Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Cuando el nuevo norte es el de siempre: especulación y desigualdad
“Como si fuera una maldición —o una premonición—, la especulación acompañó a la nueva capital desde el primer momento”. La casualidad ha querido que la aprobación de la Operación Chamartín, ahora conocida como Madrid Nuevo Norte, me pille leyendo Barcelona – Madrid. Decadencia y auge (ED Libros, 2019), de Josep Maria Martí Font. El libro, que es como una extensión de otro del mismo autor, La España de las ciudades (ED Libros, 2017), pero con una mirada más en detalle a las dos grandes urbes nacionales, relata los porqués de la caída de Barcelona y el auge de Madrid. Como cuenta Martí Font, Madrid creció en época de Franco engullendo pueblos y convirtiéndolos en barrios con la intención de ponerla como ciudad hegemónica de la Península. Con la Transición y, sobre todo, con el primer gobierno socialista, la pugna entre ambas localidades se igualó. Con Aznar, volvió el desequilibrio.
“Aznar diseñó el Madrid actual con la idea de que fuera la Miami europea; una capital de cómo mínimo diez millones de habitantes”. Para ello, explica el autor, se crearon las infraestructuras convenientes —como la red radial de alta velocidad, que no sólo conecta lugares lejanos sino que absorbe poblaciones cercanas (Toledo, Segovia, Guadalajara, Cuenca, Ciudad Real) para extender la mancha urbana, y la ampliación de Barajas y su pretensión de ser hub internacional, sobre todo para conexiones americanas—, se culminó la privatización de grandes empresas públicas como Telefónica, Repsol y Endesa y se hizo del ladrillo el eje de la productividad española. Todo ello alimentaba unos capitales instalados en el centro, bien cerca del poder que tan bien les complacía, y perfectamente conectados para recibir inversiones de todo el mundo y redistribuirlas, si eso y comisiones aparte, por el resto de un país cada vez más dependiente de su capital. Pero el desequilibrio territorial consecuente no sólo lo padecía el estado, la propia ciudad veía cómo ese crecimiento se quedaba cada vez en menos manos y la desigualdad crecía. Madrid es hoy la segunda gran ciudad con más desigualdad social de Europa y la capital más segregada del continente, una urbe rota en dos por una diagonal de suroeste a noreste que deja la riqueza para la parte de arriba.
El Madrid Nuevo Norte ahora aprobado por unanimidad por todos los grupos del Ayuntamiento y aplaudido por la mayoría de los medios de comunicación es un ciclo de esteroides para esta situación. Por mucho que se repita que la operación responde a la necesidad de “cerrar una herida urbana” —la abierta por las vías de la estación—, el plan es, desde el principio, un negocio inmobiliario. La cosa nace en 1993 con González de presidente y Borrell como ministro de Fomento y responsable por eso de Renfe, que adjudica a Argentaria (ahora BBVA) suelo público, previamente expropiado, para un desarrollo urbanístico. La operación va engordando pero también va siendo frenada por diversas circunstancias hasta que, justo cuando llega al poder de la ciudad la confluencia municipalista que prometió preocuparse por vigilar el desequilibrio territorial y los movimientos especulativos, se acelera.
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