Millones de filipinos tratan de volver a ponerse en pie un año después del tifón Haiyan
El cumpleaños de Anabel Yu, una joven de 20 años, es el 8 de noviembre. Hace un año la fecha adquirió un sentido muy diferente y mucho más sombrío cuando el tifón Haiyan azotó el este de Filipinas, dejando tras de sí un rastro de destrucción y muerte cuyas cicatrices aún son visibles en Tacloban, en la región de las Visayas Orientales.
Haiyan fue uno de los tifones más fuertes de la historia. El viento alcanzó velocidades de más de 300 kilómetros por hora que arrasaron prácticamente todo a su paso. El tifón se cebó con especial virulencia con las frágiles casas de los más pobres. Dejó tras de sí al menos 6.340 víctimas mortales en Filipinas y desplazó de sus hogares a 1,9 millones de personas.
Muchas de ellas fueron completamente destruidas. Tacloban, una población costera de unos 220.000 habitantes, fue la que más sufrió las consecuencias de Yolanda: una gran proporción de las víctimas mortales vivían aquí y el 90% de sus edificios sufrieron daños. El tifón destruyó totalmente la casa de Anabel y mató a una de sus primas. Ella fue más afortunada. “Me refugié junto a otras familias en el segundo piso de una casa cercana, mucho más sólida. Pasamos mucho miedo, pero aquello nos salvó la vida”, cuenta a eldiario.es.
Anabel nos cuenta su experiencia la mañana de su cumpleaños y primer aniversario de aquel fatídico día. Como muchos de sus conciudadanos, ha madrugado para ver la marcha en la que han participado diversas ONG locales e internacionales. Es solo el primero de los actos de un día para recordar y llorar a los muertos, agradecer la ayuda recibida y renovar la voluntad de seguir adelante. Cuando caiga la noche, miles de velas encendidas en memoria de los muertos iluminarán las aceras de la ciudad.
La familia de Anabel comparte casa con otras tres en la misma casa donde se refugió hace un año. La dueña vive en Estados Unidos; se la ha prestado hasta que puedan regresar a sus hogares. Pero Anabel y otras vecinas tienen miedo a volver. “Mi casa estaba demasiado cerca de la costa y me gustaría construir una nueva en otra parte, más alejada. Aquello es demasiado peligroso, pero mi familia no tiene dinero para hacerlo”, cuenta.
La casa de Anabel, en el barangay (distrito, o barrio) de Magallanes 54, estaba situada a menos de 40 metros de la costa. Tras el tifón, el Gobierno filipino decidió que no se podía construir a menos de esa distancia del mar, creó “zonas de no-construcción” y propuso desplazar a los habitantes de esas zonas a otros lugares más alejados de la costa.
Muchos de los habitantes de esas zonas son pescadores cuyo medio de vida depende del mar. No todos están de acuerdo con la medida gubernamental. “No consultaron a la población local sobre esa cuestión. Los pescadores no pueden alejarse del mar, porque no sabrían cómo ganarse la vida tierra adentro. Hemos propuesto otras soluciones, como la construcción de diques y el reforzamiento de las casas para protegernos contra futuros tifones, pero todas nuestras propuestas han caído en saco roto”, protesta Noel Martínez, el jefe del barangay.
En cualquier caso, muchos de los habitantes del barrio continúan viviendo cerca de la costa. En algunos casos, no parecen tener intención de moverse, en otros, como el de la familia de Anabel, el Gobierno no ha ofrecido ninguna alternativa. En la inmensa mayoría de los casos, aún no han podido reconstruir del todo sus casas y muchos viven en tiendas. Tal y como ha denunciado la ONG Acción Contra el Hambre, un año después de Yolanda, más de un millón de las personas que perdieron sus casas como consecuencia del tifón siguen viviendo en refugios provisionales.
Tacloban intenta superar su trauma
Pese a que aún queda mucho por hacer, la respuesta humanitaria de diversas ONG internacionales han conseguido que la población de Tacloban pueda volver a ponerse lentamente en pie. Para muchos taclobanos entrevistados por eldiario.es, el gran ausente, tanto en las labores de reconstrucción como en la respuesta a la emergencia durante las primeras semanas, ha sido el propio Gobierno filipino.
Según María Rasthia, la jefa de otro barangay cercano al de Magallanes, el de San José 88, las autoridades locales “eran completamente invisibles al principio, todo quedó paralizado debido a la tragedia”. En cuanto a la actuación del Gobierno en la actualidad, Rasthia se limita a afirmar que “está actuando muy lentamente”.
La rápida actuación de algunas ONG consiguió que no se produjera ninguna epidemia donde las infraestructuras habían quedado reducidas prácticamente a cero. Organizaciones y organismos internacionales han desempeñado un papel crucial en reconstruir muchas de ellas y de educar a la población para evitar que se produzcan brotes de dengue, cólera u otras enfermedades.
Pero el éxito de esa ayuda externa depende en gran medida de las comunidades que la reciben. Por ejemplo, Jesús Baena, coordinador de agua y saneamiento de Acción contra el Hambre para la emergencia explica que la reconstrucción de las infraestructuras de agua ha dependido en gran medida del trabajo y la capacidad organizativa de los filipinos, de ese modo, “la comunidad crea el plan de trabajo y Acción Contra el Hambre se limita a controlar que se complete de forma adecuada”.
Una de las labores de las ONG consiste en educar a la población en hábitos higiénicos que sean útiles para su nueva situación. En el caso de Filipinas, esa tarea ha resultado particularmente fácil, ya que, como explica Baena, “la población ya sabía esterilizar el agua antes de que viniéramos: la hervían, la guardaban en diferentes contenedores dependiendo del uso, etcétera. Por eso no hubo un pico de enfermedades relacionadas con el agua”.
Si bien no se han producido epidemias y la situación sanitaria está bajo control, el tifón supuso un enorme trauma del que muchos aún no se han recuperado. “Mucha gente parece adaptarse inmediatamente en un principio y no tener ningún trauma, pero lo tienen y aflora mucho más tarde,” explica el doctor Jaime Opinion, jefe de los servicios sanitarios de la municipalidad de Tacloban.
Opinion reconoce que los servicios de salud mental en Tacloban eran totalmente insuficientes antes del ciclón. “Sólo dos personas estaban preparadas al principio para tratar problemas psicosociales; la respuesta no llegó hasta dos o tres meses después, cuando llegaron las ONG”, cuenta.
A falta de psicología, los taclobanos se han refugiado en la religión. “La fe aumenta la esperanza de la gente, le da más resistencia para afrontar las adversidades; como usted sabrá, el filipino es un pueblo profundamente religioso”, explica a eldiario.es el arzobispo de la provincia de Palo tras oficiar una misa de homenaje a las víctimas.
Durante la misa, estaba sentada en primera fila Imelda Marcos, viuda del dictador Ferdinand Marcos y congresista en la actualidad. Poco después, durante una comida a la que estaban invitados políticos locales y nacionales, diplomáticos extranjeros y miembros de agencias de cooperación internacionales y ONG, Marcos pronunció un discurso en el que declaró no menos de tres veces continuar en estado de shock un año después de la tragedia. “Es necesario mirar al cielo porque allí las soluciones son infinitas”, afirmó.
Mientras tanto, en la tierra, en las calles de Tacloban aún marcadas por la destrucción, aún sigue habiendo numerosos problemas sin solucionar.