Bernand termina de cortar una cebolla y la echa sobre el segundo de los fuegos de la precaria y probablemente improvisada cocina. De una olla naranja comienza a servir arroz en una palangana y una paellera desgastada, después berenjena picada y unas especias de su tierra, Guinea Conakry, que esparce con generosidad. Salió de casa hace tres años y en ese periodo ha sido devuelto hasta en dos ocasiones desde Alemania a España, en virtud del acuerdo de Dublín.
Ha pedido asilo por segunda vez, la primera le fue denegado, y afirma, ahora con varias cucharas y tenedores en la mano, que solo quiere un permiso para poder trabajar y quedarse aquí. Cuando por fin se pone el sol se corre una voz que llama a la cena, del pasillo van apareciendo casi una decena de hombres que juntos rompen el ayuno del Ramadán.
La desescalada también comienza a entrar poco a poco en este espacio okupado en Madrid, en el que permanecen confinados más de una veintena de migrantes africanos. La mayoría proceden de Guinea Conakry, de Senegal, de Gambia y de Mali, llegaron en patera, saltando la valla, o han sido deportados por el sistema Dublín de otros países europeos. Componen un abanico amplio de edades, etnias y religiones, algunos han comenzado su proceso de asilo y tienen la tarjeta blanca o la roja, a otros se les ha caducado durante el estado de alarma y muchos permanecen indocumentados.
Vivían de forma temporal en este piso, gestionado por el colectivo del que forman parte, Courage. Y cuando la epidemia de la covid-19 encerró a medio mundo en sus casas, este espacio okupado era lo más cercano a su hogar. Entre ellos mismos se refieren como hermanos y se llaman familia.
Aguantar ante la incertidumbre
“Couraje [fuerza, valor] es lo que nos decíamos antes de cruzar”, cuando escondidos en los bosques de Marruecos otros compañeros se marchaban, en manos de las mafias, camino al mar, cuenta Mamadou, también guineano. El mismo mantra repetían en la patera para darse “fuerza y aguantar, pensar que lo íbamos a conseguir”, relata.
'Aguantar' es también una de las palabras que más se escucha en este escondite, y los recuerdos de la violencia de la migración sirven para superar el encierro. “El confinamiento lo llevo bien, a veces y mal. Es muy difícil pero bueno, aquí aguantando”, conjugaba tímido otro de los residentes. Había llegado a España solo siendo menor de edad, y pese a haber cumplido los 18 años, no tiene permiso de trabajo. “Cuando esto termine quiero sacarme la ESO y el grado de cocina”, medio sonreía en un español precario.
Las condiciones son duras, pero el espacio es amplio y la convivencia del día a día alivia la incertidumbre de no saber qué pasará mañana, si alguien les dará de comer. Cuentan que han pasado el encierro leyendo, haciendo deporte y jugando al fútbol, alargando las sobremesas para aprovechar la conversación, bailando y tocando música, ayudándose entre ellos con el idioma. “Habla un poco de español, tío”, le da un codazo Ibrahim a Moussa.
Moussa lleva varios meses viviendo en este piso y es el encargado de ir a hacer la compra. Trataba de reducir el tiempo fuera lo máximo posible, por el hostigamiento de la policía, relata, y porque el dinero ha escaseado estos días. Comen gracias a los pocos ahorros que consiguieron juntar los miembros del colectivo y a las donaciones y repartos de asociaciones del barrio.
“Este espacio es su casa, pero la gestionamos entre todos”, explica Will, activista antirracista y una de las personas que más tiempo lleva en Courage. Son un colectivo todoterreno, continúa, además de ofrecer esta alternativa habitacional a la acogida institucional y a migrantes que no tienen donde ir, les ayudan a solicitar asilo y a tramitar sus papeles. El objetivo es que las decenas de personas que acuden a Courage encuentren un apoyo para regularizar su situación y se inserten en el sistema de asilo, subraya Suri, activista LGTBI, y es que para el colectivo es importante visibilizar la transversalidad de las luchas.
El grupo cogió forma en verano de 2018, cuando el fuerte aumento de las llegadas a España se hizo notar en los centros de detención y acogida. Ahora las asambleas para tomar decisiones se hacen por Zoom, y una de las prioridades del colectivo es la denuncia de los actos de racismo. “Todos los días los chicos son víctimas de racismo”, apunta Will.
Por eso, Émile no abunda mucho en su pasado. “Lo que nos ha sucedido en la calle no lo contamos, porque la gente no lo va a creer”, sentencia con la solemnidad de quien ha visto demasiado pese a apenas superar la veintena. Prefiere centrarse en su presente. “Se habla de nosotros los migrantes, sin saber por qué estamos aquí. Yo lucho por mostrar por qué la gente tiene que marcharse de su país”, explica señalando uno de los libros que tiene sobre la cama. Versa sobre la lucha contra la esclavitud de las personas afroamericanas en Estados Unidos, y confiesa que ir a buscar ese libro ha sido el único motivo por el que ha roto la cuarentena.
Ahora que se permiten los paseos, se sienten más seguros dentro, y por las tardes juegan y hacen deporte en el garaje. Las tareas y horarios están muy organizados, paran antes de las nueve para ducharse, hacer la ablución los que sean musulmanes y estar listos para la cena. Cocinar se reparte entre varios a los que les gusta más —y son capaces de hacerlo para tantas personas—. En la sala que utilizan como comedor hay una tabla con los nombres de cada uno y los turnos de limpieza.
Después de cenar la mayoría se dispersa, muchos se van a rezar en solitario a sus habitaciones, que comparten dos personas. En el comedor se forman algunos corrillos de fumadores que conversan distendidos sobre sus creencias y las dictaduras que asolan África. Antes de marcharse, Bernand mira gracioso a otro de sus compañeros y le pasa una escoba. “Aquí todos hacemos algo”, sentencia. Si no, no serían una gran familia.
*Todos los nombres del texto han sido cambiados por deseo de sus protagonistas.