“Siria está lista para el regreso de los refugiados”. El ministro de Exteriores sirio Walid al-Moualem se expresaba así el pasado septiembre ante la Asamblea General de la ONU. Tras casi ocho años de conflicto, la guerra en Siria va llegando a su fin y el Gobierno de Bashar al Asad está llamando a millones de exiliados y desplazados internos a iniciar el retorno a sus hogares. Pero con un país reducido a escombros, muchos se encuentran con que no queda nada a lo que regresar.
El antiguo bastión opositor de Guta Oriental, a las afueras de Damasco, es un ejemplo paradigmático: aunque las tareas de desescombro y rehabilitación comenzaron hace tiempo, meses después de la ofensiva con la que el Gobierno recuperó el control el pasado abril tras años de asedio, la zona ofrece aún un paisaje apocalíptico. La carretera que cruza la región, tristemente famosa por el ataque químico que mató a cientos de personas en agosto de 2013, discurre entre tierra quemada, torres de alta tensión retorcidas y edificios que parecen a punto de derrumbarse como castillos de naipes.
El grado de destrucción es especialmente abrumador en localidades como Zamalka, donde el 75% de la población huyó de los combates. Quienes han regresado viven, literalmente, entre ruinas. Amal Taifour perdió a su marido al principio de la guerra; ella y sus cuatro hijos, que ahora tienen 9, 13, 16 y 18 años, abandonaron su casa poco después y volvieron el pasado septiembre, según su testimonio.
Amal abre la puerta de la vivienda, en la que un cable mal atado sirve de cerradura: su interior es un amasijo de cascotes de un metro de alto y no se avistan más efectos personales que algunas fotos familiares colgando torcidas de la pared. “Ahora mis hijos y yo vivimos con los abuelos. Queremos arreglar nuestra casa, pero ¿con qué dinero?”, se pregunta. Muchos de los que regresan como Amal son desplazados internos que vuelven desde otros lugares de Damasco, pero otros tantos se habían marchado a la ciudad de Idlib, Líbano o Turquía.
Volver a la normalidad en plena devastación
Cinco años de bloqueo total dejaron la economía temblando y el desempleo desbocado en el que fuera corazón agrícola e industrial de la campiña damascena. Con la llegada de las fuerzas gubernamentales, las organizaciones humanitarias que habían operado bajo control de los opositores hicieron las maletas, llevándose consigo la asistencia y ayuda material, y también su contribución a la economía local.
Las remesas que enviaban quienes lograron huir al extranjero eran el sustento de muchas familias, pero el hawala, un sistema informal que permitía transferir dinero sin quedar registrado, se ha visto resentido por el regreso del Estado central. Las ayudas oficiales para la reconstrucción llegan con cuentagotas y los habitantes deben valerse por sus propios y escasos medios para reconstruir lo que fuera su hogar.
Yassin Alghosh, de 24 años, permaneció con su familia en Zamalka durante todos los años de ofensiva. “Antes, la vida era muy dura, no había trabajo y los precios estaban por las nubes”, explica desde el tenderete de dulces y chocolatinas que ha abierto entre edificios derruidos. Durante el estado de sitio, bienes básicos como el pan, el azúcar o el trigo llegaron a costar costaban entre 20 y 30 veces lo que en otras ciudades del país, según un estudio de 2015 de la London School of Economics.
“Ahora ya está todo bien: la electricidad y el agua están volviendo, la gente también... Ahora se puede trabajar y vivir de nuevo”, asegura. Sus palabras contrastan con la devastación circundante. Durante la visita a distintas localidades de la región, ningún entrevistado apuntará, al menos de forma abierta, a la responsabilidad del Gobierno en los bombardeos que destruyeron sus hogares y mataron a cientos de civiles o en el bloqueo que sometió a la población a terribles condiciones de vida.
De los dos millones de habitantes que tenía Guta Oriental antes del conflicto, al inicio de la ofensiva gubernamental en febrero de 2018 quedaban 400.000. Con la rendición definitiva de los grupos opositores en abril, decenas de miles de más fueron evacuados a otras zonas del país. La Comisión Internacional de Investigación de la ONU para Siria ha señalado que “entre febrero y abril, la intensa campaña de las fuerzas progubernamentales para recuperar el control de Guta Oriental estuvo marcada por crímenes de guerra generalizados cometidos por todas las partes” enfrentadas. El secretario general de la ONU, António Guterres, calificó la situación en Guta Oriental de “infierno en la tierra”.
En la vecina Kafr Batna, otra de las zonas gravemente afectadas por los enfrentamientos, los residentes se empeñan tozudos en volver a la normalidad. Los puestos de fruta y verdura vuelven a poblar sus avenidas y varias escuelas han reabierto por primera vez en años: por las calles en obras puede verse a decenas de escolares con sus mochilas y batas azules.
Mayas Ashour, padre de seis de ellos, está rehabilitando lo que queda de su casa. Él y su familia se marcharon en 2015 y regresaron hace pocos meses. “Tenemos que desescombrar, arreglar el techo, las paredes... todo”, explica mostrando el interior del apartamento, un cúmulo de escombros y paredes abiertas en canal. “Aquí dentro no queda nada. Se llevaron hasta los cables de la luz”, afirma. Aunque en voz baja lamenta la falta de ayudas, trata de mostrarse positivo: “Lo más importante es que hemos podido volver”.
La otra cara del retorno: miles de expropiaciones
Mayas se sabe afortunado: muchos otros no podrán regresar. En abril, en plena ofensiva sobre Guta, el Gobierno aprobó la Ley 10, una normativa que, en nombre del desarrollo urbano en el nuevo periodo de posguerra, permite expropiar o demoler viviendas para reconstruir sin apenas compensaciones para los propietarios. Aunque otra ley previa autorizaba el derribo de asentamientos informales, la Ley 10 que viene a reemplazarlo elimina la mención a estos últimos, abriendo la puerta al Gobierno para confiscar propiedades a quienes no demuestren su titularidad.
Para los opositores exiliados, volver no es una opción, aunque también se trata de un proceso arduo para quienes no están en conflicto abierto con el Gobierno: solo un 9% de los refugiados sirios tenía escrituras de sus viviendas cuando habitaban en el país, según un informe de Acnur y el Consejo Noruego para Refugiados.
En principio, el Ejecutivo dio un mes para formalizar la documentación y tras recibir numerosas críticas por lo inasumible del plazo para millones de refugiados y desplazados internos, ha ampliado el periodo a un año. Residentes y organizaciones de derechos humanos, sin embargo, denuncian falta de información y transparencia en el proceso, y numerosas trabas para registrar sus propiedades. La ley, aprobada en abril y enmendada en noviembre, “permite al Gobierno crear zonas de reurbanización por decreto en toda Siria, con exhaustivos y en algunos casos formidables requisitos para que los propietarios tengan derecho a quedarse o ser compensados por la expropiación de sus casas”, advierte Human Rights Watch.
Muchas de las áreas incluidas en el decreto 66 o en la nueva Ley 10 se encuentran en Guta y otros suburbios de Damasco, zonas de clase humilde antes de la guerra que fueron de las primeras en salir a la calle contra Al Asad en 2011. Es el caso de Daraya, al sur de la capital. Cuna de las primeras protestas en la región damascena, estuvo controlada por grupos opositores y sometida a asedio hasta agosto de 2016, cuando el Gobierno retomó la zona tras la rendición de las milicias y la evacuación de toda su población. “Daraya era uno de los centros de la revolución. Muchos activistas provenían de esa ciudad y es de los lugares donde hubo mayor de número de arrestos y muertes en detención”, explica la investigadora Sara Kayyali de HRW.
Dos años después de volver a control estatal, sigue siendo una ciudad fantasma: en una visita de una hora, no se observa vida más allá de un grupo de media docena de hombres asistiendo a un entierro en el cementerio de la ciudad, donde yacen muchos de quienes perecieron durante los bombardeos. A cien metros del punto de control de entrada, una gigantesca máquina arenera trabaja incansable triturando toneladas de escombros y vomitando gravilla, que será empleada en la reconstrucción. Junto con otras localidades adyacentes, Daraya formará parte de Basilia City, un macroproyecto residencial de 900 hectáreas y 4.000 viviendas impulsado por el Gobierno.
La duda es si los antiguos habitantes tendrán cabida en el flamante proyecto. Según Kayyali, mucha gente que está regresando no obtiene el permiso para acceder a su antigua vivienda o registrarla. “Hablamos de personas que estaban desplazadas en Líbano, Turquía o Idlib [último bastión opositor del país]. Cuando llegan les dicen, 'vuelva la semana, el mes, el año que viene'”, relata Kayyali, que ha entrevistado a numerosos habitantes de esa y otras zonas afectadas por la reciente legislación.
“Una exresidente a la que impidieron entrar en Daraya, preguntó a los militares dónde se suponía que iba a vivir. Le respondieron 'búscate la vida'. Ese es el tono que prevalece”, asegura.
Basilia City es el segundo gran proyecto de reurbanización tras Marota City, otro macrocomplejo de vivienda nueva de lujo en el suburbio damasceno de Basateen Al-Razi que ha implicado el desahucio de miles de residentes. Expertos y grupos proderechos humanos temen un “castigo colectivo” por parte de las autoridades a esta y otras zonas por el apoyo de una parte de sus habitantes a los opositores, y acusan a Damasco de querer dibujar un nuevo mapa de Siria a su medida, discriminando a la población no afín.
El Gobierno sirio y su aliado ruso, junto a países como Líbano o Jordania –que acogen cada uno a más de un millón de refugiados en sus territorios– están llamando activamente a los sirios a regresar. Según Naciones Unidas, unos 250.000 emprenderán el camino de vuelta a casa este año, pero para quienes retornan, sus problemas están lejos de haber acabado.