Una renta básica universal y garantizada para ciudadanos con ingresos inferiores al umbral de la pobreza federal en EEUU. En contra de las directrices que marca el subconsciente colectivo del principal mercado y la mayor economía del planeta, hay otra América, la que viven residentes sin recursos, no necesariamente habitantes de la llamada profunda -sino, más bien, urbana- que, casi a la desesperada, subsistían con menos de 2 dólares en sus bolsillos. Para ellos, en una larga decena de estados -casi una veintena durante la Gran Pandemia- aún permanecen, con un indudable éxito socio-económico y con ciertas garantías de prolongar su vigencia, aunque con contestación desde el ultraliberalismo de varias facciones republicanas.
De hecho, su respaldo popular va en aumento. Más de medio centenar de municipios han puesto en liza algún tipo de modelo de Renta Básica Garantizada (GBI, según sus siglas en inglés) desde 2019. Incluso antes de que surgiera la crisis sanitaria de la Covid-19. Con partidas de entrega monetaria individuales de entre 100 y 1.000 dólares al mes. Sin restricciones, ni ataduras o exigencias burocráticas demasiado exigentes y durante periodos sin fecha de caducidad en la mayoría de los casos. El destino de gasto está centrado en cuatro aspectos esenciales del ámbito familiar: vivienda, alimentación, transporte o reparaciones de la deuda personal o de los hogares.
En Business Insider, un amplio reportaje sobre el establecimiento de esta política en el territorio de la Unión, presenta la GBI como “una ráfaga de aire al mes en medio de la desesperación” de tener que sobrevivir con “un par de billetes de dólar al día”. Esta ayuda permite a sus beneficiarios “tener unos hábitos dignos” y explorar “vías de ingresos futuras” y alternativas de búsqueda de empleo y de emprendimiento personales.
A pesar de su universalidad y de la ausencia generalizada de exigencias sobre el empleo de estos fondos directos, los programas de renta básica se pueden focalizar en estratos específicos de la población o dar atención personalizada en función de los problemas sociales concretos. Así, no resulta sorprendente que se concedan recursos a mujeres embarazadas, a los hogares con hijos menores o a personas sin hogar. Varios de estos proyectos-piloto de GBI se implantaron ya al término de la década pasada en ciudades y condados de Arizona, Alabama, Virginia, Indiana, Rhode Island, Pensilvania, Nueva Jersey, Misisipi, Luisiana, Florida, Carolina del Norte y del Sur, Washington o en la capital federal.
Sin embargo, no todo fluye en la dirección adecuada para consolidar estas iniciativas en un país con un estado de bienestar casi vacío. La oposición de los legisladores, gobernadores y alcaldes republicanos a unos programas que tildan de “socialistas” se ha propagado por todo el territorio federal. En Iowa, por ejemplo, se aprobó una prohibición expresa a la implantación de las rentas básicas impulsada desde el Grand Old Party (GOP) de este estado con alma republicana. Arizona también presenció una propuesta similar, que fue respaldada por su Cámara de Representantes, aunque su Senado, con un acuerdo bipartidista in extremis, logró impedir a cambio de acortar su vigencia en el tiempo. Mientras la Corte Suprema de Texas interrumpió en abril con sentencia de por medio un programa de renta básica dentro del área metropolitana de Houston, que su fiscal general consideró “inconstitucional”.
Aun así, hasta 11 estados han conseguido conservar rentas básicas: En California, Los Ángeles y su programa Breathe otorga 1.000 dólares mensuales durante 3 años a 1.000 hogares de rentas bajas; Long Beach, 500 dólares a lo largo de 12 meses a unas 200 familias con hijos e ingresos reducidos hasta la primavera de 2025; Mountain View, 500 dólares durante 24 meses a 166 unidades parentales, mientras su condado de Sonoma reparte 500 dólares mensuales durante 24 meses a 305 familias. Aunque todos ellos expiran entre diciembre de 2024 y 2025. Además, otros enclaves como San Francisco, Compton, Oakland, Santa Clara, San Diego, Stockton o Marin han desarrollado planes piloto de rentas básicas.
Colorado, con Denver a la cabeza, donde se ofrecían hasta el pasado mes de julio 1.000 dólares durante un año, o 6.500 por anticipado y 500 mensuales, con opciones de lograr otros 50 al mes; Georgia (Atlanta), Illinois (Chicago o Evanstone); Massachusetts (Somerville); Michigan (Flint o Ann Arbor); Maryland (Baltimore); Minnesota (Minneapolis); Nuevo México (Santa Fe); Nueva York (con el triángulo New York City-Rochester-Búfalo que comparten el Bridge Project desde junio de 2021 de 1.000 dólares mensuales durante 3 años y al que han accedido más de 1.200 familias) o San Antonio, en Texas, conforman la lista de estados con planes de ingresos vitales en curso.
La renta básica, un tema ausente de la campaña
La idea de instaurar una fórmula federal de renta de GBI no está capitalizando el debate electoral en EEUU. A pesar de que haya voces que reclaman al Partido Demócrata -y a la nueva cabeza de cartel en la carrera hacia la Casa Blanca, Kamala Harris muy en particular, a la que conceden más sensibilidad social que al propio Joe Biden- algún tipo de maniobra en esta dirección que consiga sumar apoyos a su candidatura. Entre otras, una rompedora: sufragar las rentas básicas con un impuesto al carbón. No solo en EEUU, a nivel mundial.
Rashid Sumaila es autor de un estudio de la Universidad de Columbia Británica que la creación de un tributo universal e impulsado desde EEUU por el futuro inquilino o inquilina del Despacho Oval y lo describe en los siguiente términos: “usar rentas básicas para crear un futuro sostenible y libre de pobreza es más que factible con soluciones globales de resiliencia medioambiental y social como la puesta en marcha de una fiscalidad del carbón que podría impulsar entre un 39% y un 130% el dinamismo del PIB del planeta”, según la presión impositiva que reciba.
Las rentas básicas son una “magnífica idea” y una “contribución” a la riqueza, porque sacan a miles de personas de la pobreza y les incita a poner en orden sus ingresos y su vida profesional y personal. Crean “entusiasmo vital y ganan en popularidad” desde la Covid-19 por “la eficiencia demostrada en sus experiencias piloto”.
Incluso en EEUU convendría su implantación porque tanto su Generación Z como sus millennials consideran demasiado caros sus niveles de vida e inadecuada la lucha contra el cambio climático y las desigualdades que ocasiona el modelo productivo americano. Aunque para ello, se deba superar la falsa idea de que son programas diseñados por “el socialismo de esteroides”.
En otras partes del mundo, como Sudáfrica, Canadá, Finlandia o Alemania, el éxito de sus planes de ingresos vitales ha sido incuestionable. Y en países como Australia el respaldo de sus ciudadanos en encuestas a programas de transferencia de rentas periódicas es apabullante. Si, además, dice Sumaila, una iniciativa de estas características la cubre una fiscalidad al carbón que recaudaría billones de dólares de ingresos con un tipo único se podría confeccionar una economía descarbonizada y con fondos para limpiar de CO2 la atmósfera y aplicar medidas de biodiversidad de inmediato y a una velocidad de crucero.
Para ello, “hay que desterrar el falso concepto conservador” de que es un subsidio de por vida a personas sin iniciativa ni ganas de trabajar, aclara.
La ultraderecha se echa al monte social y climático
Sin embargo, no es la única tecla que los conservadores han tocado a rebato para contrarrestar con recetas y dogmas de fe liberal la cruzada progresista que identifican con el woke capitalism, término despectivo con el que se refieren a todo intento social de avanzar en derechos, justicia civil o lucha contra el cambio climático.
Otro de sus frentes beligerantes favoritos son las inversiones ESG, en el punto de mira de sus ofensivas ideológicas. Varios miles de millones de dólares se han fugado de fondos de pensiones estatales como el de Florida, por orden de su gobernador, el republicano Ron de Santis, antiguo rival y ahora aliado de Donald Trump.
De forma sincronizada, en el otoño de 2023, se retiraron capitales verdes de los ahorros para el retiro de miles de trabajadores que habían confiado su jubilación a estos fondos. Hasta 139.000 millones de dólares en apenas dos meses.
Bajo la justificación de que las empresas con planes inversores respetuosos con la sostenibilidad, la responsabilidad social y el buen gobierno corporativos, habían perdido rentabilidad bursátil en favor de los combustibles fósiles -una oleada que reconocieron firmas de inversión como BlackRock de forma temporal y sin renunciar a los criterios ESG, según sus mensajes- aunque en su trasfondo subyacía la acusación de ser una invención progresista.
De hecho, De Santis arremetió contra Larry Fink, CEO del mayor de los fondos mundiales, al que tildó de “apóstol de la hipocresía vanguardista” por pregonar a los cuatro vientos sus portfolios verdes mientras acudía a los tradicionales valores fósiles y a la Vieja Economía.
Esta carga retórica del conservadurismo contra el capitalismo sostenible guarda relación con las ayudas a las renovables y los subsidios de la Inflation Reduction Act (IRA) que conforma la piedra angular del Bidenomics o política económica de la Administración Biden. Una estrategia que ha dado sobradas muestras de resiliencia para impedir caer en recesión y de dinamismo para mantener el pleno empleo y generar prosperidad, pese a la persistente inflación y los tipos de interés más elevados en dos decenios.
Frente a los movimientos Me Too, Black Lives Matter, hasta el matrimonio homosexual, pasando por el activismo climático, neoliberales y conservadores tratan de restaurar dogmas de fe como el de que la única responsabilidad de las empresas es conseguir beneficios y dividendos a sus accionistas o restableciendo impulsando un capitalismo extremo, sin cortapisas ni supervisión.