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ANÁLISIS

El nuevo 'zeitgeist' de la fiscalidad europea

El presidente estaounidense Donald Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca.

Miguel Otero Iglesias

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Los temores se han cumplido. En plena crisis del coronavirus (que todavía no ha acabado ni mucho menos) EEUU acaba de retirarse de las negociaciones en el seno de la OCDE para poder tasar a las empresas tecnológicas. Una bofetada para la Unión Europea, que llevaba años intentando convencer a Washington de la necesidad de esta iniciativa. Al conocer la noticia, el ministro de finanzas francés, Bruno Le Maire, no se ha mordido la lengua y ha dicho que la retirada americana era una provocación y el comisario para asuntos económicos y financieros de la Unión Europea, Paolo Gentiloni, lo ha respaldado anunciando que la UE seguirá adelante con este impuesto, aunque EEUU se haya descolgado.

Hay razones para pensar que –de nuevo– los europeos no van a cumplir su promesa. Llevan décadas discutiendo la reforma del marco tributario de las empresas transnacionales y no se ponen de acuerdo. Los países que han adoptado estrategias de desarrollo basadas sobre los incentivos fiscales como Luxemburgo, Irlanda o los Países Bajos se oponen, por obvias razones, y los países nórdicos, tan dependientes de las exportaciones, no quieren entrar en una espiral proteccionista y que EEUU tome represalias e imponga aranceles a sus productos. Incluso, se podría decir que Alemania está en la misma situación, ya que su maquinaria exportadora depende del que sigue siendo el consumidor de último recurso de la economía mundial: el comprador americano.

Por todo esto, se podría pensar que la amenaza de una guerra comercial entre EEUU y la UE es menor de lo anunciado por los titulares de prensa. Al final los europeos van a tener que ceder porque entre otras cosas – y por lo menos a corto plazo – dependen de la tecnología americana. La estrategia europea se limitará pues a rezar para que gane las elecciones de noviembre, Joe Biden (que sí que ha prometido en campaña que hará que Amazon y Google paguen más impuestos) y si al final gana otra vez Trump, el sentir en Bruselas es que: “Dios nos coja confesados porque este señor puede acabar con el mundo tal y como lo conocemos”.

Pero quizás esta vez la situación sea distinta. Las circunstancias actuales pueden empujar a la UE no solo a empezar a usar el lenguaje del poder, como destacó Josep Borrell cuando se examinó ante el Parlamento Europeo para convertirse en alto representante de la Unión para la política exterior, sino también a ejercer ese poder. Razones históricas, geopolíticas y sociales pueden endurecer la posición europea.

Desde el punto de vista histórico, el shock económico que va a traer consigo el coronavirus nos lleva a pensar que podemos estar ante un cambio radical en las relaciones entre estado y mercado. Al igual que pasó después de la Segunda Guerra Mundial, los países van a salir de la crisis con mucha más deuda y con un contrato social nuevo que requiera de un sistema fiscal más progresivo. Aquí el país a observar es Alemania, la mayor economía de la Unión, que después de la Segunda Guerra Mundial redujo la deuda no a base de inflación como su vecina Francia, sino con más impuestos a los pudientes para así poder financiar su creciente estado de bienestar. El giro copernicano que ha dado Angela Merkel en los últimos meses, pasando de ser la ama de casa frugal de Suabia a la estadista keynesiana es un buen reflejo del nuevo Zeitgeist (espíritu de la época).

La misma Merkel también dijo hace dos años, en Bavaria y cerveza en mano, que Europa tenía que despertar de su letargo y empezar a agarrar su destino en sus propias manos. Trump ha sido un shock para ella y muchos otros líderes europeos. Su desdén hacia la Unión Europea, su apoyo al Brexit y sus amenazas de acabar con el compromiso de EEUU de proteger a sus aliados de la OTAN han provocado mucho malestar y acelerado la necesidad de empezar a pensar y actuar de manera estratégica en la Unión con una Comisión Europea mucho más geopolítica. En este sentido, la retirada de EEUU de las negociaciones de la OCDE en materia fiscal, que se suma a una larga lista de desplantes al sistema multilateral de gobernanza, se podría comparar con el colapso del sistema de Bretton Woods de tipos de cambios fijos a principios de los años 70. A partir de ahí, EEUU, sobre el poder del dólar, empezó también a tener una política mucho más agresiva (de bullying) frente a sus socios europeos, lo que hizo que se unieran más acelerando así el camino hacia, primero, la cooperación y, después, la unión monetaria.

En general las grandes crisis traen una transformación de las relaciones de poder y los equilibrios entre el estado y el mercado. Es en esos momentos cuando surgen nuevos marcos normativos. El actual sistema tributario de las multinacionales se decidió hace casi cien años.

En los años veinte del siglo pasado, en el seno de la Liga de las Naciones, se discutieron dos opciones. La primera era que las empresas pagasen impuestos donde tuviesen su domicilio fiscal y la otra que lo hiciesen respectivamente en cada uno de los países donde obtuviesen beneficios. Lógicamente un moribundo, pero todavía poderoso, Reino Unido y las otras potencias industriales occidentales optaron por la primera opción. Para qué repartir el pastel si podía caer todo en casa.

La dinámica cambió con la globalización iniciada en los años 70 después del colapso

precisamente del sistema de Bretton Woods. De repente las multinacionales empezaron a desarrollar toda una ingeniería de evasión y elusión fiscal que ahora mismo – y sobre todo con los estragos que va a traer el coronavirus – parece socialmente insostenible. Los ciudadanos van a demandar mejores servicios públicos y eso requerirá mayor presión fiscal.

Estamos por tanto ante un posible re-equilibrio entre el estado y el mercado e igual que en los años 70 y 80 hubo intelectuales como Friedrich von Hayek y Milton Friedman que marcaron una época, hoy conviene identificar aquellos que pueden determinar la nuestra. En temas fiscales hay que seguir los pasos de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, dos economistas franceses que enseñan en la Universidad de Berkley (EEUU).

Ambos llevan insistiendo unos años que hay que cambiar el sistema tributario para que las grandes multinacionales paguen impuestos donde consiguen beneficios. Sus propuestas son radicales hasta el punto de exigir que las empresas paguen según las ventas y beneficios en cada economía y si no lo hacen que se les prohíba ofrecer sus productos o servicios en ese mercado. Recientemente también han propuesto un impuesto a nivel europeo sobre el patrimonio del 1% más rico para poder pagar las deudas que se van a acumular para luchar contra el coronavirus y sus efectos negativos en la economía. Tanto el impuesto sobre los servicios digitales como este impuesto a los superricos podrían ser los primeros impuestos de una posible unión fiscal europea.

Todo esto lleva a una última reflexión. Hace casi 10 años cuando leí la 'Paradoja de la Globalización', de Dani Rodrik (el flamante premio Princesa de Asturias) que explicaba que el éxito de los treinta años gloriosos después de la Segunda Guerra Mundial se había basado, en parte, en los controles de capitales porque era la manera de retener la riqueza en el país y poder tasarla y así financiar el estado de bienestar, pero pensaba que esa opción era imposible de aplicar en la época moderna. Hoy ya no está tan claro.

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