno de ellos y empezó a tomar fotografías. Necesitaba entretenerse, estaba ansioso.
Sentados a una mesa ubicada en una plaza de pequeños restaurantes, rodeados de otros migrantes, tuvimos una conversación de amigos. Hablamos del cansancio y de fotografía. Tomó mi móvil y me pidió que le dejara jugar al Candy Crush mientras llegaba la hora de caminar.
—¿Te gustaría aprender a tomar fotos?
—Mmmm —asintió con la cabeza, prestando poca atención a la conversación y toda al teléfono con el que jugaba.
Después de cantar el himno hondureño en la plaza central y escuchar a los líderes de la caravana, Mario se preparaba para cruzar el puente de manera pacífica para ingresar a México y continuar con la ruta de la caravana.
Gases lacrimógenos
Es casi mediodía del 19 de octubre y la caravana se dirige hacia Ciudad Hidalgo, la primera parada prevista en territorio mexicano. Una masa humana de unas 3.000 personas se disponen a cruzar la frontera. El calor es intenso, sofocante. Mario marcha al frente de la caravana; no es el líder, más bien parece ser el símbolo.
Un contingente de agentes antidisturbios de la Policía mexicana cierra el portón de rejas blancas para impedir el paso de los migrantes. El ambiente se torna tenso. La multitud entona una vez más el himno nacional de Honduras. Mario pide a gritos que los dejen pasar. Ruegan, suplican, exigen, gritan, empujan. El portón de rejas blancas empieza a ceder ante la fuerza de los migrantes. Caos. Estruendos. La policía lanza bombas de gas lacrimógeno para obligar a los migrantes a retroceder. Unos resisten, otros se lanzan al río y empiezan la travesía nadando. Otros lo cruzan en las improvisadas balsas en las que a diario centenares de migrantes, comerciantes y vecinos de la zona cruzan la frontera de ida y vuelta.
Veo a Mario resistir, correr, gritar, llorar. Intenta trepar el portón de rejas blancas, pero la imponente mano de un agente se lo impide. El policía federal mexicano lo toma por el cuello y lo devuelve con fuerza a territorio guatemalteco. Mario es fuerte, regordete, unos 150 centímetros de estatura; pero es un niño. Los gases lacrimógenos que ha inhalado lo vencen; el empujón del federal lo vence; la aplastante multitud lo vence; el caos lo vence.
Un funcionario de migración de México abre brevemente el portón de rejas blancas para que las personas afectadas por los gases puedan pasar al otro lado; a territorio mexicano. Veo a Mario correr. Es uno de los primeros en entrar. Se sienta en el suelo, sofocado, parece no entender nada de lo que ocurre. Su rostro ha cambiado. De pronto, la voz fuerte y chillona y la picardía de sus ojos de niño han desaparecido. Llora. Se restriega los ojos tratando de limpiar las lágrimas. Alguien deja caer sobre su cara un chorro de agua para ayudarlo a aliviar los daños provocados por el gas.
Me siento frente a Mario. Le tomo la mano y le acerco un poco de agua para beber. Le pido que se tranquilice, le repito que va a estar mejor. Lo abrazo, nos abrazamos durante algunos minutos; limpio su rostro empapado de lágrimas y furia. A los dos nos tiembla el cuerpo. A Mario por el susto, a mí por la impotencia. Mario suspira, llora, se recupera; sigue sin decir una sola palabra.
Un funcionario de migración de México se acerca. Le hace preguntas y las respuestas las va escribiendo en un formulario. Nombre, edad, nacionalidad. Al enterarse de que Mario viaja solo lo levanta del suelo, en donde ha permanecido desde que ingresó a territorio mexicano y lo mete en una oficina.
Lo volví a ver media hora después. Sentado dentro de una oficina y rodeado de varias mujeres del departamento de migración que le soplan el rostro, le dan agua para beber y le aseguran que todo estará mejor. Poco a poco se ha recuperado.
Salimos de la oficina y nos sentamos en unas bancas. Charlamos. Me cuenta las peripecias de su viaje; me da detalle de lo que acaba de ocurrir, de cómo la policía mexicana cerró el portón de rejas blancas, de los gases lacrimógenos, del miedo. Narra lo que ocurrió en la oficina de migración, de las preguntas que le hicieron, de la incertidumbre. No sabe qué ocurrirá con él ni con los otros integrantes de la caravana que permanecen dentro de la oficina de migración, pero está decidido a continuar el viaje. Una llamada a mi teléfono interrumpe nuestra conversación. Cuando vuelvo a prestar atención a Mario, ya no estaba. Agentes de migración lo habían llevado otra vez a la oficina. Por más que rogué, me negaron el acceso.
Esa fue la última vez que lo vi.
Regresar a casa
Busqué a Mario durante tres días, sin éxito. Nadie daba razón de su paradero, apenas había rumores sobre posibles lugares a donde podrían haberlo llevado, pero nada seguro. Que quizá estaba en la Estación de Migración Siglo XXI; o tal vez en el albergue instalado en la Feria Mesoamericana; o en el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia del Estado de Chiapas para hombres menores de edad. Todos con ingreso restringido.
Hasta que el miércoles 24 de octubre recibí un mensaje. Griela García Borges, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, a quien le había pedido ayuda, me avisó de que había encontrado a Mario durante una visita de rutina. Está ingresado en un albergue del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia de Chiapas, en las afueras de Tapachula. “¡Está bien!”, me escribió.
Y a continuación un mensaje de voz: “¡Hola Andrea! Aquí estoy bien, en un formatorio (reformatorio), pero aquí estoy”. La voz chillona de Mario en la grabación; apenas once palabras. ¡Está bien! Alivio.
Mario quiere regresar a casa, a San Pedro Sula, al lugar del que huyó esperanzado hace dos semanas. Eso fue lo que dijo a Griela, y es también lo que desean sus padres. “Yo lo que quiero es que mi hijo vuelva a la casa aquí con nosotros”, dice José Castellanos, su padre.
El Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova espera que las autoridades migratorias de México escuchen a Mario esta misma semana y de inmediato lo regresen de forma segura a San Pedro Sula para reunirse con su familia.
El sueño de estudiar y trabajar en Estados Unidos que llevó a Mario a unirse a la caravana migrante queda en suspenso. Con su regreso a Honduras, volverá al punto de partida; a la violencia y la pobreza de las que huyó.
La cantidad de menores no acompañados que formaban parte de la caravana y que han sido institucionalizados en México aún es desconocida. Las autoridades mexicanas informan poco sobre la situación de los migrantes que permanecen en los albergues estatales.
Según Griela García Borges, Mario podría solicitar refugio en México. El trámite para resolver esa petición tardaría no menos de 45 días hábiles, durante ese tiempo debería permanecer en el albergue. Si el asilo le fuera denegado, sería deportado a Honduras; si le fuera concedido, sería enviado a un albergue de puertas abiertas en la Ciudad de México, donde permanecería hasta cumplir la mayoría de edad.