La marcha verde hacia la neutralidad energética no será un camino de rosas. Ya lo advirtió desde el inicio de los problemas de suministro que provocó Vladimir Putin desde otoño de 2021, el experimentado estratega jefe de materias primas de Goldamn Sachs, Jeff Currie: a las tensiones geopolíticas del Kremlin se ha sumado “la revancha de la Vieja Economía”. Se trata del poder de influencia del “sistema de producción fósil”, que ha dominado todos y cada uno de los ciclos de negocios desde comienzos del Siglo XX y que es capaz de poner en liza “episodios de shocks exógenos” para alterar el valor de mercado del gas y del petróleo y cambiar el paso de los bancos centrales.
Los negros augurios de Currie se han confirmado. El espectro de la inflación ha resurgido como nunca en los últimos cuatro decenios, desde la crisis petrolífera de los setenta que encumbró a la OPEP como cártel con suficiente capacidad para dictaminar el curso de la economía global.
Su presagio constata que la hoja de ruta hacia modelos productivos sostenibles y de emisiones netas cero no solo debe superar barreras inversoras, tecnológicas, empresariales o políticas de primer orden, sino también la férrea dictadura que ejerce la industria fósil que denuncia Currie.
Shell y Chevron, dos de las históricas seis supermajors -junto a ExxonMobil, TotalEnergies, BP y ConocoPhillips- de capitales privados, no tienen reparos en alardear de sus negocios de gas. Para sus directivos, este combustible no solo ha llegado al ciclo post-Covid para quedarse, sino que su prevalencia está pensada para dominar la transición energética. Y, de paso, para engordar sus cuentas de resultados.
Al igual que sus rivales, las firmas estatales de los petroestados o economías que superan los 1.000 dólares per cápita de ingresos vinculados al oro negro o el gas, tanto del Golfo Pérsico (Aramco es la mayor del mundo) como de Noruega (Equinor, que acaba de reanudar sus prospecciones en el Ártico) también revelan beneficios récords.
Las dos multinacionales americanas han acelerado sus inversiones en gas. En un instante clave en el devenir de la transición energética, en la que el más limpio de los combustibles fósiles se había convertido en el comodín que debía garantizar el salto hacia las energías renovables, pese a las advertencias ecologistas sobre su alto efecto contaminante.
De repente, los cálculos sobre su inminente techo de demanda se han extinguido. Ben Cahill, del Center for Strategic and International Studies (CSIS) un think-tank de Washington, afirma que las empresas vendedoras de gas LNG “ven un mercado candente en el que confiar, porque la demanda de este carburante podría perdurar décadas”.
Es decir, que las gasistas, entre las que se encuentran las supermajors, “aprecian un futuro verde con surtidores de gas estancos que dominarán el tránsito a las emisiones netas cero y que este recorrido será más prolongado de lo que recomiendan los científicos”.
Apuesta americana, europea y china por el gas
A Cahill y a Currie no les falta razón. Las tres superpotencias económicas apuestan por la variante licuada del gas. China está forjando planes energéticos con contratos de futuros que alcanzan el ecuador del siglo, como el que le une, durante 27 años, con Qatar y que contiene salvaguardas de abastecimiento. Mientras, Alemania suscriben pactos en EEUU hasta 2046 y otros miembros del club europeo negocian garantías similares con los emiratos del Golfo de hasta 20 años.
Entretanto, EEUU acelera la construcción de nuevas plantas de gas para preservar su liderazgo futuro como exportador neto. A razón de “60.000 millones de metros cúbicos de gas de nueva producción” desde la invasión de Ucrania, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), con clientes sumamente fieles en Europa, Japón, Australia o Corea del Sur.
Dentro de un contexto en el que la UE trata de reemplazar el flujo energético de Rusia a largo plazo y los mercados emergentes buscan fórmulas que eviten interrupciones de abastecimiento. De igual modo, el gas “encuentra sentido entre los inversores”, afirma Saul Kavonic, de Credit Suisse AG en Sídney, por su “beneficiosa cotización” de los últimos ejercicios; antes y después del boom de las carteras bajo criterios ambientales, sociales y de buen gobierno o ESG.
Shell ha encontrado en el gas su negocio más fructífero. De ahí que haya decidido elevar sus líneas de capital en un 25%, hasta los 5.000 millones de dólares, y mantener este nivel inversor hasta 2025. Incluso rebajando los márgenes sobre sus fuentes renovables, admitió en enero su CEO, Wael Sawan. “El gas licuado jugará un papel esencial en el sistema energético futuro de la firma; mucho más que en la actualidad”, señaló antes de justificar esta medida en que su transporte “es sencillo, incluso a lugares recónditos” y en que, “de media, emite casi un 50% menos de CO2 que el carbón [otro combustible fósil] que se emplea para producir electricidad”.
Esta petrolera se unió el año pasado a ExxonMobil y ConocoPhillips en una joint-venture a través de la cual han comprometido 30.000 millones de dólares a la expansión industrial del gas catarí, el mayor desembolso de capital del sector en plantas productivas. Mientras, TotalEnergy aceleran la construcción de terminales de gas en puertos estadounidenses y negocia tareas de exploración en Arabia Saudí y BP sigue la estela inversora en gas. Exxon y Chevron refuerzan sus plantillas de trading en Londres y Singapur, los dos hubs financieros del negocio gasístico global.
Tampoco se debe olvidar que la séptima supermajor, Eni, la italiana Ente Nazionale Indrocarburi, acaba de adquirir por 4.400 millones de dólares la firma francesa de exploración de gas Neptune Energy Group. Demasiadas fichas al negro en una ruleta, la de la descarbonización que, según la AIE, no alcanzará las emisiones netas cero en 2050 sin un “dramático retroceso de los actuales niveles de demanda de gas”. En 2021 -recuerda Bloomberg-, esta institución precisó que el reto climático “no se cumplirá si se ponen en marcha nuevas instalaciones de petróleo, de gas y de carbón”.
“Nos encaminamos hacia el desastre con los ojos abiertos”, alertó hace unas fechas el secretario general de la ONU, António Gutèrres, en alusión a la falta de compromiso de petroleras y bancos para “poner fin a la financiación y a las inversiones” en labores de sondeos y prospecciones de combustibles fósiles; en especial, del gas, uno de cuyos componentes, el metano, emite 80 veces más calor que el CO2 en sus primeras dos décadas en la atmósfera, avisa el estudio de la National Academy of Sciences.
Los pingües beneficios de las petroleras
Estas alertas científicas y multilaterales no parecen hacer mella en las supermajors. ExxonMobil declaró 59.100 millones de dólares de beneficios en 2022, un ejercicio en el que Shell registró 39.900 millones; Chevron, 36.500 millones, TotalEnergies, 36.200 millones, BP, otros 27.700 millones, ConocoPhillips, más de 18.700 millones y ENI 16.600 millones de ganancias. Mención aparte merece la saudí Aramco, la mayor del mundo, que pulverizó su récord de beneficios netos, hasta elevarlos a los 161.000 millones de dólares -cifra similar al PIB de Kuwait-, mientras que la noruega Equinor los duplicó: 26.772 millones.
Con el gas a pleno rendimiento, el calentamiento achacable a la industria energética sigue en fase ascendente. Así lo atestigua otro informe, del Energy Institute, que establece en el 82% el consumo de energía mundial emplea combustibles fósiles.
“A pesar del fuerte crecimiento de las fuentes solares y eólicas, las emisiones del sector crecen sin remedio”, explica Juliet Davenport, presidenta de este centro de investigación de ingenieros y otros profesionales de la energía con sede en Londres. A su juicio, “vamos en dirección opuesta a los requerimientos de París”. La radiografía, compartida con KPMG y la consultora Kearney, se hace eco de que las renovables, excluidas las fuentes hídricas, acapararon el 7,5% de la demanda global el pasado año, apenas un 1,1% de incremento respecto a 2021 y lejos del 5,5% del registro anual precedente, pese al repunte del 25% de producción solar y del 13,5% de la eólica.
Ante esta compleja tesitura, la esperanza surge de la reactivación de las inversiones ESG y de la evolución que tomen las empresas de supresión del carbono, las llamadas CDR o Carbon Dioxide Removal, desde cuyas cúpulas ejecutivas se reclama a las autoridades regulaciones exigentes y precisas y que, en los últimos tiempos, empiezan a recibir esfuerzos inversores significativos. Un buen botón de muestra son los 200 millones de dólares destinados a tecnologías de eliminación de CO2 de JP Morgan Chase. O el anuncio de Richard Manley, responsable de Sostenibilidad del fondo de pensiones canadiense CPP Investments, de invertir parte de esta cifra destinada a los retiros privados de sus conciudadanos a firmas CDR. En el orden político, destacan los 3.500 millones de dólares del Regional Direct Air Capture Hubs de la Casa Blanca destinados a la investigación en innovaciones tecnológicas para esta incipiente industria.