La odisea de un refugiado somalí que intentaba llegar a Europa y acabó reclutado por el ejército ruso
Hace un año, el periodista somalí Ilyas Ahmad Elmi puso rumbo a Europa. Había sido amenazado en reiteradas ocasiones por terroristas yihadistas en su país, su objetivo era llegar a Alemania, donde pediría asilo y se reuniría con su hijo de ocho años. “Me fui porque quería ver a mi hijo, al que nunca he conocido... y porque había recibido amenazas”, cuenta Elmi a The Guardian en una entrevista telefónica.
Voló a Rusia y después viajó por tierra a Bielorrusia, desde donde pretendía cruzar la frontera con Polonia. Este recorrido suele considerarse una ruta hacia Europa más segura que cruzar el mar Mediterráneo. Pero en lugar de acceder a una vía segura a Europa, Elmi sufrió meses de penurias. Relata que fue apaleado por guardias fronterizos y obligado a pasar semanas viviendo en un bosque. Allí vio morir a una joven somalí de su grupo por falta de atención médica.
Desesperado, regresó a Rusia con la esperanza de cruzar a Finlandia. Pero antes de llegar a la frontera fue detenido y obligado a alistarse en el Ejército ruso: le dijeron que lo entrenarían en un campamento junto a muchos otros inmigrantes irregulares y que lo enviarían a luchar a Ucrania. Se negó y hoy se enfrenta a ser deportado, pero todavía tiene la esperanza de que una intervención le permita ir a Alemania o a otro país seguro.
Quizá para Elmi lo más frustrante de todo este calvario es que logró entrar en territorio de la UE en dos ocasiones, a través de la frontera de Bielorrusia con Polonia. En ambas ocasiones, los guardias fronterizos polacos le obligaron a regresar a Bielorrusia, una práctica habitual que, según los activistas de derechos humanos, es ilegal e inhumana.
Mientras que en gran parte de la Unión Europea los debates sobre la inmigración se inclinan cada vez más hacia la derecha, la historia de Elmi ilustra las consecuencias imprevistas de endurecer las políticas fronterizas: una persona que busca refugio a las puertas de Europa puede terminar formando parte de la maquinaria bélica de Vladímir Putin.
“Me desmayé, de miedo”
Elmi creyó que sus más de diez años de trayectoria como periodista y las amenazas que había recibido en su país bastarían para solicitar asilo. Llevaba años ejerciendo la labor periodística en condiciones difíciles: un trabajador internacional de derechos humanos –quien pidió permanecer en el anonimato– recuerda haberle ayudado en 2010, cuando Elmi se vio obligado a huir de su ciudad natal, en la región de Beledweyne, después de que fuera tomada por el grupo yihadista Al Shabab.
En 2015, Al Shabab invadió la localidad a la que se había mudado Elmi, cuenta su exesposa Muna en una entrevista telefónica con The Guardian. “Estaba muerta de miedo y realmente no sabía qué hacer. Estaba embarazada y temía por mi hijo. Vi que algunas personas estaban abandonando la ciudad y me fui con ellas... No creía que mi marido hubiera sobrevivido al ataque. Y hui”, cuenta. Primero vivió en Nairobi, antes de viajar a Noruega y posteriormente a Alemania, donde ella y su hijo obtuvieron el estatus de refugiado.
Elmi permaneció en Mogadiscio, donde pasó por distintos empleos antes de asumir su último cargo periodístico como jefe de programación y redes sociales de la cadena de televisión estatal SNTV. Asegura haber recibido frecuentes amenazas desde números de teléfono anónimos. A finales de 2021, un terrorista suicida de Al Shabab mató a su amigo, el director de Radio Mogadiscio, Abdiaziz Mohamud Guled. El incidente marcó un punto de inflexión para Elmi: “Aquella noche me desmayé de miedo y no pude seguir trabajando”, cuenta Elmi.
Shermarke Mohammed, exdirector de SNTV, iba en el mismo coche que Guled en el momento del ataque. Resultó herido en la explosión y ahora vive en Europa. “Los periodistas somalíes se enfrentan cada día a una amenaza contra sus vidas”, dice en una entrevista telefónica y añade que también Elmi “tuvo que abandonar el país para salvarse”.
Se fue de Somalia y pasó algún tiempo en Kenia, antes de obtener un visado ruso y volar a Moscú, tras haber oído hablar de la supuesta ruta “segura” para llegar a la UE a través de Rusia. Cuando llegó junto a otros somalíes a la zona fronteriza entre Bielorrusia y Polonia a finales del verano pasado, se dio cuenta de que cruzar no sería tan fácil. La zona es densamente boscosa y Polonia levantó muros a lo largo de algunas zonas de la frontera, lo que dificultaba el cruce.
“Bebíamos agua de lluvia y recogíamos comida de donde podíamos, sobre todo hierba y frutas que crecían de los árboles, que eran extremadamente ácidas. Todas las mañanas las autoridades bielorrusas venían, golpeaban y acosaban a la gente”, recuerda.
Cuando el grupo con el que viajaba logró entrar en Polonia, los guardias polacos golpearon a algunos de los refugiados y los enviaron de regreso a Bielorrusia. Allí, los guardias se negaban a dejar salir a la gente de la zona fronteriza, por lo que quedaron atrapados durante semanas en esa área de bosques frondosos.
“Es la situación más frecuente”, explica Małgorzata Rycharska, activista polaca de derechos humanos que trabaja para ayudar a las personas atrapadas en la zona fronteriza. “Alguien llega a Bielorrusia e intenta ir a Polonia, hasta que se da cuenta de que se trata de una trampa y que puede quedarse atrapado durante semanas o meses en esa zona fronteriza, y tampoco puede volver porque los bielorrusos no lo permiten”.
The Guardian contactó por primera vez con Elmi en septiembre del año pasado, cuando vivía escondido en las afueras de Minsk, tras haber logrado finalmente abandonar la zona fronteriza. En aquel entonces, el periodista relató como una compatriota somalí, Sadia Mohamed Mohamud, de 20 años, había muerto ante sus ojos tras haber sido enviada de regreso dos veces desde Polonia y tras sufrir maltratos de parte de los guardias fronterizos bielorrusos. Los bielorrusos acabaron llamando a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde.
“A pesar de todo el tiempo que pasé en Somalia con bombardeos y guerra civil, nunca sentí más miedo que en Bielorrusia”, dice Elmi.
“Mi hijo no ha visto nunca a su padre”
Escondido de las autoridades bielorrusas y temeroso de que su salud no resistiera otro intento de llegar a Polonia, Elmi se enteró de que se había abierto una ruta por tierra desde Rusia a Finlandia, y decidió intentarlo por esa vía. Cruzó de Bielorrusia a Rusia sin que le pararan, pero cerca de la frontera finlandesa fue detenido por la Policía rusa, dado que su visado ruso había caducado hacía tiempo.
“Mientras estaba en prisión, vinieron a vernos funcionarios del Ministerio de Defensa [ruso] y nos ofrecieron la oportunidad de evitar la deportación trabajando para el Ejército durante un año”, explica Elmi. Su prioridad era no ser deportado y los oficiales le habían prometido seis meses de entrenamiento militar. Pensó que durante ese tiempo podría explicar sus antecedentes como periodista y solicitar asilo.
Tras firmar un contrato en ruso (que no entendía), fue enviado de inmediato a un campo de entrenamiento en el sur de Rusia. Allí había muchos somalíes, sirios y personas de todo el mundo, y los hombres vivían en tiendas de campaña, a pesar del intenso frío. La promesa de los seis meses de entrenamiento resultó ser falsa: “Nos dijeron que tendríamos dos semanas de entrenamiento y que después iríamos a la guerra en Ucrania”, recuerda. Algunos decidieron quedarse y luchar por Rusia, pero Elmi y otros se negaron. Entonces, fue enviado a un centro de detención previo a la deportación, en la región de Rostov.
Más tarde fue puesto en libertad y se le permitió presentar una solicitud de asilo, pero se la han denegado. Hoy se enfrenta a dos alternativas: ser deportado o regresar al centro de detención en cualquier momento.
En los últimos meses, Elmi se ha puesto en contacto con numerosas organizaciones y grupos de defensa de la libertad de prensa que le han dicho que no pueden ayudarle o que sólo podrán hacerlo cuando ya esté en territorio europeo. Elmi confía en encontrar la manera de llegar a Alemania. Aunque separado de su exesposa Muna, siguen en contacto. Ella dijo a The Guardian que le gustaría que su exmarido estuviera en Alemania: “Mi hijo no ha visto nunca a su padre. Sería importante tenerlo cerca”.
Los guardias fronterizos polacos siguen devolviendo a Bielorrusia a los migrantes que intentan cruzar la frontera, a pesar del nuevo Gobierno liberal de Donald Tusk, que el pasado octubre derrotó en elecciones al partido populista Ley y Justicia que llevaba más de una década en el poder. A principios de año, una mujer embarazada de Eritrea fue obligada a dar a luz sola en la zona de bosques entre Polonia y Bielorrusia. El viernes, el Gobierno aprobó una ley que permite a los guardias fronterizos usar armas contra las personas que intenten cruzar.
Según Rycharska, “la gran esperanza de que las cosas cambiarían de verdad se basaba en las hermosas declaraciones de muchos políticos, pero resultaron ser falsas”.
Traducción de Julián Cnochaert
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