El petrolero Aleksey Kosygin partió de Freeport, Texas, el pasado 14 de mayo con 600.000 barriles de arenas bituminosas procedentes de Canadá. Llegará previsiblemente a Bilbao con destino a la refinería de Muzkiz.
Al igual que la muralla china o los invernaderos del Almería, la minería a cielo abierto de las arenas bituminosas de Alberta (Canadá) es una de esas “huellas” humanas visibles desde el espacio. Los que ocupan actualmente las balsas de residuos mineros lo explican. La cicatriz se agrandará, según las previsiones: la producción de este combustible pasará de los actuales 2.2 millones de barriles diarios a 3,7 millones en 2025 si no se hace nada por evitarlo.
Las arenas bituminosas son una materia espesa, negra y viscosa compuesta de arena, arcilla, agua y bitumen -una especie de alquitrán-, que es necesario calentar o mezclar con hidrocarburos tóxicos más ligeros para poder transportarlas a través de un oleoducto. Las grandes reservas hacen de Canadá la tercera potencia petrolera mundial, tras Arabia Saudí y Venezuela. Integran el grupo de los denominados petróleos no convencionales (junto al petróleo de esquisto o los petróleos de aguas profundas). Se llaman así porque los métodos de extracción son diferentes a los habituales, al tratarse de reservas de más difícil acceso. Son combustibles generalmente de peor calidad, peor rendimiento energético y de mayor impacto ambiental.
En el caso de las arenas bituminosas los efectos son variados y muy graves. El consumo de agua necesaria para la extracción es elevado, aproximadamente 4 barriles de agua por cada barril de petróleo obtenido; para acceder a los yacimientos de Alberta hay que abrir minas a cielo abierto, talando extensos bosques maduros y con ellos su potencial como sumidero de carbono; en el proceso se utilizan sustancias químicas que contaminan los ríos y producen enfermedades como enfisemas, asma o cáncer; tras agotarse las reservas, lo que quedan son enormes extensiones de lagos tóxicos que seguirán durante décadas filtrando contaminantes al agua y el suelo. Además, la construcción de oleoductos para transportar el crudo hasta la costa amenaza a varios pueblos indígenas en EEUU y Canadá.
Pero sin duda el impacto mayor es el climático. Extraer, procesar y transportar este combustible consume una enorme cantidad de energía. Según un estudio de la Comisión Europea, la combustión de petróleo procedente de arenas bituminosas produce un 23% más de emisiones de CO que la del petróleo convencional. El transporte por carretera provoca cada vez más emisiones de gases contaminantes. Es la gran asignatura pendiente de la Unión Europea en la lucha contra el Cambio Climático. Para abordar este problema se revisó la Directiva de Calidad de Combustibles (DCC) para lograr que en 2020 los carburantes produjeran un 6% menos de emisiones respecto a 2010.
La entrada de petróleo producido con arenas bituminosas aniquila ese objetivo.
Canadá presiona desde hace años para que se le abran las puertas del mercado europeo. La UE, sedienta de combustible y con una alta dependencia energética del exterior, parece haber cedido por fin a las pretensiones canadienses, renunciado a sus objetivos climáticos. Actualmente ambas potencias negocian un tratado comercial (CETA, por sus siglas en inglés) y no parece casualidad que de forma paralela la UE haya anunciado que la DCC no continuará más allá de 2020.
Según denuncia el Natural Resources Defence Council, las importaciones pasarán de 4000 barriles diarios en 2012 a 700.000 en 2020. En España ya son tres las refinerías que han realizado adaptaciones para poder procesar ampliamente este combustible, dos de ellas de Repsol.
La llegada del petrolero Aleksey Kosygin podría marcar el inicio de la era de los petróleos supercontaminantes y la renuncia de la Unión europea a reducir sus emisiones de CO. Le estaremos esperando para decir que no queremos arenas bituminosas ni aquí, ni en ningún sitio. El planeta no puede permitírselo, si pretende frenar el cambio climático.