Stephanie Munyankera nació en un campo de refugiados de Tanzania, pero a sus ojos ese siempre ha sido un país prestado, como también lo es Ruanda, el de sus padres, que pisó por primera vez cuando ya era adulta. Durante su infancia, las únicas fronteras que conoció fueron las que marcaban los límites del campo de refugiados en el que creció. “Cuando eres una niña no te das cuenta de ese tipo de cosas, lo vives con normalidad”, reconoce. Ahora reside en Kenia. Allí se casó, trabaja y cría a sus dos hijas, pero sigue siendo una refugiada. Para Stephanie, su país no existe.
En los años cincuenta, sus padres abandonaron Ruanda huyendo de las persecuciones a los tutsis. “Yo no lo sufrí, pero su historia ha estado siempre muy presente en mi vida”, asegura. Llegaron primero a Congo y después a Tanzania, donde nació y creció junto a sus hermanos y su madre. “La vida en un campo de refugiados es muy difícil porque estás confinado en un área cerrada y los servicios son muy limitados. Estábamos dividos por grupos y cada uno recibía un número. A veces, convivían dos o tres familias juntas. En nuestro caso, había un grupo de voluntarios que se encargaba de darnos clases, para que al menos aprendiésemos algo. Era una educación informal”, cuenta en la entrevista que nos concede durante su visita a España, invitada por la Fundación Entreculturas.
Cuando su madre murió, Stephanie tenía diez años. Se quedó, junto a sus cinco hermanos, a cargo de una tía sin saber dónde se estaba su padre, que había abandonado el campo de refugiados años antes, y al que encontraron gracias a la ayuda de ACNUR. “Los refugiados no pierden del todo el contacto, siempre hay alguien que sabe algo de alguien que sabe de otro alguien, así llegamos a sospechar que él estaba en Kenia. Cuando salimos del campo de refugiados lo dejamos todo. Nos fuimos sin nada”. Lo que sí conservaba entonces y conserva todavía es una foto en blanco y negro de su padre. “La llevaba encima cuando llegamos a Kenia para la reunificación familiar. Cuando se fue, todos era muy pequeños y no lo recordábamos. Con aquella fotografía supimos quién era”.
En Nairobi, todos los miembros de su familia fueron reconocidos como refugiados y empezaron una nueva vida, esta vez urbana. Stephanie concluyó sus estudios universitarios gracias a las becas del Servicio Jesuita a Refugiados y hoy atiende en esta institución a otras personas que como ella llegan a Kenia huyendo. “A veces, es muy duro porque tú mejor que nadie entiendes por lo que han pasado y son historias difíciles. Me veo reflejada en muchas de ellas”.
Dos de sus hermanos volvieron a Ruanda, donde se instalaron definitivamente. Ella, sin embargo, siente que no pertenece a donde un día vivió su familia. “Fui en el 96 y fue muy triste. Dos primos me llevaron al campo donde habían vivido mis abuelos y mis tíos. También me mostraron una tumba donde estaban los restos de todos los miembros de mi familia. Siempre sentí mucha tristeza por no haber vivido allí, pero después de todo lo que sentí al visitarlo creo que fue lo mejor que pudo pasarme. No he vuelto a esa zona nunca más”.
Un pasado destrozado y un futuro bloqueado
A pesar de lo que pueda parecer, solo un tercio de las personas refugiadas y desplazadas viven en tiendas de lona de los campos de refugiados. La mayoría reside en ciudades. “La vida no es fácil en ninguno de los dos casos, pero al menos en las ciudades pueden tener acceso a más recursos que en los campos, donde tienen acceso a servicios básicos, pero poco más”, asegura Pablo Funes, responsable de proyectos de África en Entreculturas.
Ser refugiado, más allá de lo material, es un estado mental, recuerda Entreculturas, que a través de su campaña Noland intenta poner rostro a quienes huyen de sus países. “El refugiado tiene un pasado destrozado y un futuro bloqueado. Nosotros vivimos en familia, nuestros hijos van a la escuela, tenemos un sistema de valores, etc. Pero una persona refugiada ve truncado todo ese sistema. Su familia en muchos casos queda separada y no sabe cómo enfrentar su futuro: si volverá a casa, cuál será su actividad, etc. Su vida es solo el presente. Por eso garantizar el derecho a la educación en ese contexto es tan importante”, recuerda el responsable de esta ONG que trabaja con personas desplazadas y refugiadas de doce países de África y América Latina. “Tanto en campos como en lugares urbanos, lo que intentamos es que la educación no se rompa porque es un derecho fundamental que abre la puerta a otros derechos, pero también es una vía para generar cierta sensación de normalidad”.